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Yo soy ese tipo de persona que, si un curandero indonesio de una familia de nueve generaciones de curanderos me dice que estoy destinada a irme a Bali a pasar cuatro meses en su casa, hago todo lo posible por cumplirlo. Y así fue, finalmente, como empezó a cuajar la idea de que tenía que pasarme todo un año viajando. Estaba claro que tenía que conseguir volver a Indonesia como fuera, y esta vez con mi propia pasta. Eso era evidente aunque aún no tenía ni la más remota idea de cómo iba a hacerlo, dado lo caótica y ajetreada que era mi vida. (No sólo tenía todavía un costoso divorcio pendiente y todo el dramón de David sin solucionar, sino que mi trabajo en una revista me impedía irme a ningún sitio durante tres o cuatro meses seguidos). Pero tenía que volver a ese sitio. ¿No? ¿No me lo había revelado ese hombre? Lo malo era que también quería ir a India, al ashram de mi gurú, y un viaje a la India es caro, además de requerir bastante tiempo. Para terminar de complicar las cosas, también estaba empeñada en ir a Italia para poder practicar italiano hablándolo en su contexto, pero también porque me atraía la idea de conocer de cerca una cultura que venera el placer y la belleza.

Todos estos deseos parecían totalmente contrapuestos. Sobre todo el conflicto Italia/India. ¿Qué era más importante? ¿La parte mía que quería ir a comer ternera en Venecia o la que quería despertarse mucho antes del amanecer en la austeridad de un ashram para empezar un largo día de meditación y oración? Rumi, el célebre poeta y filósofo sufí, pidió en una ocasión a sus alumnos que hicieran una lista de las tres cosas que más anhelaban en la vida. Si alguno de los elementos de la lista no armoniza con uno de los demás, les advirtió Rumi, os espera la infelicidad. Lo mejor es llevar una vida orientada en una única dirección, les explicó. Entonces, ¿qué hay de los beneficios de vivir armónicamente entre dos extremos? ¿Qué sucedería al crear una vida lo bastante expansiva como para poder sincronizar varios contrarios incongruentes en un esquema vital que no excluyera nada? Mi verdad era exactamente la que había contado al curandero de Bali… Es decir, quería experimentar ambas cosas. Quería los placeres mundanos y la trascendencia divina…, la gloria dual de una vida humana. Quería lo que los griegos llamaban el kalos kai agathos, el extraordinario equilibrio entre la bondad y la belleza. Había echado ambas de menos durante aquellos años tan tensos porque tanto el placer como la devoción requieren un espacio sin estrés para poder desarrollarse y yo había vivido en un contenedor gigante de basura y de ansiedad continua. En cuanto al modo de equilibrar el ansia de placer frente al deseo de devoción…, sin duda sería cosa de aprenderse el truco. Y en el poco tiempo que había pasado en Bali me daba la impresión de que los balineses podían enseñarme a hacerlo. Quizá hasta pudiera enseñármelo el propio curandero.

Estar con cuatro pies en la tierra, una cabeza hecha de follaje, mirando el mundo con el corazón…

Así que abandoné la idea de elegir un país —¿Italia? ¿India? ¿Indonesia?— y acabé aceptando que quería ir a los tres. Cuatro meses en cada uno. Un año en total. Por supuesto, se trataba de un deseo ligeramente más ambicioso que el de «Quiero comprarme una caja de lápices». Pero era lo que yo quería. Y sabía que quería escribir sobre ello. No era tanto querer explorar detenidamente esos países, porque eso ya se ha hecho. Era más bien querer explorar detenidamente un aspecto de mí misma con el telón de fondo de cada país en cuestión, donde esa tradición concreta sea algo bien arraigado. Quería explorar el arte del placer en Italia, el arte de la devoción en India y, en Indonesia, el arte de equilibrar ambas. Fue después, tras admitir que tenía ese deseo, cuando descubrí la feliz casualidad de que todos estos países empiezan por la letra I. Un indicio bastante halagüeño, me parecía a mí, para un viaje interior.

