C04

El Perla y Rosa representaba todo lo que Bryce odiaba de esta ciudad.

Pero al menos Danika ahora le debía cincuenta marcos de plata.

Los cadeneros la habían dejado pasar, subir los tres escalones y entrar por las puertas cubiertas de bronce hacia el restaurante.

Pero incluso cincuenta marcos de plata no servirían de nada para pagar esta comida. No, esto estaría firmemente en la zona del oro.

Reid sin duda podía pagarlo. Considerando el tamaño de su cuenta de banco, lo más probable era que ni siquiera miraría el total antes de entregar su tarjeta negra.

Sentada en una mesa en el corazón del comedor dorado, bajo los candelabros de cristal que colgaban del techo pintado con exquisito detalle, Bryce se tomó dos vasos de agua y media botella de vino mientras esperaba.

A los veinte minutos, escuchó vibrar su teléfono dentro de su bolso de seda negra. Si Reid tenía en mente cancelar, lo mataría. No había manera de que ella pudiera pagar el vino, al menos no sin tener que renunciar a las clases de baile por un mes. De hecho, dos meses.

Pero los mensajes no eran de Reid y Bryce los leyó tres veces antes de volver a aventar el teléfono a su bolso y servirse otra copa de vino muy, muy caro.

Reid era rico y estaba retrasado. Ahora estaba en deuda con ella.

En especial porque la clase alta de Ciudad Medialuna estaba muy entretenida burlándose de su vestido, la piel que quedaba descubierta, las orejas de hada pero el cuerpo claramente humano.

Mestiza, podía casi escuchar el término odioso cuando ellos lo pensaban. La consideraban, en el mejor de los casos, una obrera de clase baja. En el peor, material para cazar o para echar a la basura.

Bryce sacó su teléfono y leyó los mensajes por cuarta vez.

Connor había escrito, Sabes que no sirvo para hablar. Pero lo que quería decirte (antes de que intentaras pelear conmigo, por cierto) era que creo que vale la pena. Tú y yo. Intentarlo.

Luego agregó: Estoy loco por ti. No quiero a nadie más. No he querido a nadie más desde hace mucho tiempo. Una cita. Si no funciona, entonces ya veremos cómo lo resolvemos. Pero sólo dame una oportunidad. Por favor.

Mientras Bryce seguía con la vista pegada a los mensajes, sintiendo cómo la cabeza le daba vueltas por tanto maldito vino, Reid apareció al fin. Cuarenta y cinco minutos tarde.

—Perdón, amor —le dijo y se acercó a darle un beso en la mejilla antes de deslizarse en su silla. Su traje color gris oscuro permanecía inmaculado y su piel dorada brillaba arriba del cuello de su camisa blanca. Ni uno solo de los cabellos color castaño oscuro de su cabeza estaba fuera de su sitio.

Reid tenía los modales despreocupados de alguien criado con dinero, educación y todas las puertas abiertas a sus deseos. Los Redner eran una de las pocas familias humanas que habían ascendido en la alta sociedad de los vanir y se vestían para demostrarlo. Reid era meticuloso con su apariencia hasta el más mínimo detalle. Cada corbata que usaba, se enteró Bryce, había sido seleccionada para resaltar el color avellana de sus ojos. Sus trajes siempre tenían un corte impecable que se ajustaba a la perfección a su cuerpo bien formado. Ella podría haberlo calificado de vanidoso de no ser porque ella también ponía mucha atención en su propia vestimenta. De no ser que sabía Reid trabajaba con un entrenador personal por la misma razón que ella seguía bailando (más allá del amor que sentía por el baile) para asegurarse de que su cuerpo estuviera en el mejor estado en caso de necesitar su fuerza para escapar de los posibles depredadores que cazaban en las calles.

Desde el día que los vanir cruzaron la Fisura Septentrional y se adueñaron de Midgard hacía eones, un acontecimiento que los historiadores llamaban el Cruce, correr era la mejor opción si un vanir decidía convertirte en su alimento. Es decir, si no tenías una pistola o bombas o alguna de las cosas horrendas que la gente como Philip Briggs diseñaba para matar inclusive a estas criaturas de vidas largas y recuperación rápida.

