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Pero Wayan tiene que comprarse una casa y me preocupa ver que la cosa no avanza. No entiendo por qué, pero es absolutamente necesario solucionar el tema. Felipe y yo hemos tenido que intervenir. Hemos ido a un agente inmobiliario que nos lleva a ver casas, pero a Wayan no le gusta ninguna de las que le hemos enseñado.
—Wayan, tenemos que comprar algo —le digo sin parar—. Yo me voy en septiembre y antes de irme tengo que poder decirles a mis amigos que su dinero ha ido a parar a una casa para ti. Y tú tienes que buscarte un sitio donde vivir antes de que te desahucien.
—No es tan fácil comprar una tierra en Bali —me contesta ella—. No es como entrar en un bar y comprar una cerveza. Puede llevar tiempo.
—No tenemos tiempo, Wayan.
Pero ella se encoge de hombros y yo recuerdo de nuevo el concepto balinés del «tiempo elástico», que significa que el tiempo es un concepto relativo y chicloso. Para Wayan «cuatro semanas» no significan lo mismo que para mí, como un día no tiene por qué tener veinticuatro horas necesariamente; puede ser más largo o más corto, dependiendo de la naturaleza espiritual y sentimental del día en cuestión. Lo mismo le sucede a mi amigo el curandero con el asunto de su edad, que en lugar de contar los días parece juzgarlos por lo que pesan.
A todas éstas, resulta que no me podía ni imaginar lo caro que es comprarse una casa en Bali. Como todo lo demás es tan barato, lo normal es que la tierra también estuviese infravalorada, pero esa suposición es incorrecta. Comprar un terreno en Bali —sobre todo en Ubud— puede costar tanto como en el condado Westchester, en Tokio o en el californiano Rodeo Drive. Esto es totalmente ilógico, porque una vez que tienes la propiedad no puedes recuperar tu inversión de una manera sensata y tradicional. Si pagas los 25 000 dólares que vale un aro de tierra (un aro es una medida de superficie que podría traducirse por «algo más que una plaza de aparcamiento de un monovolumen»), te puedes construir una tiendecilla donde venderás a los turistas un sarong de batik diario que te dará unos beneficios de unos setenta y cinco centavos la pieza. Es totalmente absurdo.
Pero los balineses valoran su tierra con una pasión que supera los límites de lo puramente económico. Como en este país la tierra es la única riqueza que se reconoce como legítima, es igual de valiosa que una vaca para un masai africano o el brillo de labios para mi sobrina de 5 años. Es decir, siempre se quiere más, es una posesión que hay que conservar como sea y se aspira a tener todas las existencias mundiales.
Por otra parte —como descubro durante el mes de agosto, cuando me interno en un viaje tipo Narnia por las complejidades del sector inmobiliario de Bali—, es casi imposible saber si un terreno está en venta o no. Un balinés que vende una propiedad no quiere que se sepa. Hacerlo público le resultaría bastante útil, pero aquí no son de la misma opinión. Si eres un granjero balinés que vende sus tierras, significa que necesitas dinero desesperadamente, cosa que aquí se considera una humillación. Además, si tus vecinos y tu familia descubren que has vendido unas tierras, sabrán que tienes dinero y vendrán corriendo a pedirte que les prestes algo. La manera de saber si se vende una tierra es… el rumor. Y las negociaciones se llevan a cabo tras un tupido velo de discreción y falsedad.
Los expatriados occidentales que viven aquí —al saber que quiero comprarle un terreno a Wayan— vienen a contarme aleccionadoras historias sobre sus siniestras experiencias. Todos me avisan de que en el sector inmobiliario local uno nunca sabe a qué atenerse. El terreno que se «compra» puede no «pertenecer» a la persona que lo «vende». El tío que te enseña el terreno puede no ser el dueño, sino el amargado sobrino del dueño, que intenta desquitarse con su tío por una vieja rencilla familiar. Y no esperes que los límites de tu propiedad estén claros. Si te compras una finca para hacerte la casa de tus sueños, después puede resultar que está «demasiado cerca de un templo» para obtener el permiso de edificación (y es difícil, en este pequeño país donde hay aproximadamente 20 000 templos, hallar un terreno que no esté cerca de alguno de ellos).
