C80

Unas luces rojas hicieron erupción y el mundo se encendió de colores. Un rugido se elevó del piso inferior y la galería se sacudió.

Bryce lo supo.

Supo que el tanque había explotado y que Lehabah había sido arrastrada con él. Supo que el nøkk, expuesto al aire, también había muerto. Supo que Micah se retrasaría un poco.

Syrinx seguía lloriqueando en sus brazos. Había vidrio en todo el piso de la galería, la ventana de la oficina de Jesiba hecha añicos en el nivel de arriba.

Lehabah había muerto.

Bryce enroscó los dedos como garras a sus costados. La luz roja de las alarmas le nubló la vista. Sintió con gusto que el sinte entraba a su corazón. Cada gramo destructivo, furioso y gélido de la sustancia.

Bryce se arrastró hacia la puerta principal. El vidrio roto crujía debajo de ella. Un poder, hueco y frío, vibraba en las puntas de sus dedos.

Tomó la perilla de la puerta y se levantó. Abrió la puerta hacia la luz dorada del atardecer.

Pero no salió.

Lehabah no le había dado tiempo para hacer eso.


Hunt sabía que Lehabah había muerto al instante, con la misma certeza de una antorcha metida a un balde con agua.

La ola lanzó al nøkk hacia el entrepiso, donde se retorcía, ahogándose en el aire que le carcomía la piel. Incluso lanzó a Micah de regreso hacia el baño.

Hunt sólo podía mirar y mirar. La duendecilla ya no estaba.

—Mierda —susurró Ruhn.

—¿Dónde está Bryce? —preguntó Fury.

El piso principal de la galería estaba vacío. La puerta estaba abierta, pero…

—Carajo —susurró Flynn.

Bryce estaba subiendo las escaleras. A la oficina de Jesiba. El sinte era lo que le daba la energía para correr así. Sólo ese tipo de droga podía controlar el dolor de esa manera. Y la razón.

Bryce dejó a Syrinx en el piso al entrar a la oficina y luego saltó por encima del escritorio. Hacia la pistola desarmada que estaba montada en el muro detrás.

El rifle Matadioses.

—Lo va a matar —susurró Ruhn—. Va a matarlo por lo que le hizo a Danika y la jauría.

Antes de sucumbir al sinte, Bryce haría esto último por sus amigos. Sus últimos momentos de claridad. De su vida.

Sabine guardaba un silencio sepulcral. Pero temblaba sin control.

Hunt sintió que las rodillas se le doblaban. No podía ver esto. No lo vería.

El poder de Micah retumbó en la biblioteca. Abrió las aguas a medida que se abría paso por el lugar.

Bryce tomó las cuatro partes del rifle Matadioses montado en la pared y las lanzó sobre el escritorio. Abrió la caja fuerte y buscó dentro. Sacó un vial de vidrio y se tomó una especie de poción, ¿otra droga? ¿Qué más tendría la hechicera ahí dentro? Y luego sacó una delgada bala de oro.

Medía quince centímetros y tenía la superficie grabada con una calavera alada y sonriente en uno de los lados. En el otro, dos simples palabras:

Memento Mori.

Recuerda que morirás. Ahora parecían más una promesa y no tanto el recordatorio inofensivo del Mercado de Carne.

Bryce sostuvo la bala entre sus dientes y tomó la primera pieza del rifle. Luego le puso la segunda.

Micah subía por las escaleras, era la encarnación de la muerte.

Bryce giró hacia la ventana interior abierta. Estiró la mano y la tercera pieza del rifle, el cañón, voló de la mesa hacia sus manos, con magia que no poseía pero que gracias al sinte que circulaba por sus venas. En unos cuantos movimientos, puso el cañón.

Corrió hacia la ventana destrozada y continuó ensamblando el rifle mientras avanzaba. Un viento invisible le llevó la última pieza. La bala de oro seguía entre sus dientes.

Hunt nunca había visto a alguien armar un arma sin verla, corriendo hacia un blanco. Como si lo hubiera hecho miles de veces.

Pero Hunt recordó que sí lo había hecho.

Bryce tal vez era la hija biológica del Rey del Otoño, pero era la hija de Randall Silago. Y el legendario francotirador le había enseñado bien.

Bryce terminó de colocar la última pieza y se deslizó por el piso. Por último cargó la pistola con la bala. Se detuvo justo al llegar al agujero de la ventana y se levantó sobre las rodillas con el Matadioses contra el hombro.

Y en los dos segundos que le tomó apuntar el arma, los dos segundos que tardó en exhalar para estabilizarse, Hunt supo que esos eran los segundos de Lehabah. Supo que eso era lo que le había regalado la vida de la duendecilla a su amiga. Lo que Lehabah le había ofrecido a Bryce y lo que ella había aceptado, comprendido.

No la oportunidad de huir. No, no había manera de escapar a Micah.

Lehabah le había ofrecido a Bryce dos segundos más para matar a un arcángel.

Micah salió como una explosión por la puerta de hierro. El metal empotrado en las paredes forradas de madera de la galería. El gobernador giró hacia la puerta abierta. La trampa que Bryce le había tendido al abrirla.

Para que no volteara hacia arriba. Para que no tuviera tiempo siquiera de ver a Bryce antes de que ella pudiera apretar el gatillo.

Y disparó la bala justo al centro de la puta cabeza de Micah.