—Por favor.
El gemido del metamorfo macho apenas se alcanzaba a discernir por la sangre que le llenaba la boca, las fosas nasales. Pero lo volvió a intentar.
—Por favor.
La espada de Hunt Athalar goteaba sangre en la alfombra empapada del sucio departamento en los Prados. El visor de su casco también estaba salpicado y manchaba su línea de visión mientras evaluaba al tipo parado frente a él.
Aunque, técnicamente, estaba hincado.
Los amigos del metamorfo estaban tirados en el piso de la sala; uno de ellos todavía con sangre brotándole del muñón del cuello. Su cabeza cercenada estaba sobre el viejo sofá y la cara con la boca abierta había rodado hasta quedar recargada en los cojines planos por los años de uso.
—Te lo diré todo —suplicó sollozando y sosteniendo la herida de su hombro con una mano—. No te lo dijeron todo, pero yo puedo hacerlo.
El terror del macho llenaba la habitación y su olor era más potente que el olor de la sangre, el hedor tan fuerte como orina seca en un callejón.
La mano enguantada de Hunt apretó la espada. El metamorfo notó esto y empezó a temblar. Una mancha más clara que la sangre empezó a formarse en su pantalón.
—Te diré más —insistió otra vez.
Hunt plantó los pies, se apoyó con fuerza en el piso y blandió su espada.
Las vísceras se derramaron en la alfombra con un sonido húmedo. El metamorfo seguía gritando.
Y Hunt continuó trabajando.
Hunt llegó a las barracas del Comitium sin que nadie lo viera.
A esta hora, la ciudad al menos parecía estar dormida. Los cinco edificios que configuraban el complejo del Comitium también. Pero las cámaras que estaban colocadas por todas partes en las barracas de la Legión 33ª, la segunda de las torres coronadas por agujas del Comitium, lo veían todo. Lo escuchaban todo.
Los pasillos de loseta blanca estaban en penumbras, no había rastro de la actividad que los llenaría en cuanto llegara el amanecer.
El visor del casco hacía que todo se viera con relieves pronunciados y los receptores de audio captaban sonidos que provenían de detrás de las puertas cerradas a cada lado del pasillo: vigilantes de bajo nivel jugando algún videojuego, haciendo un esfuerzo por mantener sus voces bajas mientras se insultaban unos a otros; una vigilante mujer hablando por teléfono; dos ángeles cogiendo como locos; y varios roncando.
Hunt pasó junto a su propia puerta, pero se dirigió al baño compartido en el centro del largo pasillo, accesible sólo a través de la habitación común. Toda esperanza de regresar sin que lo vieran desapareció al notar una luz dorada escapando por debajo de la puerta cerrada y el sonido de voces del otro lado.
Demasiado cansado, demasiado sucio, Hunt no se molestó en saludar al entrar a la habitación común. Avanzó entre los sillones y sillas hacia el baño.
Naomi estaba echada con las alas abiertas en el sillón verde y desgastado que quedaba frente a la televisión. Viktoria estaba sentada en un sillón individual a su lado, viendo las noticias deportivas del día, y al otro lado del sillón estaba Justinian, todavía vestido con su armadura negra de legionario.
La conversación se detuvo cuando entró Hunt.
—Hola —dijo Naomi con su trenza negra como tinta colgando de su hombro. Estaba vestida con su ropa negra habitual, la ropa negra habitual de los triarii, aunque no había rastro de sus impresionantes armas ni de sus fundas.
Viktoria pareció conformarse con que Hunt pasara sin saludar. Por eso le agradaba la espectro más que casi cualquier otra persona en el círculo interno de guerreros de Micah Domitus. Le agradaba desde aquellos primeros días en la 18ª, cuando ella era una de los pocos vanir no-ángeles en unirse a su causa. Vik nunca presionaba cuando Hunt no quería ser molestado. Pero Justinian…
El ángel olfateó la sangre de la ropa de Hunt, de sus armas. Todas las diferentes personas a quienes pertenecía. Justinian silbó.
—Estás muy enfermito, ¿sabías?
Hunt continuó su camino hacia la puerta del baño. Sus relámpagos apenas vibraron un poco en su interior.
Justinian continuó.
—Una pistola hubiera sido mucho más limpia.
—Micah no quería una pistola para esto —dijo Hunt con la voz hueca incluso para sus propios oídos. Así había sido durante siglos ya; pero esta noche, estas personas que había matado, lo que habían hecho para ganarse la ira del arcángel…—. No merecían una pistola —corrigió. Ni el golpe veloz de sus relámpagos.
—Yo no quiero ni saber —gruñó Naomi y subió el volumen de la televisión. Apuntó el control remoto hacia Justinian, el más joven de los triarii—. Y tú tampoco, así que cállate.
No, en realidad no querían saber.
Naomi —la única entre los triarii que no era Caída— le dijo a Hunt:
—Isaiah me contó que Micah quiere que ustedes dos jueguen al investigador mañana por algo que pasó en la Vieja Plaza. Dice Isaiah que te va a llamar después del desayuno para darte más detalles.
