C73

La última Cumbre a la que había asistido Hunt había sido en un enorme palacio antiguo en Pangera, lleno de todas las riquezas del imperio: tapices de seda y candeleros de oro puro, copas que brillaban con piedras preciosas y carnes suculentas cubiertas de las especias más exóticas.

Ésta sería en un centro de conferencias.

El espacio hecho de vidrio y metal era enorme y su distribución le recordaba a Hunt un montón de cajas de zapatos apiladas una sobre la otra. Su pasillo central tenía tres pisos de alto y las escaleras normales y eléctricas al fondo del espacio estaban adornadas con las banderas carmín de la República, el largo camino que llevaba a ellas, con una alfombra blanca.

Cada uno de los territorios en Midgard tenía su propia Cumbre cada diez años y asistían varios líderes dentro de sus fronteras junto con un representante de los asteri y algunos dignatarios visitantes relevantes para los asuntos que se iban a discutir. Ésta no sería distinta, salvo por su menor tamaño: Aunque Valbara era mucho más pequeña que Pangera, Micah tenía cuatro diferentes reuniones de la Cumbre, una por cada cuadrante separado de su reino. Ésta, para los territorios del sureste, con los líderes de Lunathion al centro, era la primera.

El lugar, localizado en el corazón del desierto Psamathe, a cinco horas de distancia en automóvil de Ciudad Medialuna, una hora para un ángel volando a su máxima velocidad o media hora por helicóptero, tenía sus propias celdas para encerrar a los vanir peligrosos.

Había pasado los últimos cinco días ahí. Marcaba el tiempo por el cambio en su comida: desayuno, almuerzo, comida. Al menos Sandriel y Pollux no habían venido a provocarlo. Al menos había tenido ese pequeño descanso. Apenas había prestado atención a los intentos del Martillo por provocarlo durante el camino. Apenas sintió o escuchó nada.

Sin embargo, esta mañana, junto con el desayuno llegó un cambio de ropa negra. No había armas, pero el uniforme era muy claro. También el mensaje: estaba a punto de ser puesto en exhibición, una burla de un desfile imperial Triumphus para que Sandriel se regodeara sobre haber recuperado posesión de él.

Pero obedeció, se vistió y permitió que los guardias de Sandriel le pusieran las esposas de piedra gorsiana y que anularan todos sus poderes.

Siguió a los guardias en silencio, por el elevador y luego al gran vestíbulo, decorado de gala imperial.

Había vanir de todas las Casas en el lugar. La mayoría vestían ropa de negocios o lo que alguna vez se conoció como ropa de corte. Ángeles, metamorfos, hadas, brujas… Delegaciones flanqueadas a ambos lados por la alfombra roja que conducía a las escaleras. Fury Axtar estaba en la multitud, vestida con su ropa de cuero usual de asesina, observando a todos. No volteó a verlo.

Llevaron a Hunt hacia una delegación de ángeles cerca de las escaleras: miembros de la Legión 45ª de Sandriel. Sus triarii. Pollux estaba frente a ellos, su estatus de comandante estaba marcado por su armadura de oro, su capa color cobalto y su cara sonriente.

Esa sonrisa creció cuando Hunt tomó su posición cerca, entre dos de sus guardias.

Los otros triarii eran casi tan malos como el Martillo. Hunt nunca los olvidaría: la mujer delgada, de piel pálida y cabello oscuro conocida como la Harpía, el hombre de rostro pétreo y alas negras llamado el Mastín del Averno, el ángel engreído y de ojos fríos llamado el Halcón. Pero ellos lo ignoraron. Lo cual era preferible a tener su atención, y él lo sabía.

No había señal de la Cierva, la última integrante de los triarii, aunque tal vez su trabajo como torturadora de espías en Pangera era demasiado valioso para los asteri y no le habían permitido a Sandriel arrastrarla hasta acá.

