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El otro hecho destacable de aquella época era la recién descubierta aventura de la disciplina espiritual. Este interés nació en mí cuando entró en mi vida una auténtica gurú india, hecho por el que estaré eternamente agradecida a David. A mi gurú la conocí la primera vez que fui a casa de David. La verdad es que me enamoré un poco de los dos a la vez. Entré en su casa y al ver en la cómoda de su cuarto una foto de una mujer india de belleza radiante pregunté:
—¿Quién es ésa?
Él me contestó:
—Es mi maestra espiritual.
Mi corazón dio un vuelco, tropezó y cayó de culo. Pasado el primer susto, mi corazón se puso en pie, se sacudió el polvo, respiró hondo y anunció:
—Yo quiero tener una maestra espiritual.
Me refiero, literalmente, a que fue mi corazón el que lo dijo aunque hablara por mi boca. Yo noté perfectamente esa escisión tan extraña, y mi mente salió de mi cuerpo durante unos instantes, se volvió asombrada hacia mi corazón y le preguntó en voz baja:
—¿De verdad quieres eso?
—Sí —respondió mi corazón—. Sí que quiero.
Entonces mi mente le preguntó a mi corazón con cierto retintín:
—¿Desde cuándo?
Eso sí que lo sabía yo: desde aquella noche en que me arrodillé en el suelo del cuarto de baño.
Dios mío, pero sí que quería tener una maestra espiritual. En ese mismo instante empecé a construirme la situación. Imaginaba a una mujer india de belleza radiante que venía a mi apartamento un par de tardes por semana, y nos veía sentadas en el salón, tomando té y hablando del poder divino, y ella me mandaba leer textos y explicarle el significado de las extrañas sensaciones que tenía yo durante la meditación…
Toda esta fantasía se volatilizó cuando David habló del estatus internacional de esta mujer, de los miles de estudiantes que la seguían, muchos de los cuales no la habían visto nunca. Pero todos los martes por la noche se reunía un grupo de sus devotos para meditar y cantar. David decía: «Si no te asusta la idea de estar en una habitación con cientos de personas que corean el nombre de Dios en sánscrito, vente algún día».
El siguiente martes por la noche fui con él. En lugar de asustarme con los cánticos de aquellas gentes tan normales, me pareció que mi alma se alzaba diáfana entre sus voces. Aquella noche volví andando a casa con la sensación de que el aire me atravesaba, como si fuese una sábana limpia colgada en una cuerda, como si Nueva York fuese una ciudad de papel y yo pesara tan poco como para correr sobre los tejados. Empecé a asistir a las sesiones de cánticos todos los martes. Después comencé a dedicar las mañanas a meditar sobre el mantra sánscrito tradicional que la gurú da a todos sus alumnos (el regio Om Namah Sivaya, que significa: «Honro la divinidad que vive en mí»). Entonces oí hablar a la gurú por primera vez y al escuchar sus palabras se me puso toda la piel de gallina, hasta la de la cara. Y cuando supe que tenía un ashram en India, decidí ir a visitarlo lo antes posible.