Llegados a este punto, os pido que imaginéis el pitorreo con el que se tomaron este asunto mis amigos más bromistas. Así que me había dado por viajar a tres sitios que empezaran por I[2], ¿eh? ¿Y por qué no pasaba el año en Irán, Israel e Islandia? O mejor aún, si la cosa iba de triunviratos de íes, ¿por qué no hacía una peregrinación a Islip de camino a Ikea por la I-95? Mi amiga Susan me sugirió que montara una ONG sin ánimo de lucro llamada Divorciadas Sin Fronteras. Pero todas sus bromas cayeron en saco roto, porque aún no estaba libre para irme a ningún sitio. Ese divorcio —tanto tiempo después de haberse acabado mi matrimonio— no tenía visos de llevarse a cabo. Para presionar legalmente a mi marido empecé a hacer cosas siniestras, sacadas de mis peores pesadillas sobre el divorcio, como notificarle la demanda inesperadamente y escribir terroríficas acusaciones legales (requeridas por el Código Civil de Nueva York) de su supuesta crueldad mental. Eran documentos sin sutileza alguna, sin recoveco alguno para poder decirle al juez: «Oye, mira, es que era una relación muy complicada y yo también cometí errores y lo siento mucho, pero sólo quiero que me dejen marcharme».

(Aquí me detengo a ofrecer una oración por mi amable lector: Ruego por ti para que nunca, nunca pases por un proceso de divorcio en la ciudad de Nueva York).

En la primavera de 2003 la cosa estaba a punto de ebullición. Un año y medio después de haberme marchado, mi marido estaba por fin dispuesto a discutir los términos de un acuerdo. Pues sí, quería dinero en efectivo y la casa y el título de propiedad del piso de Manhattan, todo lo que yo le había ofrecido desde el primer momento. Pero también me pedía cosas que ni se me habían pasado por la cabeza (un porcentaje de los derechos de autor de los libros que yo había escrito durante el matrimonio, una parte de los derechos cinematográficos potenciales de mi trabajo, una participación en mis pensiones de jubilación…) y entonces no me quedó más remedio que rebelarme por fin. Nuestros abogados llevaban muchos meses de negociación, parecía que sobre la mesa se iba materializando una especie de pacto y daba la impresión de que mi marido podría acabar aceptando un acuerdo modificado. Me iba a salir muy caro, pero ir a los juzgados iba a ser una pérdida de dinero y tiempo infinitamente mayor, por no mencionar la corrosión anímica. Si mi marido firmaba el acuerdo, lo único que tenía que hacer yo era pagar y darme media vuelta. Cosa que, llegados a ese punto, me parecía perfecta. Dado que nuestra relación estaba ya completamente destrozada y que éramos incapaces de tener un trato mínimamente cordial, yo sólo quería largarme por la puerta.

La incógnita era: ¿iba a firmar o no? Fueron pasando las semanas mientras él rebatía cada vez más detalles. Si no se avenía a firmar ese acuerdo, tendríamos que ir a los tribunales. Un juicio implicaba dejarme hasta el último centavo que me quedaba en costas legales. Peor aún, un juicio conllevaba otro año —como poco— de líos y papeleos. Así que, fuera cual fuera su decisión, mi marido (porque seguía siendo mi marido) iba a determinar un año más de mi existencia. ¿Iba a poder viajar a mis anchas por Italia, India e Indonesia? ¿O me iban a hacer un feroz interrogatorio en el sótano de algún juzgado para tomarme declaración sobre el divorcio?

Todos los días llamaba a mi abogada unas catorce veces —¿se ha sabido algo?— y todos los días me aseguraba que estaba en ello, que me llamaría inmediatamente si lograba que se firmara el acuerdo. Mi nerviosismo de aquel entonces estaba a medio camino entre ir al despacho del director de un colegio y esperar los resultados de una biopsia. Me encantaría decir que estaba tranquila y en actitud zen, pero no era así. Alguna que otra noche, en pleno ataque de furia, di una paliza a mi sofá con un bate de béisbol.