Del otro lado de las alfombras rojas estaban Isaiah y la 33ª. Lo que quedaba de sus triarii. Naomi se veía increíble con su uniforme, la barbilla en alto y la mano derecha en la empuñadura de su espada formal de la legión, le brillaba la guardia cruzada alada bajo la luz de la mañana.

Los ojos de Isaiah se posaron en los suyos. Hunt, con su armadura negra, estaba prácticamente desnudo comparado con el uniforme completo del comandante de la 33ª: la pechera de bronce, las hombreras, las grebas y avambrazos… Hunt todavía recordaba cuánto pesaba. Lo estúpido que siempre se sentía cuando estaba vestido con el uniforme de gala del Ejército Imperial. Como si fuera un caballo premiado.

Las fuerzas Auxiliares del Rey del Otoño estaban a la izquierda de los ángeles, su armadura era más ligera pero no menos ornamentada. Frente a ellos estaban los metamorfos con sus mejores ropas. Amelie Ravenscroft no se atrevió a ver en su dirección. Grupos más pequeños de vanir llenaban el resto del espacio: mer y daemonaki. No había señal de humanos. Ningún mestizo tampoco.

Hunt intentó no pensar en Bryce. En lo que había sucedido en el vestíbulo.

Princesa de las hadas. Princesa bastarda, en realidad, pero ella seguía siendo la única hija del Rey del Otoño.

Ella podría estar furiosa con él por mentir, pero ella también le había mentido bastante.

Los tambores, carajo, los malditos tambores, empezaron a marcar el ritmo. Los trompetistas los siguieron un momento después. El himno largo y odioso de la República hizo eco en el espacio de vidrio cavernoso. Todos se enderezaron y una caravana se estacionó del otro lado de las puertas.

Hunt inhaló y vio a Jesiba Roga emerger primero, llevaba un vestido negro entallado que le llegaba al muslo y que destacaba su cuerpo curvilíneo, en sus orejas y garganta relucían piezas de oro antiguo, detrás de ella, una capa diáfana de medianoche fluía con un viento fantasma. A pesar de sus enormes tacones, se movía con la suavidad sobrenatural de la Casa de Flama y Sombra.

Tal vez ella había sido la que le dijo a Bryce cómo venderle su alma al gobernante de la Ciudad Durmiente.

La hechicera rubia mantuvo sus ojos grises en las tres banderas que colgaban sobre las escaleras y se movió hacia ellas: a la izquierda, la bandera de Valbara, a la derecha, la insignia de Lunathion con su luna creciente, su arco y su flecha. Y al centro, la SPQM y sus ramas gemelas de estrellas, la bandera de la República.

Las brujas siguieron con pasos sonoros. Una mujer joven y de piel morena con ropas holgadas y cerúleas caminó por la alfombra, su cabello negro trenzado resplandecía como tejido de la noche.

La Reina Hypaxia tenía apenas tres meses de portar la corona dorada y roja de moras del pantano de su madre, y aunque su rostro no tenía arrugas y era hermoso, se podía distinguir un cansancio en sus ojos oscuros que hablaba mucho sobre su persistente dolor.

Los rumores decían que la Reina Hécuba había criado a su hija en las profundidades del bosque boreal de las montañas Heliruna, lejos de la corrupción de la República. Hunt tal vez esperaría que una persona así se sintiera intimidada por la multitud ahí reunida y el esplendor imperial, o al menos que luciera un poco sorprendida, pero ella conservó la barbilla en alto y sus pasos fueron seguros. Como si hubiera hecho esto una docena de veces.

La reconocerían formalmente como Reina de las Brujas de Valbara cuando inaugurara la Cumbre. Su último espectáculo antes de heredar el trono. Pero…

Hunt vio su cara cuando ella se acercó.

La conocía: la medibruja de la clínica. Ella reconoció a Hunt con una mirada rápida al pasar.