También es muy probable que te toque vivir en la ladera de algún volcán o pegado a alguna falla. Y no sólo me refiero a las fallas geológicas. Con lo idílico que parece, los sabios tienen muy presente que forman parte de Indonesia, el mayor país islámico del mundo, con un sistema político inestable, corrupto desde los altos cargos de justicia hasta el tío que te pone gasolina en el coche (y que sólo pretende llenarte el depósito hasta arriba). Siempre parece haber una revolución inminente y todos tus bienes pueden acabar en manos de los insurgentes. Probablemente, a punta de pistola.
Está claro que no soy quién para llevar a cabo esta peliaguda negociación en absoluto. Porque supe bandeármelas con los documentos de mi divorcio neoyorquino, pero esto es mucho más kafkiano. Lo cierto es que en el banco de Wayan hay 18 000 dólares —donados por mí, mi familia y mis mejores amigos— convertidos en rupias indonesias, una moneda que tiene fama de hundirse de la noche a la mañana, convertida en polvo y paja. Y a Wayan la echan de la tienda en septiembre, que es cuando yo me voy de aquí. Es decir, dentro de unas tres semanas.
Pero mi amiga no consigue encontrar un terreno que le parezca apropiado para construirse una casa. Aparte de todas las consideraciones prácticas, tiene que examinar el taksu —el alma— de cada sitio que ve. Como curandera que es, tiene una sensibilidad especial para detectar el taksu aún mayor que el resto de sus compatriotas. Yo había encontrado un sitio que me parecía perfecto, pero Wayan decía que estaba poseído por demonios enfurecidos. El siguiente lugar fue rechazado por estar demasiado cerca de un río, que, como sabe cualquiera, es donde viven los fantasmas. (El mismo día en que fuimos a verlo Wayan soñó con una hermosa mujer vestida con andrajos, llorando, y ahí se acabó el tema. Ese terreno no se podía comprar). Entonces encontramos una tiendecita estupenda cerca de la ciudad, con jardín y todo, pero estaba en una esquina y sólo los que quieren arruinarse y morir jóvenes se compran una casa en una esquina. Eso lo sabe cualquiera.
—En ese asunto no te metas —me aconseja Felipe—. Confía en mí, cariño. A un balinés no le toques el tema del taksu.
Entonces, la última semana, Felipe encuentra un sitio que parece reunir todos los elementos necesarios: es un terreno pequeño, bonito, cerca del centro de Ubud, en una calle tranquila, cerca de un arrozal, con espacio de sobra para un jardín y ajustado a nuestro presupuesto. Cuando pregunto a Wayan, «¿Lo compramos?», me contesta: «Aún no lo sé, Liz. No se puede correr con una decisión así. Primero tengo que hablar con un sacerdote».
Me explica que tiene que consultar a un sacerdote para encontrar un día adecuado para comprar el terreno si es que se decide a comprarlo. Porque en Bali no puede hacerse nada importante sin haber elegido un día adecuado. Pero no puede ponerse a buscar el día hasta que decida si realmente quiere vivir ahí. Sabiendo que me quedan muy pocos días, le pregunto, como la neoyorquina que soy:
—¿Cuánto tardarás en tener un sueño favorable?
—No se puede ir deprisa en este asunto —me contesta ella, como la balinesa que es.
Pero sería útil, añade, pensando en voz alta, ir a uno de los templos importantes de Bali a hacer una ofrenda y rezar a los dioses para que le envíen un sueño favorable.
—Vale —le digo—. Mañana te puede llevar Felipe al templo grande para que hagas una ofrenda y pidas a los dioses que, por favor, te envíen un sueño favorable.
A Wayan le encantaría, dice. Es una idea genial. Sólo hay un problema. No le está permitido entrar en ningún templo esta semana.
Porque tiene… la menstruación.