C82

Una explosión de gas, le dijo al Aux por el interfono. Al parecer sus superiores no les habían dado detalles. Ella estaba bien. Sólo tenía que limpiar.

No mencionó al arcángel. Ni las cenizas que había aspirado y tirado a la basura en la parte trasera.

Había subido a la oficina de Jesiba, para abrazar a Syrinx, acariciarle el pelo, besarle la cabeza todavía húmeda y le dijo varias veces:

—Está bien. Estás bien.

La quimera se quedó dormida sobre su regazo y cuando se aseguró de que su respiración se había calmado, sacó el teléfono del bolsillo trasero de sus mallas.

Tenía siete llamadas perdidas, todas de Jesiba. Y una lista de mensajes. Apenas logró comprender los primeros, pero el que había llegado hacía un minuto decía, Dime que estás bien.

Sentía los dedos distantes, su sangre le palpitaba en las orejas. Pero escribió.

Estoy bien. ¿Vieron lo que sucedió?

La respuesta de Jesiba llegó un momento después.

Sí. Todo. Luego la hechicera añadió, Todos en la Cumbre lo vieron.

Bryce respondió, Qué bueno.

Puso su teléfono en silencio y lo volvió a meter a su bolsillo. Se aventuró entonces a la ruina acuosa de los archivos.

No había rastro de Lehabah en la biblioteca que había quedado sumergida. Ni siquiera una mancha de ceniza.

El cuerpo del nøkk estaba tirado en el entrepiso, su piel reseca se descamaba y con una garra todavía se sostenía de las barras de hierro del barandal del balcón.

Jesiba tenía suficientes hechizos en la biblioteca para proteger los libros y los pequeños tanques y terrarios, aunque sus habitantes estaban frenéticos. Pero el edificio en sí…

El silencio reinaba a su alrededor.

Lehabah ya no estaba. No había una voz en su hombro que se quejara del desorden.

Y Danika… Se quedó con la verdad que Micah había revelado. El Cuerno en su espalda, sano y funcional otra vez. No se sentía diferente, no habría sabido si estaba activo o no de no ser por la descarga horrible que había liberado el arcángel. Al menos no se había abierto un portal. Al menos eso.

Sabía que el mundo llegaría. Que llegaría pronto a su puerta.

Y que tal vez tendría que pagar por lo que acababa de hacer.

Así que Bryce regresó al piso de arriba. Su pierna había sanado. No tenían ningún dolor. El sinte había desaparecido de su sistema…

Bryce vomitó en el basurero junto a su escritorio. El veneno en el antídoto le quemaba al vomitar tanto como cuando se lo tomó, pero no se detuvo. No hasta que no le quedó nada salvo algo de saliva.

Debería llamar a alguien. A quien fuera.

Pero el timbre seguía sin sonar. Nadie llegó a castigarla por lo que había hecho. Syrinx seguía dormido, hecho bolita. Bryce cruzó la galería y abrió la puerta hacia el mundo.

En ese momento escuchó los gritos. Tomó a Syrinx y corrió hacia ellos.

Y cuando llegó, se dio cuenta de por qué no había llegado nadie con ella, o por el Cuerno grabado en su piel.

Tenían problemas mucho más serios.


El caos reinaba en la Cumbre. La Guardia Asteriana se había marchado, quizá para recibir instrucciones de sus amos, y Sandriel se quedó con la boca abierta viendo a Bryce Quinlan aspirar las cenizas de un gobernador como si hubiera tirado unas papas fritas en la alfombra.

Estaba tan distraída que Hunt al fin pudo volver a moverse. Se sentó en la silla vacía junto a Ruhn y Flynn. Su voz era grave.

—Esto acaba de pasar de mal a peor.

De hecho, el Rey del Otoño había puesto a Declan Emmet y a otros dos técnicos a trabajar en seis diferentes computadoras, monitoreando todo, desde la galería hasta las noticias sobre los movimientos del Aux en la ciudad. Tristan Flynn estaba de nuevo al teléfono, discutiendo con alguien en el puesto de comando de las hadas.

Ruhn se frotó la cara.

—La van a matar por esto.

Por asesinar un gobernador. Por demostrar que una duendecilla y una media humana podían enfrentar a un gobernador y ganar. Era absurdo. Tan probable como que una anchoa matara a un tiburón.

Sabine seguía viendo las pantallas sin ver nada, al igual que el antiguo Premier que dormía en su silla al lado de ella. Un lobo cansado y agotado listo para su último sueño. Amelie Ravenscroft, todavía pálida y temblorosa, le ofreció a Sabine un vaso de agua. La futura Premier no le hizo caso.

Del otro lado de la habitación, Sandriel se puso de pie con el teléfono al oído. No volteó a ver a nadie mientras subía por los escalones para salir de la sala. Se fue rodeada por sus triarii. Pollux ya se había recuperado lo suficiente como para volver a adoptar su paso engreído.

A Hunt se le revolvió el estómago al preguntarse si Sandriel estaría a punto de ser coronada arcángel de Valbara. Pollux sonreía tanto para confirmar la posibilidad. Mierda.

Ruhn miró a Hunt.

—Necesitamos un plan, Athalar.

Por Bryce. Para protegerla de alguna manera contra las consecuencias. Si eso era siquiera posible. Si los asteri no estaban ya planeando algo en su contra, dándole órdenes a Sandriel sobre qué tenía que hacer. Para eliminar la amenaza en la que Bryce se acababa de convertir, incluso sin el Cuerno tatuado en su espalda.

Al menos el experimento de Micah había fallado. Al menos eso.

Ruhn repitió, como si se lo estuviera diciendo a sí mismo:

—La van a matar por esto.

La reina Hypaxia se sentó al otro lado de Hunt y lo miró con un gesto de advertencia mientras le mostraba una llave. La metió en las esposas de Hunt y las piedras gorsianas cayeron sobre la mesa.

—Creo que tienen preocupaciones mayores —dijo e hizo un gesto hacia las cámaras de la ciudad que Declan había abierto.

El silencio se extendió por toda la sala de conferencias.

—Dime que no es lo que creo que es —dijo Ruhn.

El experimento de Micah con el Cuerno no había fallado después de todo.