Ella lo pensaba con frecuencia: cómo habría sido este planeta antes de que estuviera ocupado por criaturas de tantos mundos distintos, todos mucho más avanzados y civilizados que éste, cuando sólo había humanos y animales ordinarios. Incluso su sistema de calendario se remontaba al Cruce y a los años previos: E. H. y E. V.: Era humana y Era vanir.

Reid arqueó las cejas oscuras al ver la botella de vino casi vacía.

—Buena elección.

Cuarenta y cinco minutos. Sin una llamada o mensaje para decirle que llegaría tarde.

Bryce apretó los dientes.

—¿Hubo un imprevisto en el trabajo?

Reid se encogió de hombros y miró a su alrededor en busca de algún funcionario de alto rango para codearse con él. Como el hijo de un hombre que siempre tenía su nombre exhibido en letras de casi siete metros de altura en tres edificios del DCN, la gente solía hacer fila por el privilegio de hablar con él.

—Algunos de los malakim están inquietos por cómo se han dado las cosas con el conflicto de Pangera. Necesitaban que les asegurara que sus inversiones seguían siendo sólidas. La llamada se alargó.

El conflicto de Pangera: la lucha que Briggs tenía tantas ganas de traer a este territorio. El vino que ya se le había subido a la cabeza retrocedió y formó un charco grasoso en su estómago.

—¿Los ángeles piensan que la guerra podría llegar aquí?

Al no ver a nadie de interés en el restaurante, Reid abrió su menú encuadernado en cuero.

—No. Los asteri no permitirían que eso sucediera.

—Los asteri permitieron que sucediera allá.

Él bajó un instante las comisuras de los labios.

—Es una situación compleja, Bryce.

La conversación había terminado. Ella le permitió regresar a estudiar el menú.

Los informes del territorio del otro lado del mar Haldren eran deprimentes: la resistencia humana estaba preparada para la autodestrucción antes de someterse a los asteri y el gobierno de su Senado «electo». La guerra había arrasado con el enorme territorio de Pangera durante cuarenta años, destruyendo ciudades, avanzando hacia el mar tormentoso. Si el conflicto cruzaba a este lado, Ciudad Medialuna, en la costa sureste de Valbara, a la mitad de la península llamada la Mano por la forma de sus tierras áridas y montañosas, sería uno de los primeros lugares en el camino.

Fury se negaba a hablar de lo que había visto allá. Lo que había hecho allá. De qué lado había luchado. A la mayoría de los vanir no les parecía divertido encontrar a alguien que desafiara su reino de quince mil años.

La mayoría de los humanos tampoco pensaba que quince mil años de casi esclavitud, de ser cazados como presas, comida o putas, hubieran sido tan divertidos. Y eso que, en siglos recientes, el Senado Imperial había concedido más derechos a los humanos con aprobación de los asteri, por supuesto. Pero seguía siendo un hecho que a quienes se atrevían a salir de su sitio se les obligaba a regresar al lugar donde habían empezado: esclavos literales de la República.

Era al menos algo mejor en Valbara, ya que la mayoría de esclavos existía en Pangera. Unos cuantos vivían en Ciudad Medialuna, en particular entre los ángeles guerreros en la 33ª, la legión personal del gobernador, marcados en la muñeca con el tatuaje de esclavos SPQM. Pero en su mayor parte, pasaban desapercibidos.

A pesar de que toda su clase alta estaba compuesta por imbéciles, Ciudad Medialuna seguía siendo un crisol. Era uno de los pocos lugares donde ser humano no necesariamente significaba una vida entera de servidumbre o labores de baja categoría. Aunque tampoco tenían derecho a mucho más.

Un hada de cabello oscuro y ojos azules vio que Bryce echaba un vistazo alrededor de la habitación, el joven que la acompañaba dejaba en claro que pertenecía a algún tipo de nobleza.

Bryce nunca había decidido a quién odiaba más: si a los malakim alados o a las hadas. Quizá a las hadas, porque su magia y gracia elevadas las hacía pensar que tenían permitido hacer lo que les viniera en gana con quien les viniera en gana. Era un rasgo que muchos miembros de la Casa de Cielo y Aliento compartían: los ángeles vanidosos, las sílfides altivas y los ardientes elementales.

