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Lo primero que comí en Roma no fue nada del otro mundo. Una sencilla pasta casera (espaguetis a la carbonara) y unas espinacas salteadas con ajo. (Espantado ante la comida italiana, el gran poeta romántico Shelley escribió una carta a un inglés amigo suyo: «Las jóvenes de cierta posición comen algo que no te puedes ni imaginar: ¡Ajo!»). Y también tomé una alcachofa, sólo por probarla; los romanos están muy orgullosos de sus alcachofas. Y, además, la camarera me sorprendió con un plato «regalo-de-la-casa»: una ración de flores de calabacín fritas con una pizca de queso blando en el centro (un manjar tan delicado que las flores no debían ni saber que ya no estaban en la huerta). Después de los espaguetis probé la ternera. Ah, y también pedí una botella de tinto de la casa, todo para mí. Y tomé pan tostado con aceite de oliva y sal. De postre, tiramisú.
Al volver andando a casa después de esa cena, sobre las once de la noche, oí mucho ruido en uno de los edificios de mi calle, un barullo que sonaba a una convención de niños de 7 años… ¿Una fiesta de cumpleaños tal vez? Risas y gritos y un estrépito de pasos. Subí las escaleras hasta mi apartamento, me tumbé en mi cama nueva y apagué la luz. Medio esperaba que me diera una llorera o un ataque de angustia, que es lo que solía pasarme al apagar la luz, pero me encontraba muy bien. Estupendamente, la verdad. Incluso me pareció notar los primeros síntomas de una cierta felicidad.
Mi cuerpo agotado preguntó a mi mente exhausta:
—Esto es cuanto necesitabas, ¿entonces?
No hubo respuesta, porque ya estaba dormida como un tronco.