60

Richard el Texano también estuvo casado. Tiene dos hijos, ya mayores, que se llevan muy bien con su padre. A veces Richard menciona a su mujer al contar alguna anécdota y siempre habla de ella con cariño. A mí me entra un poco de envidia al oírlo, porque me parece que Richard tiene suerte de llevarse bien con su ex aunque ya se hayan separado. Éste es un curioso efecto secundario de mi terrible divorcio; cuando oigo hablar de parejas que se han separado amistosamente, me pongo celosa. Peor aún, me parece muy romántico que un matrimonio acabe de manera tan civilizada. Pienso: «Mira qué bien… Seguro que se querían mucho…».

Así que un día le hablo a Richard del tema.

—Hablas con cariño de tu exmujer. ¿Os seguís llevando bien?

—Qué va —me contesta muy tranquilo—. Dice que me he cambiado de nombre y que ahora me llamo «Hijo de puta».

La calma con la que se lo toma Richard me impresiona. Mi exmarido también dice que me he cambiado de nombre, pero a mí me deprime mucho que lo diga. Una de las cosas más dolorosas de mi divorcio fue que mi exmarido nunca me perdonó que me hubiera marchado; le importaba un bledo que le diera toneladas de disculpas o explicaciones, que asumiera toda la culpa de lo sucedido, que le ofreciera una serie de activos y actos de contrición a cambio de mi libertad. Jamás se le pasó por la cabeza felicitarme y decirme: «Oye, me han impresionado mucho tu generosidad y tu sinceridad y quiero decirte que ha sido un placer que te divorcies de mí». Eso nunca. Lo mío era imperdonable. Y yo seguía llevando dentro ese oscuro agujero imperdonable. Incluso en los momentos de felicidad y emoción (sobre todo en los momentos de felicidad y emoción) no lograba quitarme esa pena de encima. Él me sigue odiando. Y me daba la sensación de que era algo que llevaría conmigo siempre, algo de lo que no me iba a librar jamás.

Un día estaba hablando de este tema con mis amigos del ashram con la reciente incorporación de un fontanero de Nueva Zelanda, un tío al que le han contado que soy escritora y que ha querido conocerme para decirme que él también escribe. Es un poeta que acaba de publicar en su país un magnífico relato testimonial que se llama El progreso del fontanero[5], sobre su viaje espiritual. El fontanero/poeta de Nueva Zelanda, Richard el Texano, el granjero irlandés, Tulsi, la chicazo india, y Vivian —una mujer mayor de pelo canoso y alborotado y ojos burlones e incandescentes que ha sido monja en Suráfrica— son mis amigos de aquí, un grupo ameno formado por unos personajes que jamás hubiera esperado conocer en un ashram indio.

Un día estamos todos comiendo juntos y, cuando sale el tema del matrimonio, el fontanero/poeta de Nueva Zelanda dice:

—Yo el matrimonio lo veo como una cirugía que une a dos personas con una sutura y el divorcio es una especie de amputación que puede tardar mucho tiempo en curarse. Cuanto más tiempo lleves casado o más brusca sea la amputación, más tardarás en recuperarte.

Eso explicaría la sensación de tener un miembro amputado que llevo años notando desde mi divorcio, como si acarreara una pierna fantasma que me hace tirar cosas de las estanterías y tal.

Richard el Texano me pregunta si voy a pasarme la vida pensando de mí misma lo que pensaba mi exmarido y le contesto que aún no lo tengo muy claro. La verdad es que mi ex me influía mucho y tengo que reconocer que sigo medio esperando que el hombre me perdone, me libere y me deje seguir mi camino tranquilamente.

El granjero irlandés comenta:

—Ponerte a esperar a que ese día llegue no parece una manera muy racional de emplear tu tiempo.

—Gente, ¿qué queréis que os diga? —me defiendo—. La culpa es lo mío. Hay otras mujeres que se dedican a la moda, por ejemplo.

La exmonja católica (que debe de ser experta en el tema de la culpa, digo yo) no se traga mis excusas.

—La culpa es el truco que usa tu ego para convencerte de que estás progresando moralmente. No te dejes engañar, querida.

—Lo peor del final de mi matrimonio es que no hubo final —les explico—. Es como una herida abierta que no se cura nunca.

—Si te empeñas, allá tú —me dice Richard—. Si te lo quieres tomar así, no seré yo quien te lo impida.

—Un día de éstos tengo que solucionar este asunto —afirmo—. Lo que no sé es cómo.