Entretanto, me había vuelto a separar de David. Esta vez parecía que era definitivo. O puede que no, porque éramos incapaces de dejarlo del todo. A menudo me entraba un enorme deseo de dejarlo todo por mi gran amor hacia él. Otras veces me dejaba llevar por el instinto contrario, que era poner entre nosotros la mayor cantidad posible de continentes y océanos que pudiera con la esperanza de hallar la paz y la felicidad.

Ya me habían salido arrugas en la cara, unos surcos permanentes en el entrecejo, de tanto llorar y preocuparme.

Y en medio de todo eso me iban a publicar un libro que había escrito hacía un par de años, y tenía que hacer una pequeña gira de promoción. Para no ir sola, me llevé a mi amiga Iva, que tiene mi edad, pero se crió en Beirut, en Líbano. Eso significa que, mientras yo hacía deporte y me presentaba a pruebas musicales en una escuela secundaria de Connecticut, ella pasaba cinco noches de cada siete agazapada en un refugio antiaéreo intentando que no la mataran. No entiendo cómo un contacto con la violencia tan temprano como intenso ha podido crear un alma tan serena, pero Iva es una de las personas más tranquilas que conozco. Además, tiene lo que yo llamo «el batmóvil del universo», una especie de conexión personal con los poderes sagrados que le funciona veinticuatro horas al día.

El caso es que íbamos las dos en coche por Kansas y yo estaba en mi estado habitual de sudor frío por el acuerdo de divorcio —¿firmará?, ¿no firmará?— cuando le dije a Iva:

—No creo que resista un año más de pleitos. Una intervención divina es lo que me hace falta. Ojalá pudiera escribir una petición a Dios rogándole que ponga fin a esta historia.

—¿Y por qué no lo haces? —me contestó ella.

Expliqué a Iva mis opiniones sobre el asunto de la oración. Es decir, que no me parece bien pedir a Dios cosas concretas, porque lo veo como una especie de falta de fe. No me gusta decirle: «¿Puedes cambiar esto o aquello que no me funciona en la vida?». Porque —¿quién sabe?— tal vez Dios quiera ponerme ese reto por algún motivo concreto. En cambio, prefiero rezar para pedirle valor para enfrentarme a lo que me suceda en la vida con ecuanimidad, sin importarme los resultados.

Después de escucharme educadamente, Iva me preguntó:

—¿De dónde has sacado esa idea tan tonta?

—¿Cómo dices?

—¿De dónde has sacado que no puedes usar la oración para pedir algo al universo? Tú formas parte de este universo, Liz. Eres un componente más. Tienes todo el derecho del mundo a participar en el funcionamiento del cosmos y a permitir que se conozcan tus sentimientos. Así que date a conocer. Expón tu caso. Créeme, al menos te escucharán.

—¿En serio? —dije muy sorprendida.

—En serio. Vamos a ver, si fueras a escribir una petición a Dios ahora mismo, ¿qué dirías?

Me lo pensé durante unos segundos. Después saqué un cuaderno y escribí esta petición:

Querido Dios:

Por favor, intervén para ayudarme a acabar con este divorcio. Mi marido y yo hemos fracasado en nuestro matrimonio y ahora estamos fracasando en nuestro divorcio. Este proceso tan venenoso nos está haciendo sufrir enormemente a nosotros y a todos los que nos quieren.

Sé perfectamente que tienes que ocuparte de guerras y tragedias y conflictos mucho mayores que la última bronca de una pareja disfuncional. Pero tengo entendido que la salud del planeta se ve afectada por la salud de todos los individuos que lo habitan. Mientras dos almas se hallen en desacuerdo, el mundo entero se verá contaminado por su disputa. De igual modo, si al menos dos almas se liberan de la discordia, esto incrementará la salud general de todo el planeta, igual que un grupo de células sanas incrementa la salud general del cuerpo donde se hallen.

Por tanto, mi humilde petición es que nos ayudes a poner fin a este conflicto para que al menos dos personas puedan disfrutar de la libertad y la salud, y para que haya un poco menos de animosidad y amargura en un mundo ya sobrecargado de sufrimiento.

