100
Pero los efectos de tanta juerga y diversión aparecen al cabo de unas semanas. Después de tantas noches sin dormir y tantos días haciendo el amor mi cuerpo se desquita con una siniestra infección de vejiga. Parece ser que es la típica enfermedad de las personas muy sexuales, sobre todo cuando llevan tiempo sin practicar el deporte sexual. A mí se me manifiesta con la rapidez de toda tragedia. Una mañana estoy en la ciudad haciendo unos recados cuando, de repente, caigo al suelo doblada por la fiebre y el dolor. He tenido infecciones como ésta cuando era una joven casquivana, así que sé de qué va el tema. Al principio me entra el pánico —estas cosas pueden ser horribles—, pero luego pienso: «Menos mal que la mejor amiga que tengo en Bali es una doctora». Y me voy corriendo a la tienda de Wayan.
—¡Estoy enferma! —exclamo.
Wayan me mira por encima y me dice:
—Estás enferma de mucho sexo, Liz.
Suelto un gruñido y me tapo la cara con las manos avergonzada.
—Con Wayan no puedes tener secretos —me dice riéndose.
Me dolía muchísimo. Quien haya tenido una infección como ésta sabe lo horrible que es. A quien no haya experimentado este dolor concreto puede valerle una metáfora siniestra que incluya el término «hierro candente» en algún momento.
Wayan, como los bomberos veteranos y los cirujanos de urgencias, nunca se apresura en su trabajo. Tranquila, metódicamente, corta unas hierbas con un cuchillo, pone a hervir unas raíces, sale y entra de la cocina trayéndome unos oscuros brebajes que saben asquerosos, diciéndome: «Bebe, cielo».
Mientras hierve el siguiente potingue, se sienta delante de mí, mirándome con gesto taimado y viciosillo, aprovechando la oportunidad para cotillear.
—¿Seguro que no estás embarazada, Liz?
—Es imposible, Wayan. Felipe se ha hecho una vasectomía.
—¿Felipe se ha hecho una vasectomía? —pregunta asombrada.
Está igual de atónita que si hubiera dicho «¿Felipe se ha hecho una casa en Lombardía?». (A mí me parece igual de maravilloso, la verdad).
—En Bali muy difícil que el hombre hace esto. Siempre es problema de la mujer.
(Lo cierto es que la tasa de natalidad ha bajado mucho en Bali gracias a un programa de control de natalidad incentivado: el Gobierno ofrece una moto nueva a todos los hombres que se hagan la vasectomía voluntariamente aunque los pobres tengan que volver a casa en moto el mismo día recién operados).
—El sexo tiene gracia —murmura Wayan, viéndome hacer un gesto de dolor al tomarme su pócima casera.
—Sí, Wayan, gracias. El sexo es tronchante.
—De verdad. El sexo tiene gracia —insiste—. Pone a la gente un poco loca. Al principio del amor todos como tú. Todos quieren mucha felicidad, mucho placer, hasta que ponen enfermos. Hasta a Wayan le pasa al principio de una historia de amor. Todos pierden el equilibrio.
—Estoy avergonzada —le confieso.
—No estés —me dice, añadiendo en un inglés perfecto (y con una perfecta sensatez balinesa)—: Perder el equilibrio por el amor a veces es parte de una vida equilibrada.
Decido llamar a Felipe. Tengo unos antibióticos en casa en un botiquín de emergencia que siempre llevo en los viajes. Como ya he tenido infecciones parecidas, sé que pueden ser graves y llegar a los riñones. Y no quiero pasar por una cosa así estando en Indonesia. Así que lo llamo, le cuento lo que me ha pasado (se queda horrorizado) y le pido que me traiga las pastillas. No es que no me fíe de la capacidad médica de Wayan, pero me duele una barbaridad.
—No necesitas medicinas occidentales —me dice ella.
—Algo me harán —le contesto—. Es por si acaso…
—Espera dos horas —me pide—. Si yo no te curo, entonces tomas tus pastillas.
Poco convencida, acepto. Por experiencia sé que estas infecciones tardan días en curarse, hasta con antibióticos fuertes. Pero no quiero ofenderla.
Tutti, que está jugando en la tienda, me trae sus dibujos de casas para animarme, dándome palmaditas en la mano con toda la comprensión de sus 8 años.
—¿Mamá Elizabeth enferma? —pregunta.
Me consuela pensar que no sabe lo que he hecho para estar enferma.
—¿Ya te has comprado la casa, Wayan? —le pregunto.
—No todavía, cielo. No hay prisa.
—¿Qué me dices de ese sitio que te gustaba tanto? ¿No te lo querías comprar?
—No está en venta. Muy caro.
—¿Tienes pensado algún otro sitio?
