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Creo que todas las religiones del mundo comparten, en el fondo, un deseo de hallar una metáfora trascendente. Alcanzar la comunión con Dios consiste en abandonar lo mundano y acceder a lo eterno (ir del pueblo al bosque, podríamos decir, al hilo del tema del antevasin), pero se precisa una idea magnífica que nos conduzca hasta allí. Esta metáfora debe ser grande, verdaderamente grande y mágica y poderosa, porque nos tiene que transportar a lo largo de una gran distancia. Tiene que ser el mayor barco imaginable.
Los ritos religiosos a menudo surgen de la experimentación mística. Un valiente explorador espiritual busca una nueva senda hacia la divinidad, tiene una experiencia trascendente y vuelve a casa hecho un profeta. Él —o ella— regresa a su comunidad contando historias sobre el cielo y pertrechado de mapas que indican el camino. Las gentes se hacen eco de las palabras, las obras, las oraciones y los actos del profeta para llegar a donde ha llegado él. A veces la cosa funciona. Puede ser que las sílabas y los ritos espirituales repetidos generación tras generación sirvan para transportarlos. Pero otras veces la cosa no funciona. Inevitablemente, hasta las ideas más originales se anquilosan, convirtiéndose en dogmas inservibles.
Los indios de aquí cuentan una historia sobre un santo insigne que siempre estaba en su ashram, rodeado de sus devotos fieles. El santo y sus seguidores dedicaban horas a meditar sobre Dios. Lo malo era que el santo tenía un gato, una criatura desesperante que se dedicaba a pasearse por el templo maullando y ronroneando sin dejar a la gente concentrarse para meditar. Haciendo uso de su sabiduría práctica, el santo mandó atar al gato a un poste durante varias horas al día, sólo durante la meditación, para no molestar a nadie. Al final lo de atar al gato y ponerse a meditar se convirtió en una costumbre tan arraigada que, con los años, llegó a ser un rito religioso. Nadie se ponía a meditar sin haber atado al gato al poste. Hasta que un buen día el gato murió. Y los seguidores del santo se quedaron aterrados. Se produjo una crisis religiosa. ¿Cómo iban a meditar ahora sin tener un gato atado al poste? ¿Cómo iban a comunicarse con Dios? Sin darse cuenta habían convertido al gato en un medio para un fin.
La moraleja de esta historia es que no conviene obsesionarse con la repetición de un rito religioso. En este mundo nuestro tan dividido, los talibanes y la coalición cristiana siguen enzarzados en su guerra internacional sobre quién tiene derecho a usar «Dios» como marca registrada y quién emplea los ritos religiosos más adecuados. Quizá convenga recordar que no es el gato atado al poste lo que posibilita la trascendencia, sino el constante deseo del devoto de experimentar la compasión eterna de la divinidad. En el ejercicio espiritual tan esencial es la flexibilidad como la disciplina.
Nuestra labor, entonces, una vez tomada la decisión de emprenderla, es hacer una búsqueda constante de metáforas, ritos y maestros que nos acerquen cada vez más a la divinidad. Los textos del yoga clásico dicen que Dios responde a las sagradas oraciones y afanes de los seres humanos sea cual sea el modo elegido por los mortales para rendirle culto siempre y cuando se haga con sinceridad. Como sugiere una frase de los Upanisad: «Las personas toman distintos caminos, rectos o sesgados, pues su carácter los llevará a elegir el que consideren mejor, o más apropiado, pero todos te alcanzan a Ti, como los ríos desembocan en el mar».
El otro objetivo de la religión, por supuesto, es dar un sentido al caos del mundo y explicarnos todas las cosas inexplicables que vemos a diario: los inocentes sufren, los malvados reciben su recompensa. ¿Qué interpretación podemos darle? La tradición occidental nos dice que la muerte lo pone todo en su sitio, en el cielo y en el infierno. (La justicia, por supuesto, la imparte un personaje al que James Joyce llamaba el «dios verdugo», una figura paternal que desde su estricto trono justiciero condena el mal y premia el bien). La actitud oriental, en cambio, es distinta. Los Upanisad no pretenden dar un sentido al caos de este mundo. Es más, ese caos ni siquiera existe realmente, sino que es una apariencia que vislumbramos con nuestra limitada mente. Estos textos no prometen repartir justicia ni castigo alguno, pero sí dicen que todos nuestros actos tienen sus consecuencias por lo que debemos elegir nuestro comportamiento adecuadamente. Sin embargo, esas consecuencias pueden tardar en llegar. El yoga siempre toma el camino más largo. Es más, los Upanisad sugieren que el denominado caos puede tener una función divina aunque individualmente no seamos capaces de verla: «Los dioses prefieren lo críptico antes que lo evidente». Lo mejor que podemos hacer, por tanto, teniendo en cuenta lo incomprensible y peligroso que es el mundo, es practicar el equilibrio interior, independientemente de la locura que nos rodea.
Sean, mi amigo el granjero irlandés, lo explica así, basándose en la filosofía del yoga: «Imaginemos que el universo es un gran motor en movimiento —dice—. Lo que conviene es estar pegados al centro, justo en el eje de la rueda, no en el borde, donde todo se mueve a lo bestia, donde puedes acabar vapuleado y loco. En el eje de la tranquilidad es donde debes tener el corazón. Y ahí es a donde debes llevar a Dios. Así que no busques las respuestas en el mundo exterior. Mantente pegado al núcleo interior, donde siempre hallarás la paz».