Casa de Comemierdas y Bastardos, les decía siempre Danika. Aunque su propia alianza con la Casa de Tierra y Sangre tal vez influía un poco en su opinión, en especial porque los metamorfos y las hadas siempre estaban en pugna.

Bryce había nacido de dos Casas distintas y la habían forzado a ceder su alianza a la Casa de Tierra y Sangre al aceptar el rango de civitas que su padre le consiguió. Era el precio a pagar por aceptar el valioso estatus de ciudadano: él solicitaría la ciudadanía completa, pero ella tendría que declararse como miembro de la Casa de Cielo y Aliento.

Sentía rencor por eso, tenía resentimiento con el bastardo por haberla obligado a elegir, pero incluso su madre había notado que los beneficios eran superiores a lo que tendría que sacrificar.

Tampoco había muchas ventajas ni protecciones para los humanos en la Casa de Tierra y Sangre. Sin duda no para el hombre joven sentado con la mujer hada.

Hermoso, rubio, más de veinte años, quizá tenía la décima parte de la edad de su acompañante hada. La piel bronceada de sus muñecas no tenía rastros del tatuaje de cuatro letras que distinguía a los esclavos. Entonces tenía que estar con ella por su propia voluntad… o porque deseaba lo que ella ofrecía: sexo, dinero, influencias. Pero sin duda lo pagaría caro. Ella lo usaría hasta aburrirse, o hasta que él se hiciera demasiado viejo, y luego lo abandonaría en una esquina y lo dejaría todavía anhelando la riqueza de las hadas.

Bryce ladeó la cabeza hacia la mujer noble, quien le mostró sus dientes demasiado blancos por portarse con tal insolencia. El hada era hermosa, pero la mayoría de las hadas lo eran.

Se dio cuenta de que Reid observaba la escena con su apuesto rostro fruncido. Negó con la cabeza —a ella— y devolvió la atención al menú.

Bryce dio un sorbo a su vino. Le hizo una señal al mesero para que le trajera otra botella de vino.

Estoy loco por ti.

Connor nunca toleraría las burlas, los susurros. Danika tampoco. Bryce había visto cómo ambos atacaban a los pendejos estúpidos que a veces le dirigían algún insulto, o que la confundían con alguna de las muchas mujeres mitad vanir que se ganaban la vida en el Mercado de Carne vendiendo sus cuerpos.

La mayoría de esas mujeres no habían tenido la oportunidad de completar el Descenso, ya fuese porque no llegaron al umbral de la madurez o porque tuvieron la mala suerte de nacer mortales. Eran depredadoras, por nacimiento y entrenamiento, que usaban el Mercado de Carne como su terreno personal de cacería.

El teléfono de Bryce vibró justo cuando el mesero regresaba con la nueva botella de vino en la mano. Reid frunció el ceño de nuevo. Su desaprobación fue suficiente como para que ella evitara leer el mensaje hasta después de haber ordenado su sándwich de res con espuma de queso.

Danika había escrito, Manda al diablo al bastardo ese que no se le para y dale a Connor una oportunidad. Una cita con él no te va a matar. Lleva años esperándote, Bryce. Años. Dame un motivo para sonreír esta noche.

Bryce se avergonzó un poco y volvió a meter el teléfono en su bolso. Levantó la vista y vio a Reid atento a su propio teléfono, los pulgares volando, sus facciones bien definidas iluminadas por la débil luz de la pantalla. Ese invento había surgido hacía cinco décadas, en el famoso laboratorio de tecnología de Industrias Redner, lanzando a la compañía a un éxito económico sin precedentes. Una nueva era de vincular el mundo, decían todos. Bryce pensaba que sólo le daban a la gente una excusa para no hacer contacto visual. O para ser malos acompañantes.

—Reid —dijo. Él levantó un dedo.

Bryce golpeó la base de su copa con la uña roja. Mantenía sus uñas largas y tomaba un elíxir diario para conservarlas fuertes. No eran tan efectivas como garras, pero podían hacer algo de daño. Al menos lo suficiente como para poder escapar de un asaltante.

—Reid —dijo de nuevo. Él siguió escribiendo y no levantó la mirada hasta que apareció el primer tiempo de la cena.

