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Como era de suponer, esa noche no dormimos nada. Y entonces, por ridículo que parezca, me tengo que ir. Me tengo que ir a mi casa como una tonta, porque he quedado con mi amigo Yudhi. Hace mucho que hemos organizado pasar una semana recorriendo Bali en coche. La idea se nos ocurrió una noche en mi casa, cuando Yudhi me contó que, aparte de su mujer y de Manhattan, lo que más echa de menos de Estados Unidos es los viajes por carretera, eso de meterse en un coche con unos amigos y marcharse al buen tuntún a hacer kilómetros por todas esas autovías estatales tan maravillosas. Al oírle, le dije:

—Venga, pues vamos a hacer un viaje en coche por Bali, estilo americano.

Esto nos hizo muchísima gracia a los dos, porque es imposible hacer un viaje tipo americano por Bali. Para empezar, es una isla pequeña donde no hay grandes distancias. Y las «autovías» son surrealistas, tremendamente peligrosas debido a la tupida presencia de la versión balinesa del monovolumen estadounidense. Es decir, una pequeña motocicleta en la que van cinco personas: el padre conduce con una mano, llevando a su hijo recién nacido en la otra (como un balón de fútbol); la madre va sentada detrás a lo amazona, envuelta en un ajustado sarong y con un cesto encima de la cabeza, pidiendo a sus hijos gemelos que procuren no caerse de la moto, que probablemente va a toda castaña en sentido contrario y sin luces. Casi nadie se pone casco, sino que suelen llevarlos —cosa que jamás comprenderé— en la mano. Si nos imaginamos varias hordas de estas motocicletas cargadas de gente, cruzándose unas con otras a una velocidad temeraria, esquivándose como una especie de atracción de feria acelerada, ya sabemos cómo son las autopistas balinesas. Lo que me extraña es que los balineses no se hayan matado todos en un accidente de coche.

Aun así, Yudhi y yo decidimos hacer el viaje de marras, tomarnos una semana libre, alquilar un coche y recorrernos esta isla diminuta como si estuviéramos en Estados Unidos y fuésemos dos trotamundos. La idea me encantó cuando se nos ocurrió hace un mes, pero ahora mismo —estoy en la cama con Felipe, que me está besando los dedos, los brazos y los hombros— no me hace tanta ilusión. Pero me tengo que ir. Además, en parte quiero irme. No sólo me apetece pasar una semana con mi amigo Yudhi, sino que quiero descansar después de mi gran noche con Felipe para asimilar que, como dicen en las novelas, tengo un amante.

Así que Felipe me deja en mi casa, me da un último beso apasionado y tengo el tiempo justo de ducharme y vestirme cuando aparece Yudhi con nuestro coche alquilado. En cuanto me echa la vista encima, me dice:

—Tío, ¿a qué hora llegaste anoche?

—Tío, no he dormido en casa —le respondo.

—Tíooooooo —suelta con una carcajada.

Seguro que recuerda la conversación que tuvimos hace dos semanas, cuando le dije que quizá no volviera a tener una relación sexual en mi vida, nunca jamás.

—Has caído, ¿eh? —me pregunta.

—Yudhi —le contesto—, déjame que te cuente una historia. El verano pasado, justo antes de marcharme de Estados Unidos, fui a ver a mis abuelos, que viven al norte del estado de Nueva York. La mujer de mi abuelo —su segunda mujer— es una señora muy simpática que se llama Gale, que ya tiene ochenta y pico años. Cuando fui a verlos, Gale sacó un álbum de fotos antiguas y me enseñó una suya de 1930, o por ahí, cuando tenía 18 años y se fue a pasar un año en Europa con sus dos mejores amigas y una institutriz. Iba pasando las páginas del álbum, enseñándome unas fotos estupendas de Italia en blanco y negro, hasta que de repente llegamos a una en la que sale un guaperas italiano en Venecia. «Gale, ¿quién es este tío bueno?», le pregunté. Y me dice: «El hijo de los dueños del hotel donde estuvimos en Venecia. Era mi novio». «¿Tu novio?», le pregunto, atónita. Y la dulce mujercita de mi abuelo me mira con cara de pillina y con una mirada tipo Bette Davis me suelta: «Me harté de ver iglesias, Liz».

—Mola, tío —me dice Yudhi, levantando la palma de la mano para chocarla con la mía.

