Hunt tuvo una noche para vomitar.
Una noche en esa celda, tal vez el último resabio de seguridad que tendría el resto de su existencia.
Sabía lo que sucedería después de la Cumbre. Cuando Sandriel se lo llevara a su castillo en las montañas salvajes y llenas de niebla del noroeste de Pangera. A la ciudad de piedras grises en su corazón.
A fin de cuentas había vivido ahí más de cincuenta años.
Ella dejó la colección de fotografías en la televisión del pasillo, para que él pudiera ver a Bryce una y otra y otra vez. Ver cómo lo había visto Bryce al final, como si él no fuera un verdadero desperdicio de vida.
No era sólo para torturarlo con lo que había perdido.
Era un recordatorio. De a quién se dirigiría si él desobedecía. Si se resistía. Si peleaba.
Para el amanecer, ya había dejado de vomitar. Se lavó la cara en el pequeño lavabo. Un cambio de ropa había llegado para él. Su armadura negra usual. Sin casco.
Mientras se vestía la espalda no le dejaba de picar y la tela raspaba contra las alas que empezaban a tomar forma. Pronto se regenerarían por completo. Una semana de cuidadosa terapia física después de eso y estaría de vuelta en los cielos.
Si Sandriel lo dejaba salir de los calabozos.
Ella lo había perdido una vez, para pagar sus deudas. Él no se hacía ilusiones de que eso volviera a suceder. No hasta que ella encontrara la forma de romperlo por la manera en que había atacado sus fuerzas en el monte Hermon. Cómo él y Shahar se habían acercado a destruirla por completo.
No fue hasta que casi se puso el sol que vinieron por él. Como si Sandriel hubiera querido hacerlo esperar para ponerlo nervioso durante todo el día.
Hunt les permitió ponerle las esposas de piedras gorsianas de nuevo. Sabía lo que harían las piedras si siquiera se movía mal. Desintegración de sangre y hueso, su cerebro hecho sopa antes de salirle por la nariz.
La guardia armada, de diez soldados, lo llevó de la celda al elevador. Donde Pollux Antonius, el comandante de cabello dorado de los triarii de Sandriel esperaba con una sonrisa en su rostro bronceado.
Hunt conocía esa sonrisa muerta y cruel muy bien. Había hecho su mejor esfuerzo por olvidarla.
—¿Me extrañaste, Athalar? —preguntó Pollux con voz clara que ocultaba el monstruo que vivía dentro. El Martillo podía golpear todo un campo de batalla y deleitarse en cada segundo de la masacre. Cada instante de miedo y dolor. La mayoría de los vanir no habían salido de ahí. Ningún humano.
Pero Hunt no permitió que su rabia, su odio por ese rostro déspota y apuesto se notaran en su cara ni por un instante. Percibió una ligera irritación en los ojos de cobalto de Pollux y sus alas blancas se movieron ligeramente.
Sandriel esperaba en el vestíbulo del Comitium, los últimos rayos del sol se reflejaban en su cabello rizado.
El vestíbulo. No en las plataformas de aterrizaje de arriba. Para que pudiera ver…
Para que pudiera ver…
Justinian todavía colgaba del crucifijo. Pudriéndose.
—Pensamos que querrías despedirte —ronroneó Pollux en su oído cuando cruzaron el espacio—. La espectro, por supuesto, está en el fondo del mar, pero estoy seguro de que sabe que la vas a extrañar.
Hunt dejó que las palabras fluyeran y que salieran. Eso sólo sería el principio. Tanto del Malleus como de la misma Sandriel.
La arcángel le sonrió a Hunt cuando se acercaron, la crueldad de su rostro hacía que la sonrisa de Pollux pareciera francamente agradable. Pero no dijo nada cuando se dio la media vuelta para dirigirse a las puertas del vestíbulo.
Afuera esperaba una camioneta blindada con las puertas traseras abiertas de par en par. Lo esperaba porque no podía volar. Por el brillo de burla en los ojos de Pollux, Hunt tenía la sensación de saber quién lo acompañaría.
Ángeles de los cinco edificios del Comitium llenaban el vestíbulo.
Notó la ausencia de Micah… cobarde. El bastardo no quería mancharse presenciando el horror que había provocado. Pero Isaiah estaba cerca del corazón de la multitud con expresión seria. Naomi le asintió a Hunt con severidad.