Al acabar de comer, el fontanero/poeta de Nueva Zelanda me pasó una nota. Decía que quería verme después de cenar para enseñarme una cosa. Esa noche me reuní con él junto a las cuevas de meditación y me dijo que tenía un regalo para mí. Me llevó a la otra punta del ashram, entramos en una casa donde yo no había estado nunca, abrió una puerta que estaba cerrada con llave y subimos por unas escaleras traseras. Pensé que debía de conocer toda aquella zona, porque era él quien se encargaba del mantenimiento del aire acondicionado y varios de los módulos estaban allí. Arriba de las escaleras había una puerta que tuvo que abrir con una combinación, cosa que hizo rápidamente, como si la supiera de memoria. Entonces salimos a una hermosa azotea con un suelo de mosaico que brillaba bajo la luz del crepúsculo como el fondo de un lago resplandeciente. Cruzamos juntos la azotea y llegamos a un torreón, una especie de minarete, en cuya puerta me mostró unas escaleras que llevaban arriba del todo. Señalando el torreón, me dijo:

—Y yo ahora me voy. Tú vas a subir hasta arriba y te vas a quedar ahí hasta que se acabe.

—¿Hasta que se acabe el qué? —le pregunté.

Con una sonrisa el fontanero me dio una linterna «para que veas las escaleras cuando bajes» y me dio un papel doblado. Después se fue.

Subí hasta la cúspide del torreón. Estaba en lo más alto del ashram y veía entero el valle fluvial donde estábamos, en mitad de la campiña india. Hasta donde me alcanzaba la vista había montañas y granjas por todas partes. Lo más seguro es que a los estudiantes no les dejaran subir al torreón, pero el lugar era bellísimo. Pensé que era posible que la gurú subiera allí a ver las puestas de sol cuando estaba en el ashram. Y el sol se estaba poniendo precisamente en ese momento. Soplaba una brisa cálida. Desdoblé la hoja de papel que me había dado el fontanero/poeta.

Había escrito lo siguiente:

INSTRUCCIONES PARA LA LIBERTAD

1. Las metáforas de la vida son las instrucciones de Dios.

2. Acabas de subir a lo más alto del tejado. No hay nada que te separe del infinito. Déjate llevar.

3. El día está acabando. Ha llegado el momento de convertir algo que era bello en otra cosa bella. Déjate llevar.

4. Tu anhelo de hallar una solución es una plegaria. Estar aquí es la respuesta de Dios. Déjate llevar y mira las estrellas cuando salgan por fuera y por dentro.

5. Con todo tu corazón ruega por la gracia de Dios y déjate llevar.

6. Con todo tu corazón perdónale, PERDÓNATE A TI MISMA y déjate llevar.

7. Procura mantenerte libre del sufrimiento inútil. Y déjate llevar.

8. Observa cómo el calor del día deja paso al frío de la noche. Déjate llevar.

9. Cuando se acaba el karma de una relación, sólo queda el amor. Y eso es bueno. Déjate llevar.

10. Cuando tu pasado haya pasado al fin, déjalo ir. Ahora puedes bajar y empezar a vivir el resto de tu vida. Déjate llevar.

Durante los primeros minutos no pude parar de reírme. Veía el valle entero por encima del paraguas que formaban los árboles de mango y el viento me alborotaba el pelo como una bandera. Vi ponerse el sol, me tumbé de espaldas en la azotea y vi salir las estrellas. Pronuncié una pequeña oración en sánscrito y la fui repitiendo cada vez que veía salir una estrella en el cielo oscurecido, casi como si las estuviera llamando por su nombre, pero entonces empezaron a salir demasiado rápido y no pude seguirles el ritmo. En poco tiempo el cielo se convirtió en un fulgurante espectáculo de estrellas. Lo único que me separaba de Dios era… nada.

Entonces cerré los ojos y dije:

—Querido Dios, por favor, enséñame todo lo que me queda por aprender sobre el perdón y la rendición.

Lo que había querido durante mucho tiempo era tener una buena conversación con mi exmarido, pero era evidente que eso no iba a suceder. Lo que buscaba era una solución del conflicto, una cumbre por la paz, de la que saliéramos habiendo comprendido los dos lo que nos había pasado en nuestro matrimonio y siendo capaces de perdonarnos lo siniestro que había sido nuestro divorcio. Pero muchos meses de terapia y mediación sólo habían servido para separarnos más y enquistarnos en nuestras respectivas posturas, convirtiéndonos en dos personas absolutamente incapaces de darnos tregua uno al otro. Sin embargo, era lo que ambos necesitábamos, de eso estaba segura. Como estaba segura de que las normas de trascendencia insisten en que no te vas a aproximar ni un centímetro a la divinidad mientras te rindas a la seducción de la culpa, aunque sea un solo ápice. Tan malo como el tabaco para los pulmones es el rencor para el alma; una sola bocanada ya es nociva. Porque, vamos a ver, ¿cómo vamos a rezar algo tipo «El rencor nuestro de cada día, dánosle hoy»? Ya puedes ir abandonando el tema y despidiéndote de Dios si piensas culpar a los demás de los fallos de tu propia vida. Lo que pedí a Dios esa noche en la azotea del ashram fue —dado que probablemente no iba a volver a hablar con mi exmarido en mi vida— si había algo que pudiéramos hacer para comunicarnos. ¿Había algo que pudiéramos hacer para perdonarnos?

