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Pero moverse por Bali es bastante fácil. No es como estar tirada en mitad de Sudán sin tener ni puñetera idea de qué va el tema. Esto es una isla algo más grande que Mallorca y también una de las más turísticas del mundo. Todo está organizado para que los occidentales usemos nuestras tarjetas de crédito y podamos desplazarnos sin problemas. Casi todos los balineses hablan inglés y son muy simpáticos. (Al enterarme, siento una mezcla de alivio y remordimientos. Tengo las sinapsis cerebrales tan sobrecargadas de haberme pasado los últimos meses estudiando italiano y sánscrito antiguo que ni me planteo la posibilidad de aprender indonesio, por no hablar del balinés, un idioma más raro que el lenguaje marciano). Hay que reconocer que estar aquí no se hace muy cuesta arriba. Prácticamente cualquiera puede cambiar dinero en el aeropuerto y encontrar un taxista amable que sepa de algún hotel bonito. Y como el turismo se fue al garete con el atentado terrorista que hubo aquí hace dos años (pocas semanas después de mi primera visita), moverse por la isla es aún más fácil; todos están deseando ayudarte, deseando buscarse un trabajito.

Así que voy en taxi a la ciudad de Ubud, que parece un buen punto de partida. Doy con un hotel pequeño y agradable en la carretera del Bosque de los Monos (nombre que me encanta). El hotel tiene una piscina de agua dulce y un jardín abarrotado de árboles tropicales y flores del tamaño de un balón (cuidadas por un equipo perfectamente organizado de colibríes y mariposas). Como el personal es balinés, te agasajan y piropean en cuanto entras por la puerta. Mi habitación da al frondoso jardín y el desayuno incluido en el precio consiste en toneladas de fruta tropical totalmente fresca. Vamos, que es uno de los sitios más agradables donde he estado nunca y me está costando menos de diez dólares al día. Me alegro de haber vuelto a esta isla.

Ubud está en el centro de Bali en lo alto de unos montes salpicados de arrozales, templos hindúes, briosos ríos que bañan los bancales de la selva y volcanes que comban el horizonte. Esta ciudad es el foco cultural de la isla, el centro del arte balinés tradicional, con sus célebres esculturas talladas, danzas y ritos religiosos. No está cerca de las playas, así que los turistas que vienen a Ubud son gente mejor informada y con más criterio; prefieren ver una ceremonia tradicional en un templo antes que beber piña colada en un chiringuito. Independientemente de cómo acabe lo de la profecía del curandero, éste podría ser un lugar maravilloso para pasar una temporada. La ciudad es una especie de versión liliputiense de Santa Fe, pero en el océano Pacífico y poblada de monos y familias vestidas con el atuendo balinés tradicional. Hay buenos restaurantes y unas librerías pequeñas, pero estupendas. Podría pasarme los cuatro meses en Ubud haciendo lo que las estadounidenses divorciadas de buena familia han hecho desde que se inventaron los clubes YMCA, es decir, apuntarse a un curso detrás de otro: batik, instrumentos rítmicos, bisutería, cerámica, danza indonesia tradicional, cocina… Enfrente del hotel hay un cartel que anuncia «La Tienda de la Meditación», un pequeño local que anuncia sesiones públicas de meditación todas las tardes de seis a siete. «Que reine la paz en la Tierra», ruega el cartel. Eso digo yo.

Cuando termino de deshacer la maleta, me queda toda la tarde por delante, así que decido darme un paseo para volver a orientarme por esta ciudad que llevo dos años sin ver. Y después me plantearé qué hago para encontrar al curandero. Supongo que será una tarea difícil, que puede llevarme días o semanas. No tengo claro por dónde empezar, así que me paso por la recepción y pido a Mario si puede ayudarme.

Mario es uno de los tíos que trabajan en el hotel. Me ha caído bien desde el primer momento, porque me sorprende su nombre. Este viaje lo empecé en un país lleno de Marios, pero ninguno de ellos era un balinés pequeño, musculoso y dinámico, con un sarong de seda y una flor detrás de la oreja. No me queda más remedio que preguntarle:

—¿De verdad te llamas Mario? No suena muy indonesio que digamos.

—No es mi nombre de verdad —me dijo—. Me llamo Nyoman.

