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No sé cuándo fue la última vez que me puse elegante, pero esta noche saco el único vestido elegante que tengo —uno de tirantes que se me ha quedado en el fondo de la mochila— y me lo pongo. Hasta me pinto los labios. No recuerdo cuándo me pinté los labios por última vez, pero sí sé que no estaba en India, eso seguro. De camino a la fiesta me paso por casa de Armenia, que me adorna con varias de sus joyas elegantes, me anima a ponerme su perfume elegante y me deja meter la bici en su jardín para poder llegar a la fiesta en su coche elegante, como una mujer adulta «normal».
Me divierto mucho en la cena de los expatriados, donde se me despiertan ciertos aspectos de la personalidad que tenía hibernados. Hasta me emborracho un poco, cosa memorable después de tantos meses de pureza mística en el ashram y tantas tardes bebiendo té en mi florido jardín balinés. ¡Si hasta me da por ligar! Llevo siglos sin coquetear con nadie, porque últimamente no he ido más que con monjes y curanderos. Pero esta noche, de repente, desempolvo la sexualidad de toda la vida. Eso sí, no tengo muy claro con quién estoy ligando, porque explayo mi encanto por doquier. ¿Me atraía el ingenioso experiodista australiano que tenía al lado? («Aquí todos le damos al frasco», me explica. «Nos recomendamos unos a otros nuevos lugares donde tomar algo»). ¿Y el discreto intelectual alemán del fondo de la mesa? (Me ha prometido que me va a prestar las novelas de su surtida biblioteca). ¿Y el atractivo brasileño de mediana edad que nos ha preparado este festín con sus propias manitas? (Me gustan sus ojos castaños y su acento. Y su arte culinario, por supuesto. Sin venir a cuento, le suelto una clara insinuación. Él se está riendo de sí mismo, diciendo: «Yo, como brasileño, soy una catástrofe. No sé bailar ni jugar al fútbol ni tocar ningún instrumento musical». Y voy yo y le contesto: «Pues a mí me da la sensación de que serías un casanova fantástico». El tiempo se detiene mientras nos miramos a los ojos como diciendo: La verdad es que esa idea da bastante que pensar. El atrevimiento de mi frase se queda en el aire, como un perfume. Él no lo niega. Yo soy la primera en apartar la mirada al notar que me estoy sonrojando).
En cuanto a su feijoada, está espectacular. Decadente, especiada y sabrosa, tiene todo lo que le falta a la comida balinesa. Después de repetir varias veces, decido que la noticia ya es oficial: Jamás seré vegetariana, al menos mientras siga habiendo comida como ésta en el mundo. Después nos vamos a bailar a la discoteca local, por llamarle algo. Es más bien un chiringuito elegantón, pero sin playa. Hay una banda de chicos balineses tocando buena música reggae y está lleno de juerguistas de todas las edades y nacionalidades, trotamundos, turistas, lugareños y chicas y chicos balineses guapísimos, todos bailando sin el menor sentido del ridículo. Armenia no ha venido, porque tiene que trabajar al día siguiente, según dice, pero el brasileño guapo me está tratando muy bien. Para empezar, no baila tan mal. Seguro que juega al fútbol también. Me gusta que me abra las puertas, me diga lindezas y me llame «cariño». Eso sí, me quedo un poco desconcertada al ver que se lo dice a todo el mundo, hasta al peludo camarero. En fin, que es un hombre cariñoso.
Hacía siglos que no salía por la noche. Ni siquiera en Italia había ido a muchos bares y en la época de David tampoco salía casi nunca. Si me ponía a pensar, la última vez que había bailado fue con mi marido. Cuando estaba felizmente casada, qué tiempos aquéllos. Madre mía, eso fue hacía siglos. En la pista de baile me encuentro con mi amiga Stefania, una chica italiana muy simpática a la que había conocido hacía poco en una clase de meditación. Nos ponemos a bailar juntas con el pelo desparramado por todas partes, rubia y morena, contoneándonos alegremente. En algún momento, después de la medianoche, la banda se retira y la gente se pone a hablar.
Es entonces cuando conozco a un tío que se llama Ian. Uf, cómo me gusta. Desde el primer momento, me encanta. Es muy atractivo, una cosa entre Sting y el hermano pequeño de Ralph Fiennes, no sé si me explico. Como es galés, tiene un acento maravilloso. Además, es hablador, listo, hace preguntas y habla con mi amiga Stefania en el mismo italiano roto que yo. Resulta que es el percusionista de la banda de reggae y que toca el bongó. Le digo, en broma, que es un «bongolero», como los «gondoleros» de Venecia, pero al revés. La tontería le hace gracia y se ríe y seguimos hablando.
En ese momento se acerca Felipe —que es como se llama el brasileño— y nos invita a ir al restaurante local de moda. Nos cuenta que los dueños son europeos y que es un sitio muy loco que no cierra nunca, donde hay cerveza y juerga asegurada a todas horas. Miro a Ian (¿le apetecerá ir?) y, cuando dice que sí, yo también digo que sí. Nos vamos todos al restaurante, me siento con Ian y nos pasamos toda la noche hablando y riéndonos. Uf, el tío me gusta de verdad. Hace mucho que no conozco a un tío que me guste en serio, como se suele decir. Ian es varios años mayor que yo, ha vivido una vida interesante y tiene muchos puntos a su favor (le gustan Los Simpson, ha viajado por todo el mundo, pasó una temporada en un ashram, sabe quién es Tolstoi, parece tener un trabajo, etcétera). Lo primero que hizo fue meterse en el Ejército británico y después de trabajar en Irlanda del Norte como técnico en desactivación de bombas acabó de experto internacional en detonación de minas. Había construido campos de refugiados en Bosnia y se estaba tomando un respiro en Bali para trabajar en la música… Bastante impresionante, la verdad.
Me parece increíble estar despierta a las tres y media de la madrugada. ¡Y no precisamente para meditar! Estoy de juerga, llevo un vestido y estoy hablando con un hombre atractivo. Qué noche tan radical. Al final de la noche Ian y yo nos decimos que nos ha gustado conocernos. Me pregunta si tengo teléfono y le digo que no, pero que tengo email y me contesta: «Ya, pero es que no es lo mismo». Así que nos despedimos dándonos un abrazo.
—Nos volveremos a ver cuando ellos —me dice, señalando al cielo— lo decidan.
Justo antes de que amanezca, Felipe el brasileño me dice que me lleva a casa si quiero. Mientras subimos lentamente por las curvas del monte, me dice:
—Cariño, llevas toda la noche hablando con el tío más cabrón de Ubud.
Me quedo hundida.
—¿De verdad que Ian es un cabrón? —le pregunto—. Dime la verdad y así me evito muchos problemas.
—¿Ian? —pregunta Felipe, soltando una carcajada—. ¡No, cariño! Ian es un tío serio. Es un buen hombre. Me refería a mí. El tío más cabrón de Ubud soy yo.
Nos quedamos los dos callados durante varios minutos.
—Y lo digo en broma, además —afirma y después de otro largo silencio me pregunta—: Te gusta Ian, ¿verdad?
—No lo sé —le contesto algo confusa por la cantidad de cócteles que había bebido—. Es atractivo, inteligente. Hace tiempo que no me planteo que me pueda gustar un tío.
—Vas a pasar unos meses maravillosos aquí, en Bali. Ya lo verás.
—Pues no sé si voy a poder ir a muchas más fiestas. Sólo tengo este vestido. La gente se dará cuenta de que siempre voy vestida igual.
—Eres joven y guapa, cariño. Con un vestido te basta.