Eso era todo lo que se atrevía a hacer, la única despedida que podían tener.
Los ángeles miraron en silencio a Sandriel. A Pollux. A él. No habían venido a burlarse, a ser testigos de su desesperación y humillación. Ellos, también, habían venido a despedirse.
Cada paso hacia las puertas de vidrio era una vida, era imposible. Cada paso era aberrante.
Él había hecho esto, se lo había provocado a sus compañeros y a él, y pagaría por esto una y otra y otra…
—¡Esperen! —se escuchó la voz femenina resonar desde el otro lado del vestíbulo.
Hunt se quedó petrificado. Todos se quedaron petrificados.
—¡Esperen!
No. No, no podía estar aquí. Él no podía soportar que ella lo viera así, con las rodillas temblando y a un instante de volver a vomitar. Porque Pollux iba a su lado y Sandriel frente a él y ellos la destrozarían…
Pero ahí estaba Bryce. Corriendo hacia ellos. Hacia él.
Leía el miedo y el dolor en su rostro, pero sus ojos bien abiertos estaban fijos en él cuando volvió a gritar, a Sandriel, a todo el vestíbulo lleno de ángeles:
—¡Esperen!
Iba sin aliento entre la multitud que le abría paso. Sandriel se detuvo, Pollux y los guardias se pusieron en alerta, lo que obligó a Hunt a hacer una pausa también.
Bryce se derrapó al detenerse frente a la arcángel.
—Por favor —jadeó con las manos en las rodillas, la coleta de caballo le caía sobre su hombro mientras intentaba recuperar el aliento. Sin señal ya del cojeo—. Por favor, esperen.
Sandriel la miró como haría con un mosquito que le estuviera zumbando alrededor de la cabeza.
—¿Sí, Bryce Quinlan?
Bryce se enderezó, todavía jadeando. Miró a Hunt un momento, una eternidad, antes de decirle a la arcángel del noroeste de Pangera:
—Por favor, no se lo lleven.
Hunt apenas podía soportar la súplica de su voz. Pollux emitió una risa suave y odiosa.
Sandriel no se veía contenta.
—Me lo regalaron. Los papeles se firmaron ayer.
Bryce sacó algo de su bolsillo, lo cual hizo que los guardias a su alrededor buscaran sus armas. La espada de Pollux llegó al instante a sus manos y la inclinó hacia ella con eficiencia letal.
Pero no era una pistola ni un cuchillo. Era un pedazo de papel.
—Entonces permíteme comprártelo.
Silencio absoluto.
Sandriel rio entonces, un sonido rico y musical.
—¿Sabes cuánto…?
—Te pagaré noventa y siete millones de marcos de oro.
El piso se movió debajo de los pies de Hunt. La gente ahogó un grito. Pollux parpadeó y miró a Bryce de nuevo.
Bryce le mostró el pedazo de papel a Sandriel, aunque la malakh no lo tomó. Desde donde estaba a un par de metros detrás de la arcángel, la vista aguda de Hunt alcanzó a distinguir lo que decía el papel.
Prueba de fondos. Un cheque del banco emitido a Sandriel. Por casi cien millones de marcos.
Un cheque de Jesiba Roga.
El horror lo empapó y lo dejó sin habla. ¿Cuántos años había añadido Bryce a su deuda?
Él no se lo merecía. No se la merecía. Ni por un instante. Nunca en mil años…
Bryce le dio el cheque a Sandriel.
—Son doce millones más que el precio que tenía cuando lo vendiste, ¿no? Tú…
—Sé contar.
Bryce permaneció con el brazo estirado. Con esperanza en su hermoso rostro. Luego levantó la mano, lo cual hizo que Pollux y los guardias volvieran a tensarse. Pero era para desabrocharse el amuleto dorado que traía al cuello.
—Toma. Para que te decidas. Un amuleto archesiano. Tiene quince mil años de antigüedad y cuesta unos tres millones de marcos de oro en el mercado.
¿Ese diminuto collar valía tres millones de marcos de oro?
Bryce extendió el papel y el collar, con su oro brillante.
—Por favor.