Desde un punto de vista espiritual nada tiene tanto sentido como esta idea. Al menos, en mi opinión. Y si alguna vez descubro algo que me funcione mejor, lo usaré, te lo aseguro.
En Nueva York tengo muchos amigos que no son creyentes. La mayoría, diría yo. Unos han abandonado la doctrina religiosa de su juventud y otros nunca creyeron en un Dios. Como es normal, muchos de ellos están atónitos ante mis denodados esfuerzos por hallar la santidad. Por supuesto, hacen bromas. Como me dijo en tono burlón mi amigo Bobby cuando fue a casa a arreglarme el ordenador: «Tendrás un aura sagrada, pero no tienes ni puta idea de lo que es descargar un programa informático». Por mí, que hagan todas las bromas que quieran. A mí también me hacen gracia. De verdad.
El caso es que a algunos de mis amigos, al irse haciendo mayores, les gustaría poder creer en algo. Pero se dan de bruces con una serie de obstáculos, como su intelecto y su sentido común. Por inteligentes que sean, viven inmersos en un mundo que se tambalea, dando tumbos alocados, devastadores y completamente absurdos. En las vidas de todos ellos se suceden experiencias maravillosas y horribles con su correspondiente ración de sufrimiento o alegría, como nos pasa a todos, y tras pasar por estas megaexperiencias muchos anhelan un contexto espiritual en el que poder expresar su sufrimiento y gratitud, además de hallar consuelo. El problema es: ¿a quién podemos venerar? ¿A quién podemos dirigir nuestras oraciones?
Un buen amigo mío tuvo su primer hijo justo después de haber muerto su madre. Al sucederse tan aprisa el milagro y el desastre, sintió la necesidad de hallar un lugar sagrado donde refugiarse, o practicar alguna liturgia para poder expresar sus sentimientos contradictorios. Pertenece a una familia católica, pero se sentía incapaz de volver a misa después de tantos años sin ir. («Ya no me lo trago», dice. «Sabiendo lo que sé»). Por otra parte, le daba vergüenza hacerse hindú, o budista, o algo así de absurdo. ¿Qué solución le quedaba? Como me dijo a mí: «No quiero andar buscando una religión como el que sale al bosque a coger fresas».
Entiendo y respeto su actitud, pero no la comparto en absoluto. Creo que estás en tu perfecto derecho de elegir con cuidado si lo que quieres es transportar tu alma para hallar la paz de Dios. Creo que puedes valerte de cualquier metáfora que te eleve sobre las diferencias del mundo y te ayude a cambiar o a hallar consuelo. No hay por qué avergonzarse de ello. A lo largo de toda nuestra historia siempre hemos buscado la santidad. Si la humanidad no hubiera evolucionado en su exploración de lo divino, muchos seguirían rindiendo culto a esos gatos dorados egipcios. Y para que el pensamiento religioso evolucione es necesario «andar buscando» y saber elegir. Buscas, comparas y, si encuentras algo mejor, lo «compras» en tu continuo viaje hacia la luz.
Según los indios hopi, todas las religiones del mundo tienen un hilo espiritual y estos hilos se persiguen entre sí incansablemente, buscando la unión. Cuando todos los hilos se junten por fin, tejerán una recia cuerda que nos sacará de este oscuro periodo de nuestra historia y nos llevará al siguiente reino. En tiempos más recientes el Dalái Lama ha repetido la misma idea, asegurando repetidamente a sus estudiantes occidentales que no tienen que hacerse monjes budistas para ser sus discípulos. Los anima a sacar las ideas que más les gusten del budismo tibetano e integrarlas en sus correspondientes ritos religiosos. Hasta en los sectores más reacios y conservadores nos topamos con la resplandeciente idea de que Dios puede ser mayor de lo que nos dicen nuestras limitadas doctrinas religiosas. En 1954 el papa Pío XI, nada menos, envió una delegación del Vaticano a Libia con las siguientes instrucciones por escrito: «No vayáis convencidos de que vais a encontraros entre infieles. Los musulmanes también logran la salvación. Los caminos de Dios son insondables».
¿Y no tiene todo el sentido del mundo? ¿No será que el infinito es efectivamente… infinito? ¿Y si los santos, por muy santos que sean, sólo ven fragmentos sueltos del eterno devenir? Y si pudiéramos unir esos fragmentos y compararlos, ¿no nacería una historia de un Dios semejante a todos nosotros, una historia donde salgamos todos? ¿Y cada anhelo de trascendencia individual no forma parte de ese enorme anhelo místico inherente al ser humano? ¿No estamos en nuestro derecho de continuar nuestra búsqueda hasta acercarnos todo lo posible al origen del milagro? Y si hay que venir a India y pasar una noche besando árboles a la luz de la luna, ¿qué más da?
Como dice REM[6] en una de sus canciones, yo soy la de la esquina, soy la que está bajo el foco. Pero no estoy dejando la religión. Estoy eligiendo una religión.