Era, de hecho, un mousse de salmón. Servido sobre un pan tostado y encerrado en una especie de jaula de plantas verdes enredadas. Tal vez pequeños helechos. Ella intentó tragarse la risa.

—Adelante, empieza —dijo Reid distante y empezó a escribir de nuevo—. No me esperes.

—Un bocado y terminaré —murmuró ella.

Levantó el tenedor, pero se preguntó cómo demonios iba a comerse esa cosa. Nadie a su alrededor usaba los dedos, pero… La mujer hada volvió a burlarse.

Bryce dejó el tenedor sobre la mesa. Dobló su servilleta para formar un cuadrado perfecto antes de ponerse de pie.

—Me voy.

—Está bien —dijo Reid con los ojos fijos en la pantalla. Obviamente pensaba que iba al baño. Bryce pudo sentir la mirada de un ángel bien vestido en la mesa de al lado, que recorrió toda la extensión de su pierna desnuda, y luego escuchó el rechinido de la silla cuando el ángel se recargó para admirar la vista de su trasero.

Justo por eso mantenía sus uñas fuertes.

Pero le dijo a Reid:

—No, ya me voy. Gracias por la cena.

Eso provocó que levantara la vista.

—¿Qué? Bryce, siéntate. Come.

Como si su llegada tarde o estar en el teléfono no hubieran influido en su decisión. Como si ella sólo fuera algo que él tenía que alimentar antes de cogerse. Así que le dijo con claridad:

—Esto no está funcionando.

Él apretó los labios.

—¿Perdón?

Seguro nunca nadie había terminado con él. Agregó con una sonrisa dulce:

—Adiós, Reid. Buena suerte con tu trabajo.

—Bryce.

Pero ella tenía suficiente pinche autoestima como para ya no permitirle dar explicación alguna ni aceptar sexo que apenas era satisfactorio a cambio, en esencia, de comidas en restaurantes que ella nunca podría pagar; un hombre que apenas terminando de coger volcó toda su atención al teléfono. Así que tomó la botella de vino y se apartó de la mesa, pero no fue hacia la salida.

Se acercó a la burlona mujer hada y a su juguete humano y dijo con una voz fría que hubiera hecho retroceder incluso a Danika:

—¿Te gusta lo que ves?

El hada la miró de arriba a abajo, desde los tacones de Bryce hasta su cabellera roja y la botella de vino que colgaba entre sus dedos. La mujer se encogió de hombros y la pedrería de su vestido negro centelleó.

—Pagaría un marco de oro para verlos a ustedes dos —dijo con un movimiento de la cabeza en dirección al humano sentado en su mesa.

Él le sonrió a Bryce, pero su cara vacía sugería que estaba muy drogado con alguna sustancia.

Bryce le sonrió con sorna a la mujer.

—No sabía que las hadas se habían vuelto tan avaras. En las calles se decía que nos pagaban montones de oro para fingir que no están tan vacías de vida como segadores entre las sábanas.

La cara bronceada del hada palideció. Las uñas brillantes que podían rasgar carne se atoraron en el mantel. El hombre al otro lado de la mesa ni siquiera reaccionó.

Bryce puso una mano sobre el hombro del caballero, como consuelo o para enfurecer al hada, no estaba segura. Apretó los dedos, volvió a inclinar la cabeza en dirección a la mujer y salió del lugar.

Le dio un trago a la botella de vino y le hizo una señal poco amable a la anfitriona de la entrada mientras caminaba hacia las puertas de bronce. Luego tomó un puñado de cerillos del tazón que estaba a la entrada.

El sonido agitado de las disculpas que Reid ofrecía a la noble flotaba a espaldas de Bryce en el momento que salía al calor y la resequedad de la calle.

Pues, mierda. Eran las nueve de la noche, estaba bien vestida, y si regresaba a ese departamento, estaría dando vueltas en círculos hasta que Danika le arrancara la cabeza de un mordisco. Y los lobos se entrometerían en sus asuntos y para nada quería discutir con ellos.

Lo cual le dejaba una opción. Por suerte, su favorita.

Fury respondió la llamada de inmediato.

—Qué.

—¿Estás de este lado del Haldren o del lado equivocado?