Él no podía permitirle hacerlo. Ni siquiera por lo que le quedaba de alma. Hunt abrió la boca, pero la arcángel tomó el collar de los dedos de Bryce. Sandriel los miró a ambos. Leyó todo en el rostro de Hunt. Una sonrisa de serpiente le deformó la boca.
—Tu lealtad a mi hermana era lo único bueno que tenías, Athalar —apretó la mano alrededor del amuleto—. Pero parece ser que esas fotografías no mentían.
El amuleto archesiano se fundió en hilos de oro en el piso.
Algo se rompió en el corazón de Hunt al ver la devastación que contorsionó el rostro de Bryce.
Le dijo en voz baja a ella, sus primeras palabras en todo el día.
—Sal de aquí, Bryce.
Pero Bryce guardó el cheque. Y cayó de rodillas.
—Entonces llévame a mí.
El terror lo azotó con tal violencia que no tenía palabras cuando Bryce miró a Sandriel con lágrimas en los ojos y dijo:
—Llévame a mí en su lugar.
Pollux empezó a sonreír despacio.
No. Ella ya había cambiado su lugar de descanso eterno en el Sector de los Huesos para Danika. No podía permitirle intercambiar su vida mortal por él. No por él…
—¡No te atrevas!
El hombre gritó desde el otro lado del vestíbulo. Luego llegó Ruhn, envuelto en sombras, con Declan y Flynn a su lado. No fueron tan tontos como para sacar sus pistolas al ver a los guardias de Sandriel. Se dieron cuenta de que Pollux Antonius, el Malleus, tenía la espada desenfundada para atravesar el pecho de Bryce si Sandriel solo asentía para autorizarlo.
El Príncipe Heredero de las hadas señaló a Bryce.
—Levántate del piso.
Bryce no se movió. Le repitió a Sandriel.
—Llévame en su lugar.
Hunt le gritó a Bryce.
—Cállate.
Justo en ese momento Ruhn le gritaba a la arcángel:
—No escuches una sola de las palabras que diga…
Sandriel dio un paso hacia Bryce. Otro. Hasta que estuvo frente a ella, para mirarle el rostro sonrojado.
Hunt suplicó:
—Sandriel…
—Ofreces tu vida —le dijo Sandriel a Bryce—. Sin coerción, sin ser obligada.
Ruhn se aventó al frente, sus sombras se desdoblaron a su alrededor, pero Sandriel levantó una mano y un muro de viento lo mantuvo en su lugar. Ahuyentó las sombras del príncipe y las desbarató hasta no dejar nada.
También controló a Hunt mientras Bryce veía a Sandriel a los ojos y decía:
—Sí. A cambio de la libertad de Hunt me ofrezco a mí misma en su lugar.
Su voz temblaba, se quebraba. Ella sabía cómo había sufrido él en las manos de la arcángel. Sabía que lo que le aguardaría a ella sería todavía peor.
—Todo el mundo me diría tonta si aceptara esta oferta —dijo Sandriel—. Una mestiza sin poder ni esperanza de tenerlo, a cambio de la libertad de unos de los malakim más poderosos que hayan oscurecido los cielos jamás. El único guerrero de Midgard que puede controlar los relámpagos.
—Sandriel, por favor —suplicó Hunt.
El aire le arrancó las palabras de la garganta.
Pollux volvió a sonreír. Hunt le enseñó los dientes mientras Sandriel le limpiaba las lágrimas a Bryce de la mejilla.
—Pero yo sé tu secreto, Bryce Quinlan —susurró Sandriel—. Yo sé que eres un premio.
Ruhn interrumpió.
—Es suficiente…
Sandriel volvió a acariciar la cara de Bryce.
—La única hija del Rey del Otoño.
A Hunt se le doblaron las rodillas.
—Mierda —exhaló Tristan Flynn. Declan se puso tan pálido como la muerte.
Sandriel le ronroneó a Bryce:
—Sí, serías un gran premio.
El rostro de su primo lucía demacrado por el terror.
No primo. Hermano. Ruhn era su hermano. Y Bryce era…
—¿Qué piensa tu padre de que su hija bastarda pida prestada una cantidad tan grande a Jesiba Roga? —continuó Sandriel riendo porque Bryce empezó a llorar de verdad—. Qué vergüenza le traería a su casa real saber que vendiste tu vida a una hechicera mediocre.