Me quedé ahí tumbada, en lo alto del mundo, totalmente sola. Empecé a meditar y esperé a recibir instrucciones sobre lo que tenía que hacer. No sé cuántos minutos o cuántas horas pasaron antes de tener claro lo que tenía que hacer. Me di cuenta de que me había planteado todo el asunto de una manera demasiado literal. ¿Que quería hablar con mi exmarido? Pues adelante. Ése era un buen momento para hablar. ¿Que quería que me perdonaran? Pues podía empezar perdonando yo. En ese mismo momento. Pensé en la cantidad de personas que se mueren sin haber recibido perdón ni haber perdonado. Pensé en la cantidad de personas que han perdido hermanos, amigos, hijos o amantes de haber podido decir o escuchar esas preciosas palabras de clemencia o absolución. ¿Cómo consiguen los supervivientes de una relación soportar el sufrimiento de un asunto inacabado? Desde aquel lugar dedicado a la meditación hallé la respuesta. Puedes acabar el asunto tú mismo, desde dentro de ti. No sólo es posible, sino que es esencial.

Entonces, mientras meditaba, me sorprendí a mí misma haciendo una cosa de lo más extraña. Invité a mi exmarido a reunirse conmigo en aquella azotea india. Le pregunté si sería tan amable de encontrarse allí conmigo para despedirnos como estaba mandado. Entonces esperé su llegada. Y llegó. De pronto su presencia era absoluta y tangible. Casi lo estaba oliendo.

Le dije:

—Hola, cielo.

Estuve a punto de echarme a llorar, pero enseguida comprendí que no venía a cuento. Las lágrimas forman parte de nuestra vida terrenal y los términos en que se iban a encontrar nuestras dos almas en India no tenían nada que ver con el cuerpo. Las dos personas que tenían que hablar una con otra en ese tejado ni siquiera eran personas. Ni siquiera iban a hablar. Ni siquiera eran exesposos. No eran un hombre terco del Medio Oeste ni una mujer yanqui un poco histérica; no eran un tío de cuarenta y tantos ni una tía de treinta y tantos; no eran dos personas limitadas que llevaban años discutiendo sobre sexo, dinero y muebles. Nada de eso tenía la menor importancia. En lo concerniente a aquel encuentro, al nivel que se iba a producir aquella reunión, sólo eran dos frías almas azules que tenían las cosas muy claras. Desligados de sus cuerpos, desligados de la compleja historia de su relación anterior, se reunían sobre esta azotea (en un lugar aún más alto) para compartir su infinita sabiduría. Mientras seguía meditando, vi cómo aquellas dos frías almas azules se aproximaban, fundían, volvían a separarse y contemplaban la perfección y el parecido que compartían. Lo sabían todo. Ya hacía tiempo que sabían y seguirían sabiéndolo todo. No tenían por qué perdonarse; habían nacido perdonándose.

La lección que me enseñaron con su hermoso reencuentro fue: «No te metas en esto, Liz. Tu participación en esta relación se ha acabado. Déjanos a nosotros llevar este asunto a partir de ahora. Tú vive tu vida».

Mucho después abrí los ojos y supe que la historia se había acabado. No sólo mi matrimonio, no sólo mi divorcio, sino ese vacío hueco y siniestro que había acarreado durante años… Se había acabado. Me sentía libre al fin. Aunque eso no significaba que jamás volviera a pensar en mi exmarido ni que hubiera eliminado todos los sentimientos ligados a su recuerdo. Lo que me había dado el ritual de la azotea era un lugar donde poder albergar esos pensamientos e ideas cuando me surgieran en el futuro, cosa que me sucedería durante toda mi vida. Podría enviarlos allí, a aquella azotea guardada en mi memoria, al cuidado de aquellas dos frías almas azules que lo entendían todo y siempre lo entenderían.

Para eso sirven los rituales. Los seres humanos oficiamos ceremonias espirituales para alojar adecuadamente nuestros más profundos sentimientos de alegría o dolor, de modo que no tengamos que cargar siempre con ellos. Todos necesitamos unos ritos que nos proporcionen esos lugares de salvaguardia. Y creo que, si nuestra cultura no posee el rito concreto que necesitamos, entonces estamos en nuestro perfecto derecho de crear una ceremonia propia, empleando el ingenio natural propio de un fontanero/poeta para arreglar todas las roturas de nuestro sistema emocional. Si la ceremonia casera se hace con la suficiente seriedad, Dios será benevolente. Por eso necesitamos a Dios.

Poniéndome en pie, hice el pino en la azotea de mi gurú para celebrar la idea de la liberación. Noté el polvo de los azulejos bajo la palma de las manos. En ese momento fui consciente de mi fuerza y mi equilibrio. Noté la agradable brisa de la noche en las plantas de los pies desnudos. Aquel acto espontáneo —el pino— no es lo típico que hace un alma azul fría e incorpórea, pero un ser humano sí puede hacerlo. Tenemos manos; si queremos, podemos usarlas para hacer el pino. Tenemos ese privilegio. Ésa es la alegría de la que disfruta un cuerpo mortal. Por eso Dios nos necesita. A Dios le gusta sentir las cosas a través de nuestras manos.

Come, reza, ama
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