20

Tengo que hacer amigos como sea. Así que me pongo a ello y al llegar el mes de octubre ya tengo un buen surtido. Resulta que en Roma hay otras dos Elizabeth, aparte de mí. Las dos son estadounidenses, las dos son escritoras. La primera Elizabeth es novelista y la segunda escribe sobre gastronomía. Con un apartamento en Roma, una casa en Umbría, un marido italiano y un trabajo que consiste en ir por Italia probando comida para escribir en la revista Gourmet, debe de ser que la segunda Elizabeth ha librado de la muerte a muchos huérfanos en su vida anterior. Como era de esperar, sabe dónde hay que comer en Roma, incluyendo una gelateria donde dan helado de pastel de arroz (y si no es eso lo que comen en el cielo, pues mejor no ir). El otro día salí a comer con ella y no sólo tomamos cordero y trufas y carpaccio relleno de mousse de avellana, sino un manjar exótico en adobo llamado lampascione que, como todo el mundo sabe, es el bulbo del jacinto silvestre.

A estas alturas, por supuesto, también me he hecho amiga de Giovanni y Dario, mis gemelos de ensueño del «Intercambio Tándem». En mi opinión, Giovanni, con su dulzura, debería formar parte del patrimonio nacional italiano. Me encariñé con él la noche que nos conocimos, cuando al verme nerviosa porque me faltaban palabras para hablar en italiano me puso la mano en el brazo y me dijo:

—Liz, tienes que tratarte mejor a ti misma cuando estés aprendiendo algo nuevo.

A veces se porta como si fuera mayor que yo, con su frente despejada y su licenciatura en Filosofía y sus solemnes opiniones políticas. Me empeño en hacerlo reír, pero Giovanni no siempre entiende mis chistes. No es fácil entender el humor en un idioma distinto al nuestro. Sobre todo si eres tan serio como Giovanni. La otra noche me dijo:

—Cuando eres irónica, siempre me quedo atrás. Soy más lento. Es como si tú fueras el rayo y yo, el trueno.

Y yo pensé: ¡Sí, cielo! ¡Y tú eres el imán y yo, el acero! ¡Llévame hacia tu cuerpo de hombre, libérame de mis encajes de mujer!

Pero aún no me ha besado.

A Dario, el otro gemelo, no lo veo demasiado, pero él a la que sí ve mucho es a Sofie, mi mejor amiga de la academia de idiomas. Y, si yo fuese Dario, también querría pasar mucho tiempo con ella. Sofie es sueca, tiene veintitantos años y es una tía tan mona que se la podría poner en un anzuelo para cazar hombres de todas las edades y nacionalidades. Tiene un buen trabajo en un banco sueco, pero ha escandalizado a su familia y asombrado a sus compañeros de trabajo al pedir cuatro meses de baja para venirse a Roma a estudiar italiano, sólo por lo bonito que le parece. Todos los días, después de clase, Sofie y yo nos sentamos a orillas del Tíber a comer gelato y a estudiar juntas. Aunque a lo que hacemos no se le puede llamar «estudiar», la verdad sea dicha. Es más bien disfrutar juntas del italiano en una especie de ritual religioso y siempre nos enseñamos una a la otra las expresiones que más nos gustan. Por ejemplo, el otro día aprendimos que un’amica stretta quiere decir «una buena amiga». Pero stretta, literalmente, significa «estrecha» y se usa para prendas de vestir, como una falda de tubo. Es decir, que una buena amiga o amigo, en italiano, es el que puedes llevar bien pegado a la piel; y precisamente eso es lo que está empezando a ser Sofie, mi querida amiga sueca, para mí.