—Estoy en Cinco Rosas —la voz fría y sin inflexión tenía un toque divertido, lo que casi significaba una carcajada de Fury—. Pero no estoy viendo televisión con los cachorros.

—¿Quién carajos querría hacer eso?

Una pausa en la línea. Bryce se recargó en el muro de roca clara del exterior del Perla y Rosa.

—Pensé que tenías una cita con como-sea-que-se-llame.

—Tú y Danika son de lo peor, ¿sabías?

Prácticamente escuchó la sonrisa malvada de Fury por el teléfono.

—Nos vemos en el Cuervo en treinta minutos. Necesito terminar un trabajo.

—No seas demasiado mala con el pobre bastardo.

—No me pagaron por hacer eso.

La llamada se cortó. Bryce soltó una maldición y rezó para que Fury no apestara a sangre cuando llegara a su club preferido. Llamó a otro número.

Juniper estaba sin aliento cuando contestó al quinto timbrazo, justo antes de que la llamada se fuera a buzón. Seguro estaba en el estudio practicando horas extra. Como siempre hacía. De la misma manera que Bryce practicaba siempre que tenía un momento libre para ella sola. Bailar y bailar y bailar, que el mundo desapareciera en la nada y que no quedaran salvo la música y la respiración y el sudor.

—Terminaste con él, ¿verdad?

—¿La pendeja de Danika les mandó un mensaje a todas?

—No —respondió la dulce y hermosa fauna—, pero apenas llevas una hora en tu cita. Como la llamada para contarme cómo fue todo suele suceder hasta la mañana siguiente…

—Vamos a ir al Cuervo —la interrumpió Bryce—. Llega ahí en treinta.

Cortó la llamada antes de que la risa vivaracha de Juniper la hiciera empezar a soltar groserías.

Oh, por supuesto que encontraría la manera de castigar a Danika por haberles dicho. Aunque sabía que lo había hecho como una advertencia, a modo de preparación para que recogieran los pedazos en caso de ser necesario. Así como Bryce había hablado con Connor sobre el estado de Danika esa misma noche.

El Cuervo Blanco estaba a sólo cinco minutos caminando, justo en el corazón de la Vieja Plaza. Lo cual le dejaba a Bryce tiempo suficiente para meterse en verdaderos problemas o enfrentar lo que llevaba una hora evadiendo.

Eligió los problemas.

Muchos problemas, suficientes para vaciar su bolso de los siete marcos de oro tan bien ganados y dárselos a una draki sonriente, quien dio a Bryce todo lo que le había pedido en la palma de la mano. La mujer había intentado venderle un tipo de droga nueva para ir de fiesta, El sinte te va a hacer sentir como un dios, le dijo, pero treinta marcos de oro por una sola dosis era mucho más de lo que podía pagar Bryce.

Todavía le quedaban cinco minutos. Estaba frente al Cuervo Blanco, que seguía lleno de clientes a pesar del plan fallido de Briggs por hacer volar el lugar. Sacó su teléfono para abrir la conversación con Connor. Apostaría todo el dinero que acababa de gastar en risarizoma a que él estaba revisando su teléfono cada dos segundos.

Los automóviles pasaban a poca velocidad con sus aparatos de sonido a un volumen tan alto que ponía a vibrar las piedras y los cipreses, con las ventanas abiertas para dejar a la vista a los pasajeros ansiosos por empezar su jueves: bebiendo, fumando, cantando al ritmo de la música, enviando mensajes a sus amigos y a sus vendedores de drogas, a quien los pudiera ayudar a entrar a alguno de los doce clubes que estaban sobre la calle Archer. Ya se habían formado filas en las diversas puertas, incluida la del Cuervo. Los vanir elevaban la vista con anticipación frente a la fachada de mármol blanco, peregrinos bien vestidos esperando ante las puertas del templo.

El Cuervo era justamente eso: un templo. O eso había sido. Ahora había un edificio construido alrededor de las ruinas, pero la pista de baile seguía teniendo las rocas originales y antiguas del templo dedicado a un dios olvidado hacía mucho tiempo, y los pilares de roca tallada de aquel entonces seguían en pie. Bailar ahí dentro era adorar a ese dios sin nombre que se alcanzaba a discernir en los sátiros y faunos tallados que bebían y bailaban y cogían entre vides. Un templo al placer, eso era lo que alguna vez había sido. Y en lo que se había convertido una vez más.

