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Por cierto, ya sé cuál es mi palabra.
La he descubierto en la biblioteca, por supuesto, como lectora impenitente que soy. Le había dado vueltas al tema desde aquella tarde en que mi amigo italiano Giulio me dijo que la palabra de Roma es sexo y me preguntó cuál era la mía. Entonces no supe darle una respuesta, pero pensé que acabaría topándome con ella y que la reconocería en cuanto la viera.
La vi durante la última semana que iba a pasar en el ashram. Estaba leyendo un texto de yoga clásico que describía a los estudiantes místicos de la Antigüedad. En el párrafo había una antigua palabra clásica: antevasin, que significa «persona que vive al límite». En principio se trataba de una descripción literal. Hacía referencia a una persona que había abandonado el mundanal ruido y vivía al límite del bosque donde moraban los maestros espirituales. El antevasin ya no era un aldeano más, pues no tenía casa ni llevaba una vida convencional. Pero tampoco era uno de esos sabios trascendentes que viven en las profundidades del bosque, sintiéndose plenamente realizados. Estaba en medio. Era una persona que vivía en la frontera. Veía dos mundos distintos, pero tenía la mirada puesta en lo desconocido. Y era un individuo erudito.
Al leer esta descripción del antevasin, me reconocí inmediatamente y di un pequeño ladrido de emoción. ¡Ésa es tu palabra, nena! Hoy en día, por supuesto, esa imagen de un bosque inexplorado sería simbólica, y la frontera también. Pero aún se puede vivir ahí. Se puede vivir en la resplandeciente línea entre la mentalidad de antes y la de ahora, con un constante afán de aprender. En un sentido figurativo es una frontera en constante movimiento. Al avanzar en nuestros estudios y descubrimientos, siempre vamos en pos del misterioso bosque de lo desconocido, así que debemos viajar ligeros de equipaje para poder seguirlo. Debemos mantenernos en forma, ágiles y flexibles. Escurridizos, incluso. Y esto lo digo porque el día anterior se había ido del ashram mi amigo el poeta/fontanero de Nueva Zelanda y, ya en la puerta, se despidió con una amable poesía sobre mi viaje. Esta estrofa se me había quedado grabada:
Elizabeth, el derecho y el revés.
La frase italiana y el sueño balinés.
Elizabeth, el derecho y el revés.
Y a veces, escurridiza como un pez…
Estos últimos años he dedicado mucho tiempo a pensar en lo que se supone que soy. ¿Mujer? ¿Madre? ¿Amante? ¿Célibe? ¿Italiana? ¿Glotona? ¿Viajera? ¿Artista? ¿Yogui? La verdad es que no soy ninguna de estas cosas. Al menos, no del todo. Y, desde luego, no soy «tía Liz, la Loca». Lo que soy es una escurridiza antevasin —el derecho y el revés—, una estudiante siempre al límite del maravilloso y terrorífico bosque de lo desconocido.