—No piensas en eso ahora, Liz. Ahora déjame curarte rápidamente.
Felipe llega con mis medicinas y, atormentado por los remordimientos, nos pide perdón a mí y a Wayan por haberme hecho sufrir tanto, pues se considera totalmente culpable, según parece.
—No es serio —le confirma Wayan—. No preocuparse. La curo rápido. Pronto se pone mejor.
Entonces se mete en la cocina y trae un cuenco de cristal enorme lleno de hojas, raíces, frutos, una especia que me recuerda a la cúrcuma, una maraña de algo que parece pelo de bruja y un ojo que puede ser de un tritón… todo ello flotando en un líquido marrón. En el cuenco habrá unos cuatro litros de mejunje, sea lo que sea. Y apesta como un cadáver.
—Bebe, cielo —me pide Wayan—. Bebe todo.
Me lo trago entero, con lo asqueroso que está. Y en menos de dos horas… Bueno, ya sabemos todos cómo acaba esta historia. En menos de dos horas me encuentro perfectamente. Estoy curada. Una infección que hubiera tardado dos días en curarse con antibióticos occidentales ha desaparecido sin dejar ni rastro. Quiero pagarle por haberme curado, pero se echa a reír.
—Mi hermana no me paga —sentencia.
Luego se vuelve hacia Felipe y le dice, como regañándole:
—Ahora ten cuidado con ella. Hoy sólo dormir, no tocar.
—¿No te da vergüenza curar a la gente de este tipo de cosas, problemas sexuales? —pregunto a Wayan.
—Liz, soy curandera. Soluciono todo tipo de problemas, vaginas de mujer, bananas de hombre. A veces hago pene falso para las mujeres. Para tener sexo solas.
—¿Consoladores? —pregunto atónita.
—No todas tienen un novio brasileño, Liz —me advierte, diciéndole alegremente a Felipe—: Si alguna vez necesitas poner dura tu banana, puedo darte una medicina.
Aseguro a Wayan que Felipe no necesita ni pizca de ayuda con su banana, pero me interrumpe —con su mentalidad empresarial— para preguntar a Wayan si esta terapia para poner duras las bananas podría embotellarse y comercializarse.
—Podemos ganar una fortuna —afirma.
Pero Wayan le explica que la cosa no funciona así. Sus medicinas deben tomarse recién preparadas para que funcionen. Y deben ir acompañadas de sus oraciones. Pero la medicina interna no es la única técnica que usa Wayan para endurecer la banana de un hombre. Nos explica que también puede hacerlo con un masaje. Entonces nos deja pasmados al describir los distintos tipos de masaje que aplica para solucionar el problema de la banana impotente. Parece ser que agarra el miembro por la base y se pasa como una hora meneándolo para mejorar la circulación mientras reza unas oraciones especiales.
—Pero, Wayan —digo yo—, más de uno vendrá todos los días, diciendo: «¡Aún no curado, doctora! ¡Necesito otro masaje de banana!».
Ella me ríe la gracia y admite que, efectivamente, tiene que procurar no dedicar demasiado tiempo a curar las bananas de los hombres porque le produce sentimientos tan… fuertes… que no cree que la energía sea muy beneficiosa. Y a veces es cierto que los hombres se le desmadran. (Como le pasaría a cualquiera que lleve años siendo impotente y recupere la virilidad a manos de esta belleza de piel caoba y de reluciente pelo negro). Nos cuenta la historia de un hombre que vino a curarse de impotencia y la perseguía por toda la habitación, gritando: «¡Necesito Wayan! ¡Necesito Wayan!».
Pero la doctora también hace otras cosas. Según nos cuenta, a menudo le piden que dé clases de sexo a parejas que tienen problemas de impotencia o frigidez, o que son incapaces de tener un hijo. Ella les hace dibujos mágicos en las sábanas y les explica cuáles son las posturas sexuales apropiadas, dependiendo del día del mes. Dice que, si un hombre realmente quiere tener un niño, debe tener un coito «muy, muy fuerte» con su mujer y echarle «el agua de su banana en la vagina muy, muy deprisa». A veces Wayan tiene que estar en la habitación mientras la pareja copula para explicarles claramente el tema de la fuerza y la velocidad.
—¿Y el hombre consigue echar el agua de su banana tan fuerte y tan deprisa como se le pide, con la doctora Wayan ahí delante, viéndolo todo? —le pregunto yo.
Felipe imita a Wayan vigilando a la pareja:
—¡Más rápido! ¡Más fuerte! ¿De verdad queréis tener un hijo o no?
