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En Bali tengo tanto tiempo libre que casi me parece ridículo. Lo único que tengo que hacer es ir a ver a Ketut Liyer y pasar con él un par de horas por la tarde, cosa que apenas parece una obligación. El resto del día lo dedico a una serie de actividades totalmente relajadas. Todos los días medito durante una hora usando el yoga que me ha enseñado mi gurú y por la tarde uso la técnica que me ha enseñado Ketut («sonrisa en la cara, sonrisa en la mente»). Entremedias, doy paseos y monto en bici y hablo con la gente y salgo a comer algo. He dado con una biblioteca pequeña y tranquila, me he sacado el carné y ahora dedico porciones grandes y apetitosas de mi vida a leer en el jardín. Después de lo intensa que ha sido mi vida en el ashram, después de esa historia tan decadente de pasearme por toda Italia comiéndome todo lo que veía, éste es un episodio de mi vida radicalmente nuevo y distinto. Tengo tanto tiempo libre que podría medirlo en toneladas métricas.

Siempre que salgo del hotel, Mario y sus compañeros de la recepción me preguntan adónde voy y siempre que vuelvo me preguntan dónde he estado. Estoy segura de que en el cajón de la mesa tienen unos mapas diminutos con señales que indican dónde están todos en un momento dado para asegurarse de que la colmena siempre esté cuidada.

Por la noche subo al monte en bicicleta y recorro los bancales de arroz que hay al norte de Ubud, un magnífico espectáculo en tonos verdes. Veo las nubes rosas reflejadas en el agua embalsada de los arrozales y es como si hubiera dos cielos, uno arriba para los dioses y otro abajo, lleno de barro, para los mortales. El otro día subí al santuario de las garzas, donde vi un cartel poco entusiasta («Vale, aquí puedes ver garzas»), pero no vi ninguna. Sólo había patos, así que me quedé un rato mirándolos y pedaleé hasta el siguiente pueblo. Por el camino me crucé con hombres, mujeres, gallinas y perros que, cada uno a su manera, estaban ocupados en lo suyo, pero ninguno tanto como para no poder detenerse a saludarme.

Hace un par de noches, en lo alto de un hermoso bosque vi un cartel: «Se alquila casa de artista con cocina». Como el universo es generoso, a los pocos días me veo viviendo ahí. Mario me ayuda a hacer la mudanza y todos sus amigos del hotel me despiden entre lágrimas.

Mi casa nueva está en una carretera tranquila y rodeada de arrozales por todas partes. Es una especie de chalé con paredes cubiertas de hiedra. La dueña es una inglesa que va a pasar el verano en Londres, así que me instalo en su casa, sustituyéndola en este lugar milagroso. Hay una cocina de color rojo chillón, un lago lleno de peces, una terraza de mármol, una ducha exterior alicatada de azulejos brillantes; mientras me lavo el pelo, veo las garzas anidadas en las palmeras. Hay un jardín verdaderamente encantador con una miríada de senderos secretos. La casa viene con jardinero, así que yo puedo dedicarme a mirar las flores. No sé cómo se llama ninguna de estas extraordinarias flores tropicales, así que les pongo nombres inventados. ¿Y por qué no? Es mi jardín del Edén, ¿no? En poco tiempo les pongo motes nuevos a todas las plantas: árbol narciso, palmera-repollo, hierbajo elegantón, espiral presumida, flor de puntillas, hiedra melancólica y una orquídea rosa espectacular que he bautizado como «Mano de bebé». Cuesta creer la magnitud innecesaria y superflua de belleza en estado puro que hay en este sitio. Si saco el brazo por la ventana de mi cuarto, alcanzo las papayas y los plátanos de los árboles del jardín. Aquí vive un gato que es cariñosísimo conmigo media hora antes de que le alimente y luego se pasa el día aullando histéricamente, como si estuviera reviviendo la guerra de Vietnam. Curiosamente, no me molesta. Últimamente, no hay nada que me moleste. Me cuesta imaginar o recordar algún momento triste.

El universo sonoro también es espectacular en este sitio. Por las noches hay un coro de grillos con un grupo de ranas a cargo de los graves. En plena noche los perros gimotean porque nadie los entiende. Antes de amanecer todos los gallos que hay en muchos kilómetros a la redonda nos cuentan cuánto mola ser gallo. («¡Somos gallos!», chillan. «¡Somos los únicos que tenemos la suerte de ser gallos!»). Todas las mañanas, al amanecer, hay un concurso de canto de aves tropicales y siempre quedan empatados los diez primeros participantes. Cuando sale el sol, las cosas se tranquilizan un poco y las mariposas se ponen a trabajar. La casa está tan cubierta de hiedra que no sería extraño que un día desapareciera bajo las hojas y yo acabara convertida en una flor de la selva. Lo que pago de alquiler es menos de lo que me gastaba en taxis al mes en Nueva York.

La palabra paraíso, por cierto, que viene del persa, significa literalmente «jardín amurallado».

Come, reza, ama
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