¿Ruhn lo sabía? ¿Sabía con quién se había reunido, quién le había dado la investigación sobre el sinte?

Luego llegaron los líderes mer, Tharion vestía un traje gris oscuro y acompañaba a una mujer de vestido holgado color verde agua. No era la Reina del Río, ella casi nunca salía del Istros. Pero la mujer hermosa de piel oscura podría ser su hija. Muy probablemente era su hija, ya que todos los mer reconocían a la Reina del Río como su madre.

El cabello castaño rojizo de Tharion estaba peinado hacia atrás, con algunos mechones rebeldes sobre la frente. Había cambiado las aletas por piernas, pero no le fallaron cuando miró en dirección a Hunt. Se pudo ver la empatía en su mirada.

Hunt lo ignoró. No había olvidado quién había llevado a Bryce al barco aquella noche.

Tharion, había que reconocérselo, no retrocedió al ver la mirada de Hunt. Se limitó a esbozarle una sonrisa triste y continuó mirando al frente, siguiendo a las brujas al nivel del entrepiso y a las puertas abiertas de la sala de conferencias.

Luego llegaron los lobos. Sabine caminaba al lado de la figura encorvada del Premier, ayudando al anciano a avanzar. Los ojos cafés del hombre ya se veían lechosos por la edad y su cuerpo alguna vez fuerte estaba apoyado en su bastón. Sabine, vestida con un traje gris paloma miró a Hunt con desdén y dirigió al antiguo Premier hacia las escaleras eléctricas.

Pero el Premier se detuvo al ver dónde planeaba ella llevarlo. La llevó hacia las escaleras. Y empezó el ascenso, paso tras doloroso paso.

Bastardo orgulloso.

Las hadas salieron de sus automóviles negros y entraron caminando por la alfombra. El Rey del Otoño emergió con una corona de ónix sobre su cabellera roja, la roca era antigua como un trozo de noche a pesar de la luz matutina.

Hunt no sabía cómo no lo había visto antes. Bryce se perecía más a su padre que Ruhn. Claro, muchas hadas tenían esos tonos, pero la frialdad del rostro del Rey del Otoño…

Él había visto a Bryce hacer esa expresión incontables veces.

El Rey del Otoño, no un lordcito de segunda, había sido quien la había acompañado al Oráculo ese día. El que sacó a una niña de trece años a la calle.

Los dedos de Hunt formaron puños. No podía culpar a Ember Quinlan por salir huyendo en el momento que vio el monstruo que se ocultaba bajo la superficie. Cuando sintió su fría violencia.

Y cuando se dio cuenta de que estaba embarazada. Un heredero al trono en potencia, que podría complicar las cosas para su hijo de pura sangre, El Elegido. No era de sorprenderse que el Rey del Otoño las hubiera cazado con tanta insistencia.

Al ver Ruhn, un paso detrás de su padre, se quedó helado. En su atuendo principesco, con la Espadastral a su lado, podría bien haber sido uno de los primeros Astrogénitos con esos colores. Podría haber sido de los primeros en cruzar por la Fisura Septentrional hacía tanto tiempo.

Pasaron junto a Hunt y el rey no volteó siquiera a verlo. Pero Ruhn sí.

Ruhn miró las esposas en las muñecas de Hunt, los triarii del 45 a su alrededor. Y negó sutilmente con la cabeza. Para cualquier observador, era en señal de disgusto, castigo. Pero Hunt interpretó el mensaje.

Lo siento.

Hunt mantuvo su cara inexpresiva, neutra. Ruhn continuó caminando con el círculo de hojas de abedul doradas sobre su cabeza.

Y luego el atrio entero pareció inhalar. Hacer una pausa.

Los ángeles no llegaban en automóviles. No, caían de los cielos.