Los ojos suplicantes de Bryce vieron los de él. Los ojos de ámbar del Rey del Otoño.
Sandriel dijo:
—¿Pensabas que estabas a salvo de mí? ¿Que después de ese numerito que hiciste cuando llegué no investigaría tu historia? Mis espías son los mejores. Encuentran lo que no puede encontrarse. Incluyendo tu prueba de expectativa de vida de hace doce años y quién reveló que era tu padre. Aunque él pagó mucho dinero para mantenerlo oculto.
Ruhn dio un paso al frente, ya fuera porque logró vencer el viento de Sandriel o porque ella se lo permitió. Tomó a Bryce por debajo del brazo y la levantó para ponerla de pie.
—Ella es un miembro de la casa real de las hadas y una civitas completa de la República. Yo la reconozco y la clamo como mi hermana y familia.
Palabras antiguas. De leyes que nunca habían cambiado aunque la ideología fuera diferente.
Bryce volteó a verlo.
—No tienes derecho…
—Con base en las leyes de las hadas, según fueron aprobadas por los asteri —continuó Ruhn—, ella es mi propiedad. De mi padre. Y no le permito intercambiarse por Athalar.
A Hunt casi se le vencieron las piernas por el alivio que sintió. Bryce empujó a Ruhn, lo rasguñó y gruñó:
—No soy tu propiedad…
—Eres una mujer hada de mi sangre —dijo Ruhn con frialdad—. Eres mi propiedad y de nuestro padre hasta que te cases.
Ella miró a Declan, a Flynn, cuyos rostros solemnes debieron informarle que no encontraría aliados en ellos. Le siseó a Ruhn:
—Nunca te voy a perdonar. Nunca…
—Hemos terminado aquí —le dijo Ruhn a Sandriel.
Jaló a Bryce y sus amigos lo siguieron en formación a su alrededor. Hunt intentó memorizar su cara, a pesar de que la desesperación y la rabia la habían deformado.
Ruhn volvió a jalarla, pero ella se resistió.
—Hunt —temblando estiró la mano hacia él—. Encontraré el modo.
Pollux rio. Sandriel empezó a voltearse, aburrida.
Pero Bryce continuó con el brazo extendido aunque Ruhn intentaba arrastrarla hacia las puertas.
Hunt se quedó viendo sus dedos extendidos. Su mirada desesperada.
Nadie había luchado por él jamás. A nadie le había importado tanto nunca.
—Hunt —suplicaba Bryce, temblando. Sus dedos se estiraban aún más—. Voy a encontrar la manera de salvarte.
—Basta —le ordenó Ruhn e intentó tomarla de la cintura.
Sandriel caminó hacia las puertas del vestíbulo y al vehículo que los esperaba. Le dijo a Ruhn:
—Deberías haberle cortado la garganta a tu hermana cuando pudiste, príncipe. Lo digo por experiencia propia.
Los sollozos desgarradores de Bryce destrozaron a Hunt cuando Pollux lo empujó para que empezara a moverse.
Ella nunca dejaría de luchar por él, nunca se daría por vencida. Así que Hunt decidió ponerle fin a la situación al pasar a su lado a pesar de que cada una de las palabras lo estaba haciendo pedazos:
—No te debo nada y no me debes nada. Nunca vengas a buscarme otra vez.
Bryce movió la boca para pronunciar su nombre. Como si él fuera la única persona en la habitación. La ciudad. El planeta.
Y cuando Hunt estuvo dentro de la camioneta blindada, cuando sus cadenas estuvieron ancladas a los lados metálicos y Pollux sonreía frente a él, cuando el conductor inició el camino de cinco horas hacia el poblado en el corazón del desierto Psamathe donde sería la Cumbre en cinco días, al fin se permitió respirar.
Ruhn vio cómo Pollux subía a Athalar en la camioneta de la prisión. Vio cómo se encendía y salía a toda velocidad, vio cómo la multitud del vestíbulo se empezaba a dispersar, marcando el final de este puto desastre.
Hasta que Bryce se liberó de sus manos. Hasta que Ruhn la soltó. Un odio puro y sin diluir le deformaba las facciones cuando repitió:
—Nunca te perdonaré por esto.
Ruhn dijo con frialdad:
—¿Tienes idea de lo que Sandriel le hace a sus esclavos? ¿Sabes que el que estaba con ella era Pollux Antonius, el puto Martillo?