Al principio me gustaba pensar que Sofie y yo parecíamos hermanas. Pero el otro día íbamos en taxi por Roma y el taxista nos preguntó si Sofie era hija mía. Vamos a ver, hombre, si sólo tiene unos siete años menos que yo. El cerebro se me puso en fase de centrifugado mientras analizaba lo que había dicho el tío. (Pensaba cosas como ésta: Puede que este taxista romano de pura cepa no hable italiano bien del todo y que quiera preguntar si somos hermanas). Pero no. Había dicho hija y quería decir hija. Por Dios, ¿y qué digo yo ahora? Me han pasado muchas cosas en los últimos años. El divorcio éste me habrá dejado hecha un desastre y con pinta de vieja. Pero como dice ese viejo tema country con acento texano: «Me han jodido y demandado y tatuado, pero aquí me tienes, dispuesta a todo…».

También me he hecho amiga de una pareja muy cool —Maria y Giulio—, que he conocido a través de mi amiga Anne, una pintora americana que pasó unos años en Roma. Maria ha nacido en Estados Unidos; Giulio, en el sur de Italia. Él es director de cine y ella trabaja en una organización agrícola internacional. Él casi no habla inglés, pero ella habla italiano perfectamente (y francés y chino igual de bien, por lo que mi mal italiano no me acompleja). Giulio quiere aprender inglés y me pregunta si estoy dispuesta a darle conversación en un «Intercambio Tándem». En caso de que alguien se pregunte por qué no habla inglés con su mujer estadounidense, pues resulta que, como están casados, se pelean mucho cuando uno de ellos intenta enseñar algo al otro. Así que Giulio y yo comemos juntos dos veces por semana para practicar italiano e inglés; una buena manera de aprovechar el tiempo para dos personas que no tienen la costumbre de sacarse de quicio uno al otro.

Giulio y Maria tienen un piso muy bonito, cuyo elemento más impresionante es, a mi modo de ver, la pared que Maria llenó de tacos furibundos (escritos con un grueso rotulador negro) un día en que estaban discutiendo, pero «él grita más alto que yo» y así consiguió meter baza.

Maria es una mujer muy sensual y este apasionado arrebato a base de grafitis es prueba de ello. Curiosamente, sin embargo, Giulio considera la pared pintarrajeada como un claro síntoma de la represión de Maria, porque los insultos que le dedicaba estaban en italiano, y el italiano es su segundo idioma, un idioma que la obliga a pensar durante unos segundos antes de elegir cada palabra. Decía que, si Maria se hubiese dejado llevar por la furia de verdad —cosa que, según él, no hace jamás, como buena anglosajona protestante que es—, habría llenado la pared de garabatos en su inglés nativo. Dice que todos los estadounidenses son así: unos reprimidos. De ahí que sean peligrosos y hasta mortíferos cuando por fin pierden los papeles.

—Un pueblo salvaje —diagnostica Giulio.

Lo que me encanta es que esta conversación la tenemos mientras cenamos tranquilamente, contemplando la susodicha pared.

—¿Más vino, cielo? —le pregunta Maria.

Pero de los italianos que voy conociendo el más reciente es, por supuesto, Luca Spaghetti. Por cierto, en Italia también se considera gracioso llamarse Spaghetti de apellido. Y gracias a Luca por fin me pongo a la altura de mi amigo Brian, que tenía de vecino a un nativo americano llamado Dennis Ha-Ha y se pasaba la vida fardando de amigo con nombre molón. Al fin puedo competir en ese terreno.

Además, Luca habla inglés perfectamente y tiene buen saque (en italiano una buona forchetta, un buen tenedor), así que es un acompañante perfecto para una comilona como yo. A menudo me llama a media mañana y me dice:

—Oye, que estoy en tu barrio. ¿Tienes unos minutos para tomar un café? ¿O una fuente de rabo de buey?

Pasamos un montón de tiempo metidos en las tascas diminutas de la parte antigua de Roma. Nos gustan esos restaurantes iluminados con tubos de neón y sin cartel fuera. Con hules de cuadros en las mesas. Limoncello casero. Tinto de la casa. Raciones descomunales de pasta y camareros a los que Luca llama «pequeños Julios Césares», lugareños altivos, machacones, con pelo en el dorso de la mano y un tupé repeinado.