Cuarenta y nueve ángeles de la Guardia Asteriana, con sus galas completas de blanco y oro, marcharon en el vestíbulo. Traían lanzas en sus manos enguantadas y sus alas blancas relucían. Cada uno de ellos había sido criado, seleccionado con cautela, para esta vida de servicio. Sólo las alas más blancas y puras pasaban la prueba. Ni una mancha de color en ellas.

Hunt siempre los había considerado pendejos engreídos.

Ellos se acomodaron en sus sitios en la alfombra, firmes, con las alas en alto y las lanzas apuntando hacia el techo de vidrio, sus capas níveas caían al piso. Los mechones blancos de pelo de caballo en sus cascos dorados resplandecían como si los acabaran de cepillar y conservaron los visores abajo.

Los habían enviado de Pangera como un recordatorio para todos ellos, incluidos los gobernadores, de que los que tenían las riendas seguían monitoreando todo.

Micah y Sandriel llegaron después, lado a lado. Cada uno con su armadura de gobernador.

Los vanir se hincaron sobre una rodilla ante ellos. Sin embargo, la Guardia Asteriana, que sólo se inclinaría ante sus seis amos, permaneció de pie con las lanzas como muros gemelos de espinas entre los cuales desfilaron los gobernadores.

Nadie se atrevía a hablar. Nadie se atrevía a respirar al ver pasar a los dos arcángeles.

Todos ellos eran putos gusanos bajo sus pies.

La sonrisa de Sandriel le quemó a Hunt cuando pasó a su lado. Casi tanto como la absoluta decepción y cansancio de Micah.

Micah había elegido bien su método de tortura, eso se lo reconocía Hunt. No había manera de que Sandriel le permitiera morir rápidamente. El tormento cuando regresaran a Pangera duraría décadas. No había posibilidades de una nueva negociación o compra.

Y si él siquiera se salía un poco de la línea, ella sabría dónde atacar primero. A quién atacar.

Los gobernadores subieron por las escaleras, sus alas casi rozando. Por qué no habían formado una pareja era algo que Hunt no podía entender. Micah era suficientemente decente como para encontrar aborrecible a Sandriel, al igual que todos. Pero de todas maneras era una maravilla que los asteri no hubieran ordenado que se unieran los dos linajes. No hubiera sido raro. Sandriel y Shahar eran el resultado de una unión así.

Aunque tal vez la sospecha de que Sandriel mató a sus padres para conseguir el poder para ella y su hermana había sido motivo para que los asteri le pusieran fin a esa práctica.

Cuando los gobernadores llegaron a la sala de conferencias los que estaban reunidos en el vestíbulo se movieron. Primero los ángeles que se dirigieron a las escaleras y después el resto de la asamblea en fila detrás de ellos.

Hunt se mantuvo entre dos de los triarii de la 45, el Mastín del Averno y el Halcón, que lo veían con desdén, y se fijó en todos los detalles que pudo cuando entraron a la sala.

Era un espacio cavernoso con círculos concéntricos de mesas que fluían hacia un piso central y una mesa redonda donde se sentarían los líderes.

El Foso del Averno. Eso era. Era una maravilla que ninguno de sus príncipes estuviera parado ahí.

El Premier de los Lobos, el Rey del Otoño, los dos gobernadores, la hija de la Reina del Río, la Reina Hypaxia y Jesiba todos se sentaron alrededor de la mesa central. Sus segundos, Sabine, Ruhn, Tharion, una bruja de aspecto mayor, todos se sentaron en el círculo de mesas a su alrededor. Nadie más de la Casa de Flama y Sombra había venido con Jesiba, ni siquiera un vampiro. Los demás miembros se fueron acomodando detrás de ellos, cada círculo de mesas más y más grande, siete en total. La Guardia Asteriana delineaba el nivel más alto, parados contra la pared, dos en cada una de las tres salidas de la habitación.

Los siete niveles del Averno.

Había pantallas de video por la habitación, dos colgaban del techo, y había computadoras en las mesas, quizá para referencias. Para su sorpresa, Fury Axtar ocupó un lugar en el tercer círculo, recargada en su silla. Nadie la acompañaba.

