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—Ketut, ¿por qué está así de loca la vida? —le pregunto a mi amigo el curandero al día siguiente.
—Bhuta ia, dewa ia —me contesta.
—¿Y eso qué significa?
—El hombre es un demonio, el hombre es un dios. Los dos son verdad.
Esa idea me sonaba. Es una filosofía muy india, típica del yoga, esa noción de que los seres humanos nacen, como me ha explicado mi gurú muchas veces, con igual capacidad para la contracción que para la expansión. Los ingredientes de la oscuridad y los de la luz están presentes en todos nosotros y depende del individuo (o de la familia, de la sociedad) decidir qué va a potenciar: sus virtudes o su malevolencia. La locura de este planeta procede, en gran parte, de la incapacidad humana para alcanzar un equilibrio personal virtuoso. La demencia (colectiva e individual) es la consecuencia.
—Entonces, ¿qué podemos hacer con la locura de este mundo?
—Nada —dijo Ketut, soltando una carcajada, pero con su dosis habitual de amabilidad—. Ésta es la naturaleza del mundo. Piensa sólo en tu locura… para hacer tu paz.
—Pero ¿cómo podemos hallar la paz en nuestro interior? —pregunté a Ketut.
—Con meditación —me contestó—. Meditación sólo busca felicidad y paz. Muy sencillo. Hoy te enseño una nueva meditación para ser aún mejor persona. Se llama Meditación Cuatro Hermanos.
Ketut me explicó que los balineses creen que al nacer nos acompañan cuatro hermanos invisibles, que vienen al mundo con nosotros y nos protegen durante toda nuestra vida. Cuando un bebé está en el útero materno, ya está con los cuatro hermanos, representados por la placenta, el líquido amniótico, el cordón umbilical y esa sustancia cerosa de color amarillento que protege la piel de los niños antes de nacer. Al nacer el niño, los padres guardan la mayor cantidad posible de estos elementos ajenos al parto en sí y los meten en una cáscara de coco que entierran junto a la puerta de la casa familiar. Según los balineses, éste es el sagrado lugar de descanso de los cuatro hermanos nonatos. Por eso lo cuidan durante toda su vida, venerándolo como un santuario.
Cuando adquiere uso de razón, el niño aprende que tiene cuatro hermanos que lo acompañarán vaya donde vaya, cuidándolo siempre. Los cuatro hermanos habitan en las cuatro virtudes necesarias para hallar la serenidad y la felicidad: inteligencia, amistad, fuerza y poesía (ésta me encanta). Si estamos en una situación crítica, podemos pedir a los cuatro hermanos que vengan a sacarnos del apuro. Cuando morimos, los espíritus de nuestros cuatro hermanos son los que llevan nuestra alma al cielo.
Hoy Ketut me ha dicho que jamás ha enseñado a ningún occidental la técnica de la Meditación Cuatro Hermanos, pero cree que yo estoy preparada para aprenderla. Primero me ha enseñado los nombres de mis hermanos invisibles: Ango Patih, Maragio Patih, Banus Patih y Banus Patih Ragio. Luego me ha dicho que tengo que aprenderme los nombres de memoria y pedir a mis hermanos que me ayuden en cualquier momento de la vida en que los necesite. Dice que no tengo que hablarles en un tono formal, como si estuviera hablando con Dios. Puedo hablarles con un cariño normal, porque: «¡Son de tu familia!». Me dice que, si los llamo al lavarme la cara por la mañana, aparecerán. Si los llamo uno por uno antes de cada comida, podrán disfrutar tanto como yo. Si los llamo antes de acostarme, diciendo: «Ahora voy a dormir y vosotros estáis despiertos para protegerme», mis hermanos me ampararán durante toda la noche, defendiéndome de los demonios y las pesadillas.
—Qué bien —le digo—. Porque a veces tengo pesadillas y no pego ojo.
—¿Qué pesadillas?
Le explico al curandero que hay una pesadilla horrible que se me repite desde que soy pequeña, la del hombre con un cuchillo de pie junto a mi cama. Lo veo tan nítido, el hombre es tan real que a veces grito aterrorizada. Siempre me despierto con taquicardia (y los que duermen a mi lado se pegan un buen susto también). Desde que tengo uso de razón esta pesadilla se me repite cada dos o tres semanas.
Cuando se lo cuento a Ketut me dice que, en todos estos años, no he sabido interpretar esa visión adecuadamente. El hombre que aparece en mi habitación con un cuchillo no es un enemigo, sino uno de mis cuatro hermanos. Es el hermano espiritual que representa la fuerza. No tiene intención de atacarme, sino de protegerme mientras duermo. Si me despierto, debe de ser porque percibo la tensión de mi hermano al enfrentarse a algún demonio maligno. Y no es un cuchillo lo que lleva, sino un kris, una pequeña daga muy poderosa. Así que no tengo nada que temer. Puedo dormirme tranquilamente, sabiendo que estoy bien protegida.
—Tú, suerte —me dice Ketut—. Suerte de poder verlo. Yo a veces veo a mis hermanos al meditar, pero es muy raro que una persona normal tenga esa visión. Creo que tú tienes un gran poder espiritual. Espero que un día tú seas una mujer curandera.
—Vale —le digo, riéndome—. Pero quiero tener mi propia serie de televisión.
Ketut me ríe la gracia, sin entenderla, por supuesto, pero le encanta que la gente haga bromas. Entonces me explica que, cuando hable con mis cuatro hermanos espirituales, les tengo que decir quién soy para que me reconozcan. Debo usar el mote secreto por el que me conocen. Tengo que decir: «Soy Lagoh Prano».
Lagoh Prano significa «Cuerpo Feliz».
Vuelvo a casa en bici, pedaleando mi cuerpo feliz cuesta arriba, hacia el monte donde está mi casa, sumida en la luz del atardecer. Al pasar por el bosque, un enorme mono macho salta de un árbol y se planta delante de mí, enseñándome los dientes.
Ni me inmuto.
—Fuera, tío, que tengo cuatro hermanos que no se andan con gilipolleces.
Y seguí de largo.