—Sí. Hunt me lo contó todo.
—Entonces eres una reverenda pendeja —ella se le puso de frente, pero Ruhn le dijo furioso—. No me voy a disculpar por protegerte, no de ella y no de ti misma. Entiendo, de verdad. Hunt era tu… lo que sea que haya sido para ti. Pero lo último que él querría sería…
—Vete al carajo —dijo ella con la respiración entrecortada—. Vete al carajo, Ruhn.
Ruhn movió la barbilla hacia las puertas del vestíbulo para indicarle que se largara.
—Ve a llorarle a alguien más. Te va a costar trabajo encontrar alguien que esté de acuerdo contigo.
Ella enroscó los dedos a los lados, como si lo fuera a golpear, a arañar, a hacer pedazos.
Pero sólo escupió a los pies de Ruhn y se fue. Bryce llegó donde estaba su motoneta y no miró atrás al salir a toda velocidad.
Flynn dijo en voz baja:
—¿Qué carajos, Ruhn?
Ruhn inhaló. Ni siquiera quería pensar en qué tipo de trato había hecho con la hechicera para conseguir esa cantidad de dinero.
Declan estaba negando con la cabeza. Y Flynn… tenía una expresión de decepción y dolor.
—¿Por qué no nos dijiste? ¿Tu hermana, Ruhn? —Flynn señaló las puertas de vidrio—. Es nuestra puta princesa.
—No lo es —gruñó Ruhn—. El Rey del Otoño no la ha reconocido y no lo hará nunca.
—¿Por qué? —exigió saber Dec.
—Porque es su hija bastarda. Porque no la quiere. No lo sé —Ruhn gritó.
No podía, no lo haría, decirles cuáles eran sus propios motivos para hacerlo. Ese miedo profundamente arraigado de lo que la profecía del Oráculo podría significar para Bryce si ella alguna vez recibía un título real. Porque si toda la línea real terminara con Ruhn, y Bryce era oficialmente una princesa de su familia… Ella tendría que desaparecer para que se cumpliera. Para siempre. Él haría todo lo necesario para mantenerla a salvo de esa condena en particular. Aunque el mundo lo odiara por ello.
De hecho, al ver los gestos de desaprobación de sus amigos, dijo molesto:
—Lo único que sé es que me dieron la orden de nunca revelarlo, ni siquiera a ustedes.
Flynn se cruzó de brazos.
—¿Crees que le hubiéramos dicho a alguien?
—No. Pero no podía arriesgarme a que él se enterara. Y ella no quería que nadie lo supiera —y ahora no era el momento ni el lugar para hablar de eso—. Tengo que hablar con ella.
No sabía cómo manejaría lo que sucediera después de hablar con Bryce.
Bryce se fue al río. A los arcos del Muelle Negro.
Cuando encadenó su motoneta a un poste de alumbrado ya estaba oscuro. La noche era fresca y agradeció traer la chamarra de Danika para cubrirse mientras miraba al otro lado del Istros desde el borde del muelle oscuro.
Se dejó caer de rodillas despacio e inclinó la cabeza.
—Todo está tan jodido —susurró con la esperanza de que las palabras llegaran al otro lado del agua, a las tumbas y mausoleos ocultos detrás del muro de niebla—. Todo está tan, tan jodido, Danika.
Había fracasado. Había fracasado completa y absolutamente. Y Hunt estaba… estaba…
Bryce enterró la cara entre las manos. Por un rato, los únicos sonidos que se escucharon fueron el viento que soplaba entre las palmeras y el sonido del agua del río que chocaba contra el muelle.
—Desearía que estuvieras aquí —se permitió Bryce decir al fin—. Todos los días lo deseo pero sobre todo hoy.
El viento se silenció, las palmeras se quedaron quietas. Incluso el río pareció detenerse.
Sintió un escalofrío que la recorrió. Todos sus sentidos, de hada y de humana, estaban en alerta. Buscó entre la niebla, esperando, rezando por ver un barco negro. Estaba tan ocupada buscando que no vio el ataque que venía.
No volteó a ver al demonio kristallos que saltaba de las sombras con la mandíbula abierta y la tacleó hasta que cayó a las aguas arremolinadas.