Hunt fue llevado a un punto contra la pared, entre dos guardias asterianos que lo ignoraron por completo. Por un puto milagro el ángulo le bloqueaba la vista de Pollux y el resto de los triarii de Sandriel.

Hunt se preparó cuando se encendieron las pantallas. La habitación se quedó en silencio al ver lo que apareció.

Él conocía esos pasillos de cristal, esas antorchas de luzprístina que bailaban en los pilares de cuarzo tallado y que se elevaban hacia los techos abovedados. Conocía los siete tronos de cristal acomodados en un semicírculo sobre la plataforma dorada, el trono vacío en el extremo. Conocía la ciudad brillante que estaba más allá, las colinas ondulantes en la luz tenue, el Tiber una banda oscura que se abría paso entre ellas.

Todos se levantaron de sus asientos cuando aparecieron los asteri. Y todos se arrodillaron.

Incluso a diez mil kilómetros de distancia, Hunt podría haber jurado que su poder recorría la sala de conferencias. Podría haber jurado que le arrancaba el calor, el aire, la vida.

La primera vez que había estado ante ellos, pensó que nunca había experimentado algo peor. La sangre de Shahar todavía cubría su armadura, su garganta estaba destrozada de tanto gritar en la batalla, pero él nunca se había enfrentado a algo tan terrorífico. Tan sobrenatural. Como si toda su existencia fuera apenas una mosca, su poder una brizna en la brisa frente al huracán que eran ellos. Como si lo hubieran lanzado al espacio exterior.

Cada uno de ellos tenía el poder de una estrella sagrada, cada uno podía hacer polvo todo el planeta, pero no tenían luz en sus ojos fríos.

A través de las pestañas, Hunt miró quién más se atrevía a levantar la vista de la alfombra gris mientras los seis asteri los inspeccionaban: Tharion y Ruhn. Declan Emmet. Y la reina Hypaxia.

Ningún otro. Ni Fury o Jesiba.

Ruhn miró a Hunt. Y una voz silenciosa le dijo en la mente. Valiente jugada.

Hunt contuvo su sorpresa. Sabía que había telépatas ocasionales entre las hadas, en especial entre los que vivían en Avallen. Pero nunca había tenido una conversación con uno. Al menos no con la mente.

Buen truco.

Un regalo de la familia de mi madre… que he mantenido en secreto.

¿Y me confías este secreto?

Ruhn permaneció en silencio un momento.

No me pueden ver hablando contigo. Si necesitas algo, por favor dímelo. Haré lo que pueda por ti.

Otra sorpresa, tan física como sus relámpagos.

¿Por qué me ayudarías?

Porque hubieras hecho todo en tu poder para evitar que Bryce intercambiara lugares contigo con Sandriel. Lo vi en tu cara. Ruhn titubeó y luego agregó, un poco dudoso, Y porque no pienso que seas tan maldito ahora.

Hunt sonrió apenas.

Igualmente.

¿Es un cumplido? Otra pausa. ¿Cómo estás, Athalar?

Bien. ¿Cómo está ella?

Ya regresó al trabajo, según la gente que la está vigilando.

Bien. Él no pensaba soportar hablar sobre Bryce sin perder el control, así que dijo, ¿Sabías que la medibruja era la reina Hypaxia?

No. No tenía ni puta idea.

Ruhn tal vez habría continuado, pero los asteri empezaron a hablar. Como uno solo, como siempre lo hacían. Telépatas también.

—Han convergido para discutir asuntos pertinentes a su región. Les damos nuestra anuencia.

Miraron a Hypaxia.

Para su asombro, la bruja no se dudó ni tembló cuando los seis asteri la miraron, el mundo junto con ellos, y dijeron:

—Te reconocemos formalmente como la heredera de la difunta reina Hécuba Enador y con su muerte ahora te