Él apenas registró las palabras. Isaiah. Mañana. Vieja Plaza.
Justinian resopló.
—Buena suerte, hombre —bebió de su cerveza—. Yo odio la Vieja Plaza, son puros tarados de la universidad y turistas raros.
Naomi y Viktoria gruñeron para indicar que compartían su opinión.
Hunt no les preguntó por qué estaban despiertos, ni dónde estaba Isaiah, dado que no podía darle el mensaje en persona. El ángel quizá estaría con el macho apuesto en turno.
Como Comandante de la 33ª, adquirido por Micah para apoyar las defensas de Ciudad Medialuna, Isaiah disfrutaba cada segundo en este lugar desde que había llegado hacía más de una década. En cuatro años, Hunt no había visto cuál era el atractivo de la ciudad aparte de ser una versión más limpia y más organizada de cualquier otra metrópolis de Pangera, con calles rectas en vez de ser curvas sinuosas que con frecuencia cambiaban de dirección totalmente, como si no tuvieran ninguna prisa en llegar a algún lado.
Pero al menos no era Ravilis. Y al menos los gobernaba Micah, no Sandriel.
Sandriel era la arcángel y gobernadora del cuadrante noroeste de Pangera, así como la dueña anterior de Hunt antes de que Micah intercambiara con ella porque éste quería que Hunt limpiara Ciudad Medialuna de todos sus enemigos. Sandriel, la hermana gemela de su amante muerta.
Los documentos formales establecían que las obligaciones de Hunt incluirían rastrear y eliminar cualquier demonio suelto. Pero considerando que ese tipo de desastres nada más ocurrían una o dos veces al año, era más que obvio por qué había sido comprado. Fue el responsable de la mayoría de los asesinatos de Sandriel, la arcángel que tenía el mismo rostro que su amada, durante los cincuenta y tres años que fue su propiedad.
Era algo raro, que ambas hermanas tuvieran un título de arcángel y el poder que implicaba. Eran un buen presagio, pensaba la gente. Hasta que Shahar —hasta que Hunt al mando de sus fuerzas— se había rebelado en contra de todo lo que representaban los ángeles. Y había traicionado a su hermana en el proceso.
Sandriel era la tercera dueña de Hunt después de la derrota en monte Hermon y había sido lo bastante arrogante para pensar que a pesar de que ninguna de las dos arcángeles anteriores a ella lo había logrado, ella sería la que lograría romperlo. Primero en su espectáculo de terror en los calabozos. Luego en su arena bañada en sangre en el corazón de Ravilis, donde lo enfrentó contra guerreros que nunca tuvieron una oportunidad de defenderse. Luego ordenándole que hiciera lo que hacía mejor: meterse a una habitación y terminar con vidas. Una tras otra tras otra, año tras año, década tras década.
Sandriel sin duda tenía motivos para querer romperlo. Durante esa batalla demasiado corta en Hermon, Hunt fue el encargado de diezmar sus fuerzas. Sus relámpagos habían convertido a soldado tras soldado en cascarones carbonizados antes de poder siquiera desenvainar sus espadas. Sandriel era el objetivo principal de Shahar y le ordenó a Hunt eliminarla. Por el medio que fuera necesario.
Y Shahar tenía motivos para ir en contra de su hermana. Sus padres fueron ambos arcángeles cuyos títulos pasaron a sus hijas incluso después de que un asesino había logrado de alguna manera hacerlos pedazos.
Nunca olvidaría la teoría de Shahar: que Sandriel había matado a sus padres e inculpado al asesino. Que lo había hecho por ella misma y su hermana, para que pudieran gobernar sin interferencia. Nunca tuvieron las pruebas para acusar a Sandriel del asesinato, pero Shahar lo creyó hasta el día de su muerte.
Como consecuencia, Shahar, la Estrella Diurna, se había rebelado en contra de los demás arcángeles y los asteri. Quería un mundo libre de las jerarquías rígidas, sí, y hubiera llevado su rebelión hasta el palacio de cristal de los asteri si hubiera tenido éxito. Pero también quería que su hermana pagara. Así que había liberado a Hunt.
Tontos. Todos habían sido unos tontos.
Daba igual si él admitía su descuido. Sandriel creía que él había influido para atraer a su gemela a la rebelión, que él había puesto a Shahar en su contra. Que, de alguna manera, cuando desenfundaron sus armas para pelear hermana contra hermana, prácticamente idénticas en rostro, complexión y técnica de pelea que era como ver a alguien luchar contra su reflejo, era su puta culpa que la pelea hubiera terminado con una de ellas muerta.
Al menos Micah le había ofrecido la oportunidad de redimirse. De probar su completa lealtad y sumisión a los arcángeles, al imperio, y luego un día lograr que le quitaran el halo. En décadas, tal vez siglos, pero considerando que los ángeles más viejos vivían hasta casi los ochocientos años… tal vez podría volver a ganarse su libertad a tiempo para envejecer. Podría morir libre.