Te agradezco tu amable atención.

Respetuosamente,

Elizabeth M. Gilbert

Se lo leí a Iva, que asintió para mostrar su aprobación.

—Eso podía haberlo firmado yo —dijo.

Le pasé la petición y un bolígrafo, pero, como era ella la que conducía, me dijo:

—No, porque es como si ya lo hubiera firmado. Lo he firmado con el corazón.

—Gracias, Iva. Te agradezco tu apoyo.

—¿Y quién más estaría dispuesto a firmarlo? —me preguntó.

—Mi familia. Mi madre y mi padre. Mi hermana —contesté.

—Vale —dijo—. Pues acaban de hacerlo. Da sus nombres por añadidos. He notado cómo firmaban. Ya están en la lista. Vamos a ver… ¿Quién más lo firmaría? Dime nombres.

Así que empecé a decir nombres de todas las personas que probablemente estuvieran dispuestas a firmar la petición. Cité a mis mejores amigos, a algunos parientes y a varias personas con las que trabajaba. Después de cada nombre Iva decía muy convencida: «Pues sí. Ése lo acaba de firmar» o «Ésa lo ha firmado ahora mismo». A veces incluía a firmantes de su propia cosecha, como: «Mis padres lo acaban de firmar. Criaron a sus hijos durante una guerra y odian el sufrimiento inútil. Se alegrarían de ver acabar tu divorcio».

Cerré los ojos para ver si se me ocurrían más nombres.

—Creo que Bill y Hillary Clinton lo acaban de firmar —dije.

—No me extraña —dijo ella—. Mira, Liz, esta petición la puede firmar todo el mundo. ¿Lo entiendes? Tú llama a quien sea, vivo o muerto, y empieza a recolectar firmas.

—¡San Francisco de Asís lo acaba de firmar! —exclamé.

—¡Pues claro que sí! —dijo Iva, dando una firme palmada en el volante.

Y ahí me disparé:

—¡Ha firmado Abraham Lincoln! Y Gandhi, y Mandela, y todos los pacifistas. Eleanor Roosevelt, la madre Teresa, Bono, Jimmy Carter, Mohamed Alí, Jackie Robinson y el Dalái Lama… y mi abuela la que murió en 1984 y mi abuela la que vive… y mi profesor de italiano, mi terapeuta y mi agente… y Martin Luther King y Katharine Hepburn… y Martin Scorsese (aunque no era de esperar, pero es un detalle por su parte)… y mi gurú, por supuesto… y Joanne Woodward, y Juana de Arco, y la señora Carpenter, mi profesora de cuarto curso, y Jim Henson…

Me salían nombres a chorros. No dejaron de salirme en casi una hora mientras recorríamos Kansas en coche y mi petición de paz se alargaba al incluir una página invisible tras otra de partidarios. Iva los iba confirmando —sí, ése lo ha firmado; sí, ésa lo ha firmado— y me empecé a sentir muy protegida, rodeada de la buena voluntad colectiva de tantas almas poderosas.

Al ir acabando de completar la lista, también se me fue quitando la ansiedad. Me entró sueño. Iva sugirió:

—Échate una siesta. Ya conduzco yo.

Cerré los ojos y apareció un último nombre.

—Ha firmado Michael J. Fox —murmuré antes de quedarme dormida.

No sé cuánto dormí, puede que sólo diez minutos, pero fue un sueño profundo. Cuando me desperté, Iva seguía al volante. Estaba canturreando una cancioncilla.

Bostecé y sonó mi teléfono móvil.

Miré el telefonino que vibraba como loco en el cenicero de nuestro coche alquilado. Estaba desorientada, como si la siesta me hubiera dejado con una especie de colocón que me impedía recordar cómo funciona un teléfono.

—Venga —dijo Iva, como si supiera quién era—. Contesta.

Cogí el móvil y susurré «Hola».

—¡Buenas noticias! —anunció mi abogada desde la lejana Nueva York—. ¡Acaba de firmarlo!

Come, reza, ama
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