Un grupo joven de metamorfos de gato montés pasó a su lado y unos cuantos voltearon para gruñir una invitación. Bryce no les hizo caso y se movió hacia un nicho en el lado izquierdo de las puertas de servicio del Cuervo. Se recargó contra la roca pulida, acomodó el vino en el doblez del codo, apoyó un pie en la pared detrás de ella y movió la cabeza al ritmo de la música que sonaba en un automóvil cercano. Al fin, escribió: Pizza. Sábado en la noche, a las seis. Si llegas tarde, olvídalo.

Al instante, Connor empezó a escribir una respuesta. Luego hubo una pausa. Luego volvió a empezar.

Después, al fin, llegó el mensaje.

Nunca te haré esperar.

Ella puso los ojos en blanco y escribió, No hagas promesas que no puedes cumplir.

Más tecleo, algo borrado, tecleo. Luego, ¿Es en serio… lo de la pizza?

¿Parece que estoy bromeando, Connor?

Te veías deliciosa cuando saliste del departamento.

El calor se arremolinó en su cuerpo y se mordió el labio. Maldito bastardo encantador y arrogante. Dile a Danika que voy a Cuervo con Juniper y Fury. Te veo en dos días.

Hecho. ¿Y qué hay de como-sea-que-se-llame?

REID y ya terminé oficialmente con él.

Qué bueno. Me estaba empezando a preocupar que iba a tener que matarlo.

A ella se le revolvió el estómago.

Connor agregó rápido, Es broma, Bryce. No seré un alfadejo contigo, te lo prometo.

Antes de que ella pudiera responder, su teléfono volvió a vibrar.

Esta vez, era Danika. CÓMO TE ATREVES A IR AL CUERVO SIN MÍ. TRAIDORA.

Bryce soltó una risotada. Disfruta la Noche de Jauría, idiota.

NO TE DIVIERTAS SIN MÍ. TE LO PROHÍBO.

Ella sabía que aunque a Danika le costara mucho quedarse en casa, no dejaría a la jauría. No en la noche que todos tenían juntos, la noche que usaban para mantener fuertes los lazos entre ellos. No después de este día de mierda. Y sobre todo no mientras Briggs estuviera libre, con motivos para vengarse de toda la Jauría de Diablos.

Esa lealtad era la razón por la cual amaban a Danika, la razón por la que peleaban con tal ferocidad por ella, por la que daban todo por ella una y otra vez cuando Sabine preguntaba en público si su hija se merecía la responsabilidad y el estatus de ser la segunda en línea. El dominio era lo único que dictaba la jerarquía del poder entre los lobos de Ciudad Medialuna, pero el linaje de tres generaciones conformado por el Premier de los lobos, la Premier Heredera y lo que fuera Danika (¿la Heredera de la Heredera?) era una rareza. La explicación habitual era que las líneas de sangre eran poderosas y antiguas.

Danika había pasado incontables horas investigando la historia de las cuadrillas metamorfas de otras ciudades: por qué los leones habían llegado a gobernar en Hilene, por qué los tigres supervisaban Korinth, por qué los halcones reinaban en Oia. Si el dominio que definía el estatus del Premier Alfa pasaba por las familias o si cambiaba. Los metamorfos no depredadores podían ser líderes en el Aux de una ciudad, pero era raro. Para ser honesta, a Bryce le aburría muchísimo todo esto. Y si alguna vez Danika averiguó por qué la familia Fendyr tenía una rebanada tan grande del pastel del dominio, nunca se lo dijo a Bryce.

Bryce le respondió a Connor, Buena suerte manejando a Danika.

Él se limitó a responder, Me está diciendo lo mismo de ti.

Bryce estaba a punto de guardar su teléfono cuando la pantalla se volvió a encender. Connor había agregado, No te arrepentirás de esto, he tenido mucho tiempo para decidir las maneras en que voy a mimarte. Y todo lo que nos vamos a divertir.

Acosador, respondió Bryce, pero sonrió.

Ve a divertirte. Nos veremos en unos días. Mándame un mensaje cuando llegues a tu casa.

