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Richard el Texano tiene cosas que son para matarlo. Cuando se cruza conmigo en el ashram y se da cuenta por la expresión de mi cara de que estoy a kilómetros de distancia, siempre me dice:
—Dale recuerdos a David.
—Déjame en paz —le contesto—. No tienes ni idea de lo que estoy pensando, listillo.
Por supuesto, tiene toda la razón.
Otra de sus costumbres es esperarme cuando salgo de la sala de meditación, porque le gusta ver la cara de descontrol y cuelgue que tengo al salir de ahí. Como si me hubiera estado peleando con cocodrilos y fantasmas. Dice que nunca ha visto a nadie luchar tanto contra sí misma. Eso no sé si será verdad o no, pero lo cierto es que lo que vivo en la oscuridad de la sala de meditación es bastante intenso. La experiencia más temible es cuando aflojo con miedo la reserva de energía que me queda y me sube por la columna una auténtica turbina. Me río al pensar que haya podido tachar la idea del kundalini shakti de simple mito. Cuando la energía ésta me atraviesa, ruge como un motor diesel en primera y lo único que me pide es una cosa muy simple: ¿Me puedes hacer el favor de ponerte del revés, con los pulmones y el corazón y las vísceras por fuera y el universo entero por dentro? ¿Y puedes hacer eso mismo sentimentalmente también? En este sitio ensordecedor el tiempo se pone a hacer cosas raras y me veo transportada —entumecida, atontada y atónita— a mundos muy extraños, donde experimento todas las sensaciones posibles: el fuego, el frío, el odio, la lujuria, el miedo… Cuando se acaba, me pongo en pie y me tambaleo hacia la luz del día en tal estado —con un hambre devorador, una sed tremenda, excitada sexualmente— que parezco un soldado desembarcando con tres días de permiso. Richard suele estar esperándome, dispuesto a reírse de mí. Siempre me chincha con lo mismo cuando ve la cara desconcertada y agotada con la que salgo:
—¿Crees que alguna vez sacarás algo en claro, Zampa?
Pero esta mañana, después de haber oído rugir al león eso de NO TIENES NI LA MENOR IDEA DE LO FUERTE QUE ES MI AMOR, salgo de meditar sintiéndome la reina de todas las batallas. A Richard no le da ni tiempo de preguntarme si me voy a enterar de algo en esta vida, porque lo miro a la cara y le digo:
—Ya está, listillo.
—Mírala —dice Richard—. Esto sí que es para celebrarlo. Venga, nena, vamos al pueblo, que te invito a un Thumbs-Up[4].
El Thumbs-Up es un refresco indio, una especie de Coca-Cola pero con nueve veces más azúcar y el triple de cafeína. Creo que también es posible que tenga algo de metanfetamina. Yo, cuando lo tomo, veo doble. Un par de veces a la semana Richard y yo vamos andando al pueblo y compartimos una botella pequeña de Thumbs-Up —un deporte de riesgo después de la pureza de la comida vegetariana del ashram—, siempre procurando no tocar la botella con los labios. Richard tiene una norma bastante sensata para viajar por India: «No tocar nada menos a ti mismo». (Sí, también me planteé esa frase como título del libro).
En el pueblo tenemos nuestros sitios preferidos: siempre pasamos a decir una breve oración en el templo y vamos a saludar al señor Panicar, el sastre, que nos da la mano y nos dice: «¡Enhorabuena de conocerte!», todas las veces. Vemos unas vacas que se pasean tan campantes, disfrutando de su estatus de animal sagrado (la verdad es que abusan de sus privilegios con eso de tumbarse en mitad de la calle para demostrar lo benditas que son) y vemos a unos perros rascarse como preguntándose qué hacen ellos en un sitio como ése. Vemos a unas mujeres construyendo calles bajo el sol abrasador, partiendo piedras con unos mazos enormes, descalzas, increíblemente hermosas con sus saris coloreados como joyas y sus collares y pulseras. Nos dedican unas sonrisas deslumbrantes que a mí me cuesta mucho comprender. ¿Cómo pueden estar felices haciendo un trabajo tan duro en unas circunstancias tan terribles? ¿Cómo es posible que no se desmayen todas y se mueran a los quince minutos de estar a pleno sol con un mazo en la mano? Le pido al señor Panicar, el sastre, que me lo explique y me dice que así son todos los paisanos de aquí, que las gentes de estas tierras han nacido acostumbradas a trabajar duro y es lo único que saben hacer.
—Además —añade como el que no quiere la cosa—, las gentes de aquí no viven muchos años.
Es un pueblo pobre, por supuesto, pero no misérrimo para lo que hay en India; la presencia (y la caridad) del ashram y el hecho de que circule algo de dinero occidental suponen una diferencia importante. Tampoco es que haya mucho que comprar aquí aunque a Richard y a mí nos gusta mirar las tienduchas donde venden collares y estatuillas. Hay unos tíos de Cachemira —muy buenos vendedores, la verdad— que se pasan la vida intentando vendernos sus trastos. Hoy uno de ellos me ha dado una matraca de cuidado, preguntándome si «la señora no quiere comprar una magnífica alfombra de Cachemira para su casa».
Al oírle, a Richard le entra la risa. Uno de sus deportes preferidos es reírse de mí por no tener casa.
—No sigas, hermano —le dice al vendedor de alfombras—. Esta pobre mujer no tiene ningún suelo en el que poner una alfombra.
Sin acobardarse el vendedor nos dice: «Entonces, ¿tal vez la señora quiera colgar una alfombra en su pared?».
—Pues, lo que son las cosas —contesta Richard—, el caso es que también anda un poco escasa de paredes.
—¡Pero tengo un alma valerosa! —me defiendo.
—Y otras cualidades magníficas —añade Richard, echándome un cable por una vez en su vida.