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En el viaje de vuelta al ashram, después de haber dejado a Richard en el aeropuerto, decido que últimamente he estado hablando demasiado. A decir verdad, siempre he sido una bocazas, pero durante mi estancia en el ashram me he pasado. Me quedan dos meses de estar aquí y no quiero desperdiciar la gran experiencia espiritual de mi vida haciéndome la simpática y hablando con todo el mundo. Me ha sorprendido mucho descubrir que incluso aquí, incluso en este lugar sagrado de retiro espiritual que está en la otra punta del mundo, he logrado crear ese ambiente de cóctel que parece que llevo allá donde voy. No sólo he hablado sin parar con Richard —aunque los dos rajamos por los codos—, sino que siempre estoy de palique con alguien. Por increíble que parezca —¡al fin y al cabo estoy en un ashram!—, quedo con la gente como si fueran citas laborales y a veces digo cosas tipo: «Lo siento, no puedo comer contigo hoy, porque he quedado con Sakshi… Si te viene bien, podemos vernos el martes que viene».
Eso me ha pasado toda la vida. Soy así. Pero últimamente me ha dado por pensar que puede ser un inconveniente desde el punto de vista espiritual. El silencio y la soledad son ejercicios espirituales universalmente reconocidos por motivos obvios. Disciplinar la forma de hablar es una manera de evitar perder energía por la boca, porque hablar es una actividad agotadora que llena el mundo de palabras, palabras, palabras, en lugar de propagar la serenidad, la paz y la felicidad. Swamiji, el maestro de mi gurú, insistía en que el ashram estuviera en silencio, que consideraba una práctica espiritual obligatoria. Decía que el silencio es la única religión verdadera. Por eso es ridículo haber hablado tanto precisamente aquí, en uno de los lugares del mundo donde el silencio debe —y puede— reinar.
Así que he decidido dejar de ser la simpática del ashram. Se acabó lo de corretear, cotillear y hacer bromas. Se acabó lo de protagonizarlo todo y monopolizar las conversaciones. Se acabó lo de hacer florituras verbales para conseguir afecto o seguridad. Ha llegado el momento de cambiar. Ahora que se ha ido Richard el resto de mi estancia va a ser una experiencia totalmente silenciosa. Será difícil, pero no imposible, porque se trata de algo universalmente aceptado en el ashram. Será una decisión que la comunidad entera apoyará como un disciplinado acto de devoción. En la librería incluso venden unas chapas que dicen: «Estoy en silencio».
Voy a comprarme cuatro de esas chapitas.
En el viaje de vuelta desde el aeropuerto voy visualizando lo silenciosa que voy a ser a partir de ahora. Voy a estar tan callada que se me va a conocer por ello. Estoy segura de que todos me acabarán llamando Esa Chica Tan Callada. Respetaré el horario del ashram, comeré sola, meditaré durante infinitas horas todos los días y fregaré el suelo del templo sin parar ni para hacer pis. Mi interacción con los demás se limitará a sonreírles beatíficamente desde mi sencillo mundo de silencio y piedad. La gente hablará de mí. Se preguntarán unos a otros: «¿Quién es Esa Chica Tan Callada que siempre se pone al fondo del templo y que se pasa la vida fregando suelos de rodillas? Nunca habla. Qué huidiza es. Qué mística es. Ni siquiera sé cómo tendrá la voz. Cuando pasea por el jardín no la oyes ni acercarse… porque es sigilosa como la brisa. Debe de estar siempre meditando, en un constante estado de comunión con Dios. Es la chica más silenciosa que he visto en mi vida».