Y entonces empezamos nuestro falso viaje americano por Bali, este músico genial tan cool, este indonesio exilado con el que cargo el maletero del coche de guitarras, cervezas y el equivalente balinés de los snacks estadounidenses: galletas de arroz frito y unos caramelos típicos de aquí, que están malísimos, y yo. Los detalles de nuestro viaje los tengo un poco confusos, porque iba distraída pensando en Felipe y por esa calidad brumosa que tiene todo viaje por carretera en cualquier país del mundo. Lo que sí recuerdo es que Yudhi y yo vamos hablando inglés americano todo el tiempo, un idioma que llevo mucho tiempo sin hablar. Durante este año he hablado mucho inglés británico, eso sí, pero no inglés americano, y mucho menos el americano tipo hip-hop que le gusta hablar a Yudhi. Así que nos dejamos llevar, convertidos de golpe en dos quinceañeros adictos a MTV, vacilándonos como dos macarras de Hoboken, llamándonos tío y colega y a veces —con mucho cariño— homo. Una gran parte de nuestra conversación consiste en insultar cariñosamente a nuestras madres.

—Tío, ¿dónde has metido el mapa?

—¿Qué tal si le preguntas a tu madre dónde he metido el mapa?

—Se lo preguntaría, tío, pero está demasiado gorda.

Y tal y cual.

Ni siquiera llegamos al interior de Bali; sólo vamos por la costa. Nos pasamos una semana entera viendo playas, playas y más playas. A veces alquilamos un barquito de pesca y nos acercamos a una isla para variar un poco. En Bali hay muchísimos tipos de isla distintos. Un día nos tumbamos en la glamourosa arena blanca de Kuta —que se parece al sur de California— y luego subimos por la rocosa costa occidental, oscura y algo siniestra, pero hermosa a su manera. Después cruzamos esa línea divisoria que los turistas no se atreven a rebasar y llegamos a las salvajes playas del norte, donde sólo hay surferos (y bastante locos, la verdad). Nos sentamos en la playa a ver lo peligrosas que son las olas y a mirar a los valientes indonesios y occidentales —huesudos, morenos y blancos— deslizarse por el agua como cremalleras que abren un vestido azul océano por la espalda. Al ver a los surferos salir arrastrados por encima del coral y las rocas, dándose la vuelta para no perderse la siguiente ola, gritamos boquiabiertos:

—¡Tío, está gente está mal de la olla!

Logramos nuestro propósito, que es olvidarnos durante unas horas de que estamos en Indonesia (como quiere Yudhi), mientras vamos por ahí en nuestro coche alquilado, comiendo comida basura, cantando canciones americanas y comiendo pizza siempre que podemos. Cuando nos supera lo balinés del entorno, hacemos que no nos damos cuenta y seguimos jugando a estar en Estados Unidos.

—¿Cuál es el mejor camino para rodear este volcán? —pregunto yo, por ejemplo.

—Deberíamos ir por la I-95 —me dice Yudhi.

—Pues vamos a pasar por Boston en plena hora punta —le contesto.

Es un juego, pero funciona más o menos.

A veces nos encontramos con un buen trecho de mar azul y nos pasamos el día entero nadando, dándonos permiso uno al otro para empezar a beber cerveza a las diez de la mañana: «Tío, es beneficioso para la salud». Nos hacemos amigos de toda la gente con la que nos encontramos. Yudhi es ese tipo de tío que si va andando por la playa y se encuentra con un hombre construyendo un barco, se para y le dice: «¡Venga ya! ¿Estás haciendo un barco?». Y tiene una curiosidad tan sincera que normalmente el señor del barco nos acaba invitando a pasar un año en su casa.

Al caer el sol nos pasan cosas raras. Nos topamos con esotéricos rituales religiosos en templos que aparecen en mitad de la nada y nos quedamos hipnotizados con el coro de voces y tambores de la música gamelan balinesa. Llegamos a un pequeño pueblo costero cuyos habitantes están todos reunidos en una calle oscura para celebrar un cumpleaños local; a Yudhi y a mí nos sacan al frente (agasajándonos por ser forasteros) y nos invitan a bailar con la chica más guapa del pueblo. (Va cubierta de oro y joyas, perfumada de incienso y maquillada como una egipcia; debe de tener unos 13 años, pero mueve las caderas con la tierna sensualidad de una niña que se sabe capaz de seducir a los dioses). Al día siguiente salimos a pasear por el mismo pueblo y nos encontramos un extraño restaurante familiar cuyo dueño balinés nos asegura que sabe hacer una comida tailandesa muy buena, cosa que resulta ser mentira, pero nos pasamos el día entero metidos en su local, tomando Coca-Cola helada, comiendo unos fideos pad thai muy grasientos y jugando a juegos de mesa tipo Monopoly con el hijo del dueño, un quinceañero de elegancia algo afeminada. (Después se nos ocurre que ese chico tan guapo podía ser la bella bailarina de la noche anterior, porque los balineses son expertos en ritos que incluyen números de travestismo).

