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Mejor dicho, aquí estoy. Estoy en Roma y metida en un buen lío. Las capullas de Depresión y Soledad han tomado mi vida al asalto y el último Zyntabac me lo tomé hace tres días. Tengo más pastillas en el último cajón de la cómoda, pero no las quiero. Lo que quiero es librarme de ellas para siempre. Pero tampoco quiero irme dando de bruces con Depresión o con Soledad, así que no sé qué hacer y me está entrando un ataque de pánico, como siempre me pasa cuando no sé qué hacer. Así que esta noche saco el cuaderno de notas más secreto de todos, que guardo junto a la cama para los casos de emergencia. Lo abro. Encuentro la primera página en blanco. Escribo:
«Necesito tu ayuda».
Entonces, me quedo esperando. Al cabo de un rato me llega la respuesta, escrita de mi propio puño y letra:
Aquí me tienes. ¿Qué puedo hacer por ti?
Y entonces empieza una conversación de lo más extraña y secreta. Aquí, en mi cuaderno más privado, es donde hablo conmigo misma. Hablo con esa voz que se me presentó aquella noche cuando, sentada en el suelo del cuarto de baño, recé a Dios por primera vez, rogándole llorosa que me ayudara y algo (o alguien) me dijo: «Vuélvete a la cama, Liz». En los años que han pasado desde entonces he vuelto a hallar esa voz siempre que he estado en una situación de código rojo y he descubierto que la mejor manera de comunicarme con ella es mediante una conversación escrita. Me ha sorprendido descubrir, además, que casi siempre tengo acceso a esa voz por muy tenebrosa que sea mi angustia. Incluso en mis momentos de máximo sufrimiento esa voz tranquila, compasiva, cariñosa e infinitamente sabia (que puede que sea yo o que no sea del todo yo) siempre está disponible para tener una conversación escrita, a cualquier hora del día o de la noche.
He decidido no comerme el tarro con eso de que hablar conmigo misma significa ser esquizofrénica. Puede que esa voz con la que hablo sea la de Dios, o la de mi gurú expresándose a través de mí, o puede que sea el ángel al que le ha tocado encargarse de mí, o mi Yo Supremo, o una construcción de mi subconsciente inventada para protegerme de mi tormento. Según Santa Teresa estas voces internas son divinas; ella las llamaba «locuciones», es decir, voces sobrenaturales que entran en la mente de manera espontánea, traducidas al idioma propio para ofrecernos su consuelo celestial. Lo que sí sé es lo que habría dicho Freud de estas consolaciones espirituales, claro está: que son irracionales y «poco convincentes. Sabemos, por experiencia, que el mundo no es un jardín de infancia». Estoy de acuerdo en que el mundo no es un jardín de infancia. Pero precisamente por lo complicada que es la vida a veces hay que saltarse las normas y pedir ayuda a los poderes supremos capacitados para aliviar nuestras penas.
Al inicio de mi experimento espiritual no confiaba del todo en esta sabia voz interna. Recuerdo una ocasión en que, dominada por la ira y la tristeza, saqué mi cuaderno secreto y garabateé un mensaje a mi voz interior —a mi divina fuente de consuelo— que ocupaba toda una página en letras mayúsculas:
«¡NO CREO EN TI, JODER!»
Al cabo de unos instantes, respirando entrecortadamente, noté que se me encendía una lucecita por dentro y me sorprendí al verme escribir esta respuesta serena, pero irónica:
¿Y con quién estás hablando, entonces?
Desde ese momento no he vuelto a poner en duda su existencia. Por eso esta noche acudo de nuevo a la voz. Es la primera vez que lo hago desde que llegué a Italia. Lo que escribo en mi cuaderno esta noche es que me siento débil y tengo mucho miedo. Cuento que han vuelto a aparecer Depresión y Soledad, y que me asusta que se queden para siempre. Digo que ya no quiero tomar más pastillas, pero me temo que tendré que hacerlo. Me aterra ser incapaz de controlar mi vida.
De lo más recóndito de mis entrañas surge esa presencia que ya conozco y me tranquiliza diciéndome lo que siempre he querido oír en los malos momentos. Esto es lo que escribo en la página de mi libreta:
Aquí estoy. Te quiero. Me da igual que te pases toda la noche llorando. Me quedaré contigo. Si tienes que volver a tomar pastillas, tómalas. Te seguiré queriendo aunque las tomes. Si no las necesitas, también te seguiré queriendo. Hagas lo que hagas, jamás perderás mi amor. Te protegeré hasta que te mueras y después de tu muerte te seguiré protegiendo. Soy más fuerte que Depresión y más valiente que Soledad y no hay nada que pueda acabar conmigo.
Esa noche, sorprendida ante la insólita ofrenda amistosa que me brota de dentro —es decir, que yo misma me echo una mano al ver que nadie más me ofrece consuelo—, me acuerdo de una cosa que me pasó en Nueva York. Una tarde en que iba con prisa entré en un edificio de oficinas y me metí en el ascensor a toda velocidad. Una vez dentro me llevé la sorpresa de ver mi propia imagen reflejada en un espejo de seguridad. En ese momento mi cerebro hizo algo extraño. Me envió este mensaje instantáneo: «¡Oye! ¡Si a ésa la conoces! ¡Es amiga tuya!». Y yo me acerqué sonriente a mi imagen reflejada, dispuesta a saludar a esa chica de cuyo nombre no me acordaba, pero cuya cara me sonaba muchísimo. Pero, claro, en cuestión de segundos me di cuenta de mi error y reí avergonzada de haber reaccionado casi como un perro al verme en un espejo. Curiosamente, esa noche de neura en Roma me acuerdo de aquello y acabo escribiendo esta reconfortante apostilla en la parte inferior de la página:
Nunca olvides que una vez, en el momento más inesperado, te viste a ti misma como una amiga.
Con el cuaderno abrazado al pecho me duermo, tranquila ante esa última ocurrencia. Al despertarme por la mañana, aún queda en el aire un leve atisbo del tabaco de Depresión, que ha desaparecido del mapa. En algún momento de la noche se ha levantado y se ha ido. Y su colega Soledad también se ha largado con viento fresco.