Wayan dice que sabe que es una locura, pero que en eso consiste el trabajo de una curandera. Pero admite que, después de hacerlo, tiene que hacer muchísimas ceremonias de purificación para mantener intacta su alma sagrada y no le gusta hacerlo muy a menudo, porque le deja una sensación «rara». Pero si una pareja no consigue concebir, siempre acude en su ayuda.
—¿Y todas estas parejas tienen hijos ahora? —le pregunto.
—¡Todas! —me confirma con orgullo—. Claro.
Y entonces Wayan nos confía algo muy interesante. Dice que, si una pareja no ha conseguido tener un hijo, examina tanto al hombre como a la mujer para saber quién tiene la culpa, como se suele decir. Si es la mujer, no hay problema, porque se la puede curar con unas técnicas antiquísimas que ella conoce. Pero si es el hombre, se plantea una situación delicada, dado que Bali es un patriarcado. Las soluciones médicas que puede aplicar Wayan son más limitadas, porque informar a un hombre de que es estéril no es tan sencillo. Un hombre es un hombre, y sanseacabó. Si la mujer no se queda embarazada, la culpa la tiene ella. Y si tarda mucho en dar un hijo a su marido, la cosa puede acabar mal. El abanico de represalias incluye el azotamiento, la humillación pública y el divorcio.
—¿Y qué haces en una situación como ésa? —pregunto asombrada de que una mujer que llama al semen «agua de banana» sea capaz de diagnosticar la infertilidad masculina.
Wayan nos lo cuenta todo. Lo que hace en un caso de esterilidad masculina es informar al hombre de que su mujer no es fértil y debe acudir todas las tardes a unas «curas». Cuando la mujer llega sola a la tienda, Wayan trae a un semental del pueblo para que se encargue del asunto con la esperanza de que la deje embarazada.
—¡Wayan! ¡No! —exclama Felipe atónito.
Pero ella asiente tranquilamente.
—Sí. Es la única solución. Si la mujer está sana, tiene un niño. Y todos contentos.
Como Felipe conoce bien la ciudad, quiere saber los detalles del asunto.
—¿Quiénes son? ¿A qué hombres traes para hacer el trabajo?
—A los cocheros —confirma ella.
Y a todos nos da la risa porque Ubud está lleno de chicos jóvenes, los llamados «cocheros», que están en todas las esquinas hostigando a los turistas con su agotadora cantinela: «¿Transporte? ¿Transporte?», para ver si se sacan unos cuartos llevando a la gente a ver los volcanes, las playas o los templos. En general, son bastante guapos, con su piel a lo Gauguin, sus cuerpos tersos y su atractivo pelo largo. En Estados Unidos se podría sacar un dineral montando una «clínica de fertilidad» para mujeres atendida por chicos como éstos. Wayan dice que lo mejor de su tratamiento de fecundidad es que los cocheros no suelen pedir dinero por su servicio de transporte sexual, sobre todo si la mujer es guapa. Felipe y yo estamos los dos de acuerdo en que es un detalle bastante generoso y altruista por su parte. A los nueve meses nace un hermoso niño. Y todos contentos. Lo mejor de todo: «no tener que anular matrimonio». Todos sabemos lo horrible que es anular un matrimonio, sobre todo en Bali.
—Por Dios, qué imbéciles somos los hombres —dice Felipe.
Pero Wayan no tiene remordimientos. Este tratamiento se justifica porque, si se le comunica a un hombre que es estéril, es muy probable que vaya a casa y le haga algo horrible a su mujer. Si los hombres balineses no fueran así, les podría curar la esterilidad de otra manera. Pero así es la realidad cultural del país y punto. No tiene ni un ápice de mala conciencia; simplemente se considera una curandera creativa. Además, añade, para muchas de estas mujeres es una suerte poder tener sexo con uno de los cocheros jóvenes, porque la mayoría de los maridos balineses no saben hacerle el amor a una mujer, la verdad.
—Los maridos de aquí son como gallos, como cabras.
—Podrías dar clases de educación sexual, Wayan. Podrías enseñar a los hombres a tocar a las mujeres con más suavidad para que el sexo les resultara más agradable. Porque, si un hombre te toca suavemente, te acaricia la piel, te dice cosas bonitas, te besa por todo el cuerpo, se toma su tiempo…, el sexo es maravilloso.
Y al oírme, Wayan se sonroja. Wayan Nuriyashi —la masajista de bananas, sanadora de vaginas infectadas, vendedora de consoladores y alcahueta de medio pelo— va y se pone roja.
—Cuando me dices esas cosas, me pongo rara —dice, abanicándose—. Hablar así me hace estar… diferente. ¡Hasta entre las piernas me siento diferente! Ahora os vais los dos a vuestra casa. Ya no hablamos más de sexo de esta manera. Os vais a casa y a la cama, pero sólo a dormir, ¿vale? ¡Sólo DORMIR!