Todos los días llamo a Felipe cuando logro encontrar algún teléfono y me pregunta:

—¿Cuántas noches me quedan de dormir sin ti?

Después me dice:

—Estoy disfrutando de la experiencia de enamorarme de ti, cariño. Me parece muy natural, como si fuese algo que me pasa cada dos semanas, cuando llevo treinta años sin sentir esto por nadie.

Como yo no estoy todavía en el reino del amor, carraspeo y le recuerdo que me marcho dentro de unos meses. Pero eso le da igual. Me dice:

—Puede que esto sea una bobada suramericana, pero quiero que entiendas, cariño, que por ti estoy hasta dispuesto a sufrir. Aunque vengan malos tiempos, los acepto, a cambio del placer de estar contigo ahora. Vamos a disfrutar de este momento. Es maravilloso.

—Mira, tiene gracia —le digo—. Pero antes de conocerte me había planteado la posibilidad de quedarme sola y sin sexo para siempre. Me planteaba llevar una vida de contemplación espiritual…

—Pues contempla esto, cariño —me contesta y empieza a detallarme con meticulosa llaneza lo primero, lo segundo, lo tercero, lo cuarto y lo quinto que me va a hacer cuando me tenga a su lado en la cama otra vez. Me alejo del teléfono con las rodillas un poco flojas, divertida y sorprendida ante este arrebato de pasión.

El último día de nuestro viaje Yudhi y yo nos pasamos horas tumbados en una playa perdida y —como nos suele pasar— volvemos a hablar de Nueva York otra vez, de lo maravillosa que es y lo mucho que nos gusta. Yudhi dice que echa de menos la ciudad casi tanto como a su mujer, como si Nueva York fuese una persona, un pariente al que no ha vuelto a ver desde que lo deportaron. Mientras hablamos, dibuja un mapa de Manhattan en el trecho de arena blanca que hay entre nuestras toallas.

—Vamos a intentar poner aquí todo lo que recordamos de la ciudad —me dice.

Con la punta del dedo dibujamos las avenidas, las grandes calles transversales, el lío que monta Broadway al cruzar la isla en diagonal, los ríos, el Village, Central Park. Convertimos una bonita concha alargada en el Empire State Building y otra en el edificio Chrysler. Respetuosamente, clavamos dos palos en la base de la isla, para poner las Torres Gemelas en el lugar que les corresponde.

Usamos este mapa arenoso para enseñarnos uno al otro nuestros sitios neoyorquinos preferidos. Aquí es donde Yudhi compró las gafas de sol que lleva ahora mismo; aquí es donde compré las sandalias que llevo yo. Aquí es donde cené por primera vez con mi exmarido; aquí es donde Yudhi conoció a su mujer. Aquí tienen la mejor comida vietnamita de la ciudad, aquí los mejores bagels, aquí los mejores tallarines. («Qué dices, homo. Los mejores tallarines están aquí»). Le hago un plano del barrio donde vivía antes, Hell’s Kitchen, y Yudhi me dice:

—Ahí conozco un buen restaurante.

—¿Tick-Tock, Cheyenne o Starlight? —le pregunto.

—Tick-Tock, tío.

—¿Has probado los huevos batidos de Tick-Tock?

—Madre mía, pues claro… —gimotea.

Se le nota tanto lo que añora la ciudad que, por un momento, me creo que a mí me pasa lo mismo. Su nostalgia me influye tanto que de repente se me olvida que puedo volver a Manhattan cuando quiera, aunque él no. Yudhi juguetea con los dos palos de las Torres Gemelas, los clava en la arena, mira hacia el silencioso océano azul y dice:

—Ya sé que esto es muy bonito. Pero ¿tú crees que volveré a Estados Unidos alguna vez?

¿Qué le puedo decir?

Nos quedamos los dos callados. Entonces se saca de la boca el asqueroso caramelo indonesio que lleva más de una hora chupando y dice:

—Tío, este caramelo sabe como el culo. ¿De dónde lo has sacado?

—Me lo ha dado tu madre, tío —le contesto—. Me lo ha dado tu madre.

Come, reza, ama
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