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Mi vuelo sale a las cuatro de la madrugada, hecho que nos da una idea de cómo funciona India. Decido no dormir esa noche y paso toda la tarde en una de las cuevas de meditación, enfrascada en la oración. No soy una persona noctámbula, pero me apetece aprovechar las últimas horas que voy a pasar en el ashram. A menudo he trasnochado por algún motivo —hacer el amor, discutir, viajar en coche, bailar, llorar, angustiarme (y a veces todo ello junto durante una sola noche)—, pero nunca he dejado de dormir para dedicarme exclusivamente a rezar. ¿Qué tal si lo pruebo?
Hago la maleta y la dejo en la puerta del templo para tenerla a mano cuando llegue el taxi antes de amanecer. Entonces subo la cuesta, entro en la cueva de meditación y me siento. Estoy sola, pero me pongo frente a la enorme foto de Swamiji, el maestro de mi gurú y fundador de este ashram, el león difunto pero omnipresente. Cierro los ojos y espero a que acuda el mantra. Desciendo la escalera y accedo al centro de mi quietud. Al llegar, noto que el mundo se detiene, justo como yo quería detenerlo cuando tema 9 años y me aterraba el paso del tiempo. Se para el reloj de mi corazón y las páginas del calendario dejan de pasar. Me quedo ahí sentada, en silencio, asombrada de entender tantas cosas. No estoy rezando, sino que me he convertido en una oración.
Puedo pasarme la noche entera aquí.
De hecho, es lo que hago.
No sé cómo me doy cuenta de que ha llegado el momento de meterme en el taxi, pero tras varias horas de quietud noto una especie de codazo invisible, miro el reloj y veo que es exactamente la hora de irme. Me tengo que ir a Indonesia, nada menos. Qué increíble y extraño. Poniéndome en pie, me inclino ante la foto de Swamiji, ese mandamás temible y maravilloso. Después meto bajo la alfombra, justo debajo de su imagen, una hoja de papel. Son los dos poemas que he escrito durante los cuatro meses que he pasado en India. Es la primera vez que escribo poesía en mi vida. El fontanero de Nueva Zelanda me animó a intentarlo alguna vez. Por eso ha sucedido. Uno de los poemas lo escribí cuando llevaba sólo un mes aquí. El otro lo he escrito esta mañana.
En el tiempo que media entre ambos he descubierto lo que es estar en estado de gracia.