Micah le había ofrecido a Hunt esto desde el primer día que llegó a Ciudad Medialuna, hacía cuatro años: un asesinato por cada vida que hubiera tomado aquel sangriento día en monte Hermon. Debería pagar cada ángel que hubiera matado en esa funesta batalla. En la forma de más muerte. Una muerte por una muerte había dicho Micah. Cuando pagues la deuda, Athalar, discutiremos retirar el tatuaje de tu frente.
Hunt nunca supo cuál era la cuenta, cuántos había matado aquel día. Pero Micah, que había estado en el campo de batalla, que había observado cuando Shahar cayó a manos de su hermana gemela, tenía la lista. Tuvieron que pagar comisiones por cada uno de los legionarios. Hunt había estado a punto de preguntar cómo habían podido determinar cuáles de los ataques mortales se debían a su espada y no la de alguien más, cuando vio la cifra.
Dos mil doscientos diecisiete.
Era imposible que él personalmente hubiera matado a tantos en una batalla. Sí, había usado sus relámpagos; sí, había hecho explotar unidades enteras, pero… ¿tantos?
Se quedó con la boca abierta. Tú eras el general de Shahar, dijo Micah. Tú eras el comandante de la 18ª. Así que tú pagarás, Athalar, no sólo por las vidas que tú extinguiste sino también por las que se llevó tu legión de traidores. Ante el silencio de Hunt, Micah agregó: Esto no es una tarea imposible. Algunas de mis misiones contarán por más de una vida. Compórtate, obedece y podrás llegar a este número.
Durante ya cuatro años se había comportado. Había obedecido. Y esta noche llegaba a un gran total de putos ochenta y dos.
Era lo mejor que podía esperar. Era para lo que trabajaba. Ningún otro arcángel le había ofrecido siquiera la oportunidad. Era por lo cual hizo todo lo que Micah le ordenó hacer esta noche. Por lo que todos sus pensamientos se sentían distantes, su cuerpo se distanciaba de él, su cabeza estaba llena de un rugido apagado.
Micah era un arcángel. Un gobernador designado por los asteri. Era rey entre los ángeles, una ley en sí mismo, en especial en Valbara, que estaba tan lejos de las siete colinas de la Ciudad Eterna. Si él consideraba que alguien era una amenaza o necesitaba justicia, entonces no habría ni investigación ni juicio.
Sólo sus órdenes. Por lo general, dirigidas a Hunt.
Llegaban en la forma de un expediente al buzón de las barracas con la cresta imperial al frente. No mencionaba ni su nombre. Nada más SPQM y las siete estrellas rodeando las letras.
El expediente contenía todo lo que necesitaba: nombres, fechas, delitos y una línea de tiempo para que Hunt hiciera lo que hacía mejor. Además de cualquier petición especial de Micah acerca del método a emplearse.
Esta noche había sido bastante sencilla: sin pistolas. Hunt comprendió la orden implícita: hazlos sufrir. Así que eso hizo.
—Hay una cerveza con tu nombre para cuando salgas —dijo Viktoria y sus miradas se cruzaron a pesar de que Hunt todavía traía puesto el casco. Era sólo una invitación informal y desenfadada.
Hunt continuó su camino hacia el baño. Las lucesprístinas empezaron a encenderse cuando él cruzó por la puerta y se acercó a una de las duchas. Abrió el agua lo más caliente posible antes de caminar de regreso a la hilera de lavabos de pedestal.
En el espejo sobre uno de ellos, el ser que le devolvía la mirada era tan malo como un segador. Peor.
Tenía sangre salpicada en el casco, justo encima de la cara de la calavera pintada de plateado. Brillaba ligeramente sobre las escamas intrincadas de cuero de su traje de batalla, en sus guantes negros, en las espadas gemelas que se asomaban detrás de sus hombros. Tenía gotas de sangre hasta en las alas grises.
Hunt se quitó el casco y se apoyó con las manos en el lavabo.
Bajo las lucesprístinas intensas del baño, su piel morena clara se veía pálida y contrastaba con la banda de espinas negras que le atravesaban la frente. El tatuaje… con ése ya había aprendido a vivir. Pero le repelía la mirada de sus ojos oscuros. Vidriosa. Vacía. Como estar mirando dentro del Averno.
Orión lo había llamado su madre. Cazador. Hunter. Dudaba que su madre lo hubiera hecho, lo hubiera llamado Hunt, con cariño, si hubiera sabido en lo que se convertiría.
Hunt miró donde sus guantes habían dejado marcas rojas en el lavabo de porcelana.
Se quitó los guantes con un tirón brutal y eficiente y luego se dirigió a la ducha que ya estaba a una temperatura casi ardiente. Se quitó las armas y luego el traje de batalla y continuó dejando marcas sangrientas en la loseta.
Hunt se paró debajo del chorro de agua y se sometió a su ardiente e implacable ataque.