Ah. Ya decía yo. En realidad tenía un 25 por ciento de posibilidades de averiguar el verdadero nombre de Mario. Esto es desviarse un poco del tema, pero la mayoría de los balineses barajan sólo cuatro nombres a la hora de bautizar a sus hijos, independientemente de que sean niños o niñas. Los nombres son Wayan («guaian»), Made («madei»), Nyoman («nioman») y Ketut. La traducción de estos nombres significa Primero, Segundo, Tercero y Cuarto, y hacen referencia al orden en que se nace. En caso de tener un quinto hijo el ciclo se repite desde el principio, pero al niño se le alarga el nombre, que se convierte en algo tipo: «Wayan del Segundo Poder». Y así sucesivamente. Si se trata de gemelos, se los bautiza en el orden en que nacen. Como en Bali sólo hay esos cuatro nombres primordiales (las élites tienen un repertorio más selecto), es perfectamente posible (y, de hecho, muy común), que dos Wayan se casen. Y su primer hijo se llamaría… Wayan obviamente.

Esto nos da una idea de la importancia que tiene en Bali la familia y el lugar que se ocupa en esa familia. Este sistema puede parecer complicado, pero los balineses parecen arreglarse con él. Como es lógico, no les queda más remedio que usar motes. Por ejemplo, una de las empresarias más conocidas de Ubud es una señora llamada Wayan, que tiene un restaurante muy popular, el Café Wayan. A esta mujer se la conoce por el mote de «Wayan Café», que significa «La Wayan dueña del Café Wayan». También se usan motes como «Made la Gorda», «Nyoman-el-del-al-quiler-de-coches» o «Ketut-el-tonto-que-quemó-la-casa-de-su-tío». Mi amigo el de la recepción del hotel ha solucionado el problema poniéndose el nombre de Mario.

—¿Por qué has elegido Mario?

—Porque me gustan todas las cosas de Italia —me dice en su inglés balinés.

Cuando le cuento que, hace poco, he pasado cuatro meses en Italia, le parece tan sorprendente y maravilloso que sale de detrás del mostrador y me dice:

—Ven, siéntate. A hablar.

Y así es como nos hacemos amigos. Por eso esta tarde, cuando salgo a buscar al curandero, decido preguntar a mi nuevo amigo Mario si no conocerá por casualidad a un hombre llamado Ketut Liyer.

Pensativo, Mario frunce el ceño.

Estoy convencida de que me va a decir algo así como: «¡Ah, sí! ¡Ketut Liyer! Viejo curandero que murió la semana pasada… Triste perder a un curandero tan venerable…».

En lugar de eso me pide que repita el nombre y esta vez lo escribo, pensando que lo he pronunciado mal. Efectivamente, a Mario se le ilumina la cara.

—¡Ketut Liyer! —exclama.

Pero sigo convencida de que va a decir algo como: «¡Ah, sí! ¡Ketut Liyer! ¡Un demente! Detenido la semana pasada por loco…».

En lugar de eso me dice:

—Ketut Liyer es un famoso curandero.

—¡Sí! ¡Ése es!

—Yo conozco. Voy a su casa. Semana pasada llevo a mi prima, porque su bebé llora toda la noche. Ketut Liyer arregla eso. Un día llevo chica americana como tú a casa de Ketut Liyer. Ella quiere magia para ser bonita con los hombres. Ketut Liyer hace un dibujo mágico para ayudar a su belleza. Yo, después, hago bromas. Todos los días le digo: «¡Dibujo funciona! ¡Mira guapa que eres! ¡Dibujo funciona!».

Recordando la imagen que me dibujó Ketut Liyer hace unos años, le cuento a Mario que el curandero también me hizo un dibujo a mí.

Mario suelta una carcajada.

—¡Dibujo funciona también para ti! —exclama.

—Mi dibujo era para encontrar a Dios —le explico.

—¿No quieres ser más bonita con los hombres? —me pregunta, lógicamente desconcertado.

—Oye, Mario —le digo—. ¿No me puedes llevar a ver a Ketut Liyer un día de éstos? Tendrás algún rato libre, ¿verdad?

—Ahora no —me responde.

Y ya me estaba poniendo triste cuando dice:

—Pero ¿en cinco minutos?

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