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Como lectora e investigadora, me frustra mucho llegar a ese momento de un texto ascético en que el alma abandona el tiempo y el espacio presente y se funde con el infinito. Desde Buda y Santa Teresa hasta los místicos sufíes y mi propia gurú, a lo largo de toda nuestra historia han sido muchas las grandes almas que han querido expresar lo que significa fundirse con la divinidad, pero estas descripciones nunca acaban de satisfacerme. Muchas emplean el exasperante adjetivo indescriptible. Pero hasta los más elocuentes cronistas de la experiencia mística —como Rumi, que decía haberse atado a la manga de Dios, o Hafiz, que aseguraba vivir tan unido a Dios como dos hombres en una pequeña balsa, «riéndonos al toparnos siempre el uno con el otro»—, me dejan insatisfecha, porque no me conformo; quiero experimentarlo yo también. Sri Ramana Maharshi, un venerado gurú indio, daba largas charlas sobre su experiencia trascendental y al final siempre decía a sus alumnos: «Id a descubrirlo vosotros».
Pues yo acabo de descubrirlo. No quiero decir que lo que viví esa tarde de jueves en India fuera indescriptible, pero lo fue. A ver si consigo explicarlo. Resumiendo mucho, me vi transportada por el túnel del Absoluto y, mientras avanzaba a toda velocidad, entendí de golpe el funcionamiento del universo. Salí de mi cuerpo, del templo, del planeta y del tiempo, y entré en el vacío. Estaba dentro del vacío, pero a la vez formaba parte de él y lo contemplaba. Era un lugar de ilimitada paz y sabiduría. Era un lugar consciente e inteligente. Era Dios, lo que significa que estuve dentro de Dios. Pero sin ninguna tosca connotación física, es decir, no era Elizabeth Gilbert encajada en el músculo del muslo de Dios, o algo así. Simplemente, formaba parte de Dios. Y, además, yo también era Dios. Era un fragmento diminuto del universo, pero también era exactamente del mismo tamaño que el universo. («Todos saben que una gota se pierde en un océano, pero pocos saben que un océano se pierde en una gota», escribió el sabio Kabir; y yo atestiguo que es verdad).
Pero aquello no fue una sensación alucinógena. Fue algo completamente básico. Fue celestial, sí. Fue el amor más profundo que he experimentado en mi vida, muy superior al que pudiera haber imaginado, pero no era eufórico. Tampoco era emocionante. Había eliminado el ego y la pasión, así que no podía sentir euforia ni emoción. Aquello era simplemente algo evidente. Fue como estar contemplando una ilusión óptica, forzando la mirada para ver si se descubre el truco, hasta que de pronto cambia la perspectiva y resulta —¡si estaba clarísimo!— que los dos jarrones eran dos rostros. Una vez que se ha desentrañado una ilusión óptica, jamás la volvemos a ver como al principio.
—Así que éste es Dios —pensé—. Pues «encantada de conocerte».
Donde yo estaba no puede describirse como un lugar terrenal. No era oscuro, ni claro; no era grande, ni pequeño. No era un sitio ni yo estaba técnicamente de pie en él ni yo era técnicamente «yo». Aún tenía ideas, pero eran discretas, silenciosas y contemplativas. No sólo sentía una indudable compasión y fusión con todo y con todos, sino que me parecía imposible y verdaderamente extraño que alguien pudiera sentir algo distinto. También me parecían ingenuas y distantes mis antiguas ideas sobre quién y cómo era yo. Soy una mujer, soy estadounidense, soy locuaz, soy escritora. Todo ello me parecía tan gracioso como obsoleto. ¿Por qué te vas a meter en una diminuta caja de identidad pudiendo experimentar tu infinitud?
Me preguntaba: «¿Por qué me habré pasado la vida buscando la felicidad cuando tenía la dicha tan cerca?».
No sé cuánto tiempo estuve sumida en ese magnífico éter unificador antes de pensar repentinamente: «¡Quiero quedarme así para siempre!». Y fue justo entonces cuando empecé a salir de ello. Bastaron esas dos palabritas —¡yo quiero!— para volver lentamente hacia la Tierra. Entonces mi mente empezó a protestar en serio —¡No! ¡Yo no quiero irme de aquí!— mientras seguía mi camino de vuelta.
¡Quiero!
¡No quiero!
¡Quiero!
¡No quiero!
Cada vez que repetía desesperadamente esas palabras notaba cómo iba traspasando las sucesivas capas de mi ilusión, como un héroe de una comedia de acción atravesando una docena de toldos al caer de un edificio. Aquella nostalgia inútil me estaba haciendo regresar a mis pequeños confines, a mis limitaciones de criatura mortal, a mi limitado mundo de viñeta de cómic. Vi regresar mi ego como se ve una foto Polaroid ir tomando nitidez segundo tras segundo —el rostro, las arrugas en torno a la boca, las cejas— hasta quedar completa la foto, hasta que me veo como he sido toda la vida. Me estremezco del miedo y la pena que me da haberme quedado sin una experiencia tan divina como ésta. Pero paralelamente al pánico también descubro un testigo de todo lo sucedido, una versión más sabia y madura de mí, que sacude la cabeza y sonríe, consciente de una cosa: si este estado de felicidad me parecía transitorio, estaba claro que no lo había entendido. Por tanto, aún no estaba preparada para habitarlo de forma completa. Iba a tener que practicar más. En el momento en que descubro eso es cuando Dios me deja ir, me deja colarme entre sus dedos con este último mensaje piadoso y telepático:
Puedes regresar cuando hayas comprendido por completo que siempre estás aquí.