Estando en uno de esos bares, le dije a Luca:

—Me da la sensación de que estos tipos se consideran primero romanos, después italianos y, por último, europeos.

Luca me corrigió, diciéndome:

—No. Son primero romanos, después romanos y, por último, romanos. Y todos y cada uno de ellos se considera a sí mismo un emperador.

Luca es asesor fiscal. Un asesor fiscal italiano, lo que significa que es, en sus propias palabras, «un artista», porque los códigos tributarios italianos contienen varios centenares de leyes y todas ellas se contradicen. De modo que hacer una declaración de Hacienda aquí requiere una capacidad de improvisación como la de un músico de jazz. El caso es que a mí me hace gracia que sea asesor fiscal, porque me parece un trabajo muy serio para un tipo tan alegre. A él, por su parte, le hace gracia que yo tenga ese otro lado —el del yoga— que nunca se me ve. Es incapaz de entender que yo quiera ir a India —a un sitio tan absurdo como un ashram—, cuando podría quedarme el año entero en Italia, que es donde debería estar. Al verme chupándome los dedos después de haber rebañado la salsa del plato con un trozo de pan, me dice: «¿Y qué piensas comer en India?». Otras veces me llama Gandhi con bastante ironía, sobre todo cuando me ve descorchar la segunda botella de vino.

Luca ha viajado lo suyo aunque asegura que jamás se le ocurriría irse de Roma, donde tiene a su madre. En eso es el típico hombre italiano. ¿Qué iba a decir si no? Pero no sólo se queda por lo de la mamma. Tiene treinta y pocos años y lleva con la misma novia desde que era pequeño (la guapa Giuliana, a quien Luca describe con acierto y ternura como acqua e sapone, es decir, tan sencilla como el agua y el jabón). Sus amigos son los mismos desde que era pequeño y todos son del mismo barrio. Los domingos siempre ven el fútbol juntos —en el estadio o en un bar (si el equipo romano juega fuera de casa)— y después cada uno se va a casa de sus padres a darse el atracón dominical con lo que han preparado sus respectivas madres y abuelas.

Si yo fuese Luca Spaghetti, yo tampoco me iría de Roma.

A todas éstas, Luca ha estado un par de veces en Estados Unidos y le gusta. Nueva York le parece fascinante, aunque opina que los neoyorquinos trabajan demasiado, por muy contentos que parezcan. A los romanos, en cambio, les horroriza trabajar. Lo que a Luca Spaghetti no le gusta es la comida americana, que, según él, puede describirse con una sola palabra: «telepizza».

Fue Luca el que intentó convencerme de que probase mollejas de cordero lechal. Es una especialidad romana. Lo cierto es que Roma es una ciudad bastante tosca, donde son célebres ciertos guisos tradicionales, como la entraña y la lengua; es decir, las partes del animal que los ricos del norte tiran a la basura. Las mollejas de cordero sabían bien siempre que no me parase a pensar en lo que eran. Tenían una salsa espesa y sabrosa que sabía a mantequilla y estaba muy rica, pero los intestinos tenían una textura… pues eso…, intestinal. Como la del hígado, pero más líquida. La cosa iba bien hasta que me dio por pensar en cómo describiría ese guiso, y pensé: Pues no se nota que son intestinos. Tienen más pinta de gusanos. Y ahí fue cuando aparté el plato y pedí una ensalada.

—¿No te gusta? —me preguntó Luca, que lo considera un manjar.

—Seguro que Gandhi no comió mollejas de cordero jamás —le dije.

—Puede que sí.

—Es imposible, Luca. Gandhi era vegetariano.

—Pero esto pueden comerlo los vegetarianos —insistió él—. Porque las mollejas no son carne, Liz. Son pura mierda.

Come, reza, ama
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