85
Eso sí, al día siguiente (pese a que iba con mis cuatro hermanos) me atropelló un autobús. Era una especie de autobús-camioneta, pero me tiró de la bicicleta cuando bajaba por la carretera sin arcenes. Fui a parar a una acequia de cemento. Al verlo, unos treinta balineses se bajaron de su correspondiente moto para ayudarme (el autobús había desaparecido hacía rato) y me invitaron a su casa a tomar té o se ofrecieron a llevarme al hospital del susto que se habían llevado al verme. Pero no fue para tanto, la verdad, para lo que me podía haber pasado. La bicicleta estaba perfectamente aunque la cesta estaba abollada y el casco se había partido. (En estos casos, mejor romperse el casco que abrirse la cabeza). Lo más grave es un profundo corte en la rodilla, lleno de arena y piedrecillas, que acaba —al cabo de varios días de humedad tropical— gravemente infectado.
No había querido preocuparle, pero al cabo de unos días me remango el pantalón, estiro la pierna en el suelo del porche, me quito la gasa amarillenta y le enseño la herida a mi amigo el curandero. Ketut lo mira con gesto preocupado.
—Infectado —diagnostica—. Duele.
—Sí —le confirmo.
—Debes ir a ver doctor.
Esto me sorprende bastante. Él no es un doctor, ¿o qué? Pero, por algún motivo, no parece querer intervenir, así que no insisto. Puede que no recete medicamentos a los occidentales. O puede que Ketut tuviera un plan secreto pensado de antemano, porque gracias a mi rodilla descacharrada conozco a Wayan. Y a partir de ese momento todo lo que tenía que suceder…, sucede.