Bryce releyó la conversación dos veces porque de verdad era una puta perdedora y ya estaba pensando si decirle a Connor que no esperara y que se reuniera con ella ahora, cuando sintió la presión de algo frío y metálico contra su garganta.

—Y estás muerta —canturreó una voz femenina.

Bryce gritó e intentó tranquilizar su corazón, que había pasado de estúpido-ilusionado a estúpido-asustado de un latido al siguiente.

—No hagas eso, carajo —le refunfuñó a Fury cuando ella bajó el cuchillo de la garganta de Bryce y lo volvió a enfundar en su espalda.

—No seas un blanco con patas —le respondió Fury con frialdad.

Tenía el largo cabello color ónix atado en una coleta alta, lo cual resaltaba las líneas definidas de su rostro moreno claro. Miró la fila para entrar al Cuervo, sus ojos hundidos color castaño se fijaron en todo, prometiendo la muerte a cualquiera que se metiera con ella. Pero debajo de eso… era una fortuna que las mallas de cuero negro, la blusa de terciopelo pegada al cuerpo y las botas increíbles no olían a sangre. Fury estudió el aspecto de Bryce.

—Apenas te pusiste maquillaje. Ese humanito debió haberte visto y seguro supo de inmediato que ibas a terminar con él.

—Estaba demasiado ocupado en su teléfono como para darse cuenta.

Fury miró deliberadamente hacia el teléfono de Bryce, que todavía estaba apretado en su mano.

—Danika va a clavarte los huevos en una pared cuando le cuente que te encontré así de distraída.

—Es su propia puta culpa —respondió Bryce.

La única respuesta fue una sonrisa aguda. Bryce sabía que Fury era vanir, pero no tenía idea de qué tipo. Tampoco tenía idea de a qué casa pertenecía. Preguntar no era cortés y Fury, aparte de su velocidad, gracia y reflejos sobrenaturales, nunca había revelado otra forma ni tampoco sugerencias de magia más allá de lo más básico.

Pero era una civitas. Una ciudadana completa, lo cual significaba que debía ser algo que ellos consideraban valioso. Con sus habilidades, la Casa de Flama y Sombra era el lugar más adecuado para ella, a pesar de que Fury no era daemonaki, vampiro ni espectro. Tampoco era una bruja-convertida-en-hechicera como Jesiba. Ni nigromante, porque sus dones parecían consistir en tomar vidas, no traerlas de vuelta de forma ilegal.

—¿Dónde está la de las piernas? —preguntó Fury, mientras le quitaba la botella de vino a Bryce y le daba un trago. Empezó a ver con atención los clubes y bares repletos de la calle Archer.

—Sepa el Averno —respondió Bryce. Le guiñó a Fury, mostró la bolsa de plástico con risarizoma y sacudió los doce cigarros negros enrollados que había dentro—. Conseguí algunas cositas.

La sonrisa de Fury fue un destello de labios rojos y dientes blancos. Metió la mano en el bolsillo trasero de sus mallas y sacó una bolsita de polvo blanco que brillaba con una iridiscencia de fuego bajo la luz de la calle.

—Yo también.

Bryce entrecerró los ojos al ver el polvo.

—¿Eso es lo que acaban de intentar venderme?

Fury se quedó inmóvil.

—¿Qué te dijeron que era?

—Una nueva droga para fiestas que te hace sentir como dios, no sé. Súpercara.

Fury frunció el ceño.

—¿Sinte? Aléjate de eso. Es mierda de la mala.

—Está bien —confiaba lo suficiente en Fury como para hacer caso a su advertencia. Bryce miró el polvo que Fury todavía tenía en su mano.

—No puedo tomar nada que me haga alucinar durante días, por favor. Tengo que trabajar mañana.

Y en el trabajo tendría al menos que fingir que sabía cómo encontrar ese maldito Cuerno.

Fury se metió la bolsita en el sostén negro. Le dio otro trago al vino antes de pasárselo de nuevo a Bryce.

—Jesiba no va a poder olerlo en ti, no te preocupes.

Bryce tomó a la delgada asesina del brazo.

—Entonces vamos a hacer que nuestros ancestros se revuelquen en sus tumbas.