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Me he hecho amiga de una niña india de 17 años que se llama Tulsi. Fregamos juntas el suelo del templo todos los días. A última hora de la tarde nos damos un paseo por los jardines del ashram y hablamos de Dios y de música hip-hop, dos temas que a ella le parecen igual de apasionantes. Tulsi es una niña muy mona y muy empollona; y ahora está todavía más graciosa, porque la semana pasada se le cayeron las «lentes» (como ella dice) y, aunque el cristal roto parece una telaraña casi de cómic, ella sigue llevando las gafas. Tulsi tiene muchas cosas interesantes y exóticas: es una adolescente un poco «chicazo», es india, es la rebelde de su familia y está tan obsesionada con Dios que casi parece una colegiala enamorada. Además, habla un inglés británico maravilloso —esa versión cantarina que sólo se oye en India— y que incluye reminiscencias coloniales como: «¡Espléndido!» o «¡Paparruchas!» y que a veces produce frases elocuentes tipo: «Es agradable pasear por la hierba en las primeras horas del día, cuando ya se ha condensado el rocío, porque baja la temperatura corporal de una manera grata y natural». Cuando le dije que iba a pasar un día en Mumbai, Tulsi me dijo: «Por favor, presta atención al caminar, pues verás autobuses veloces por todas partes».

Tiene exactamente la mitad de años que yo y abulta prácticamente la mitad que yo.

Últimamente, Tulsi y yo hablamos del matrimonio durante nuestros paseos. Dentro de poco cumple 18 años, hecho que la convierte en una mujer casadera. La cosa será más o menos así: a partir de su decimoctavo cumpleaños tendrá que asistir a las bodas familiares vestida de sari para dejar claro su estatus de mujer. Una amable amma (tía) se sentará a su lado y le hará un montón de preguntas para irla conociendo. «¿Qué edad tienes? ¿Cómo es tu familia? ¿A qué se dedica tu padre? ¿En qué universidades te gustaría estudiar? ¿Qué temas te interesan? ¿Cuándo es tu cumpleaños?». Y poco después el padre de Tulsi recibirá por correo un abultado sobre con la foto del nieto de esa mujer, un chico que estudia informática en Delhi, incluyendo su carta astral, su expediente académico y la inevitable pregunta: «¿Querría su hija casarse con él?».

A Tulsi todo el tema le parece «un asco».

Pero para una familia es muy importante que los hijos se casen bien. Tulsi tiene una tía que se acaba de afeitar la cabeza para dar las gracias a Dios porque su hija mayor —que tiene la jurásica edad de veintiocho años— se ha casado por fin. Era una chica difícil de casar, porque tenía muchas cosas en contra. Cuando pregunté a Tulsi qué problemas puede haber para casar a una mujer india, me dice que son incontables.

—Que tenga un mal horóscopo, que sea demasiado mayor, que tenga la piel demasiado oscura —me explica—. También puede que sea demasiado culta y no encuentren un hombre con un nivel más alto que el suyo. Ése es un problema muy común hoy en día, porque una mujer no puede ser más culta que su marido. O puede que haya tenido un novio y todo el mundo lo sepa. Uf, entonces sería bastante complicado encontrarle un marido…

Hago un rápido repaso mental de la lista para ver las posibilidades que tendría yo de casarme con un indio. No sé si mi horóscopo es bueno o malo, pero está claro que soy demasiado mayor, excesivamente culta y tengo una moralidad reprobable que he exhibido en público sin ningún recato… No parezco una candidata muy halagüeña. Al menos tengo la piel clara. Es lo único que tengo a mi favor.

La semana pasada Tulsi fue a la boda de otra prima y después me contaba (con una actitud impropia de una chica india) lo mucho que odia las bodas. Todo consiste en bailar y cotillear. Y qué aburrimiento lo de ir tan elegante. Me dice que le gusta mucho más estar en el ashram, fregando suelos y meditando. En su familia nadie la entiende; su devoción por Dios no les parece nada normal.

—Los de mi familia me consideran tan rara que ya ni siquiera me dicen nada —me explica—. Tengo fama de ser una persona a la que si le dices que haga una cosa, hará justo la contraria. Además, tengo mal carácter. Y no he sido demasiado estudiosa, aunque a partir de ahora lo voy a ser, porque en la universidad podré decidir yo sola los temas que me interesan. Quiero estudiar psicología, como hizo nuestra gurú en la universidad. Pero se me considera una chica difícil. Los que me conocen saben que para convencerme de que haga algo hay que darme un buen motivo. Mi madre lo entiende y siempre intenta razonarme las cosas, pero mi padre, no. Y cuando me intenta convencer, sus argumentos no siempre me parecen válidos. A veces no sé por qué tengo una familia como la mía, porque no me parezco a ellos en absoluto.

La prima de Tulsi que se casó la semana pasada sólo tiene 21 años y la siguiente de la lista es su hermana mayor, que sólo tiene 20, así que cuando le llegue el turno la van a presionar mucho para que se case. Le pregunto si quiere casarse y me contesta:

—Nooooooooooooooooooooo…

Su respuesta se prolonga más que la puesta de sol que estamos viendo desde el jardín.

—¡Yo quiero viajar por el mundo! —exclama—. Como tú.

—Tulsi, yo no puedo pasarme la vida viajando, sabes. Y he estado casada.

Frunce el ceño y me mira desconcertada con sus gafas rotas, como si acabara de decirle que antes era morena y le costara imaginarlo. Al cabo de unos segundos me pregunta:

—¿Tú, casada? Me cuesta creer algo así.

—Pues es verdad.

—¿Fuiste tú la que puso fin al matrimonio?

—Sí.

—Me parece muy loable que hayas puesto fin a tu matrimonio. Ahora pareces estar espléndidamente feliz. Pero yo, ¿cómo he llegado aquí? ¿Por qué nací siendo una niña india? ¡Es indignante! ¿Por qué nací en esta familia? ¿Por qué me veo obligada a ir a tantas bodas?

Entonces Tulsi echó a correr en círculos para descargar su frustración, gritando bastante alto (para estar en un ashram):

—¡Quiero vivir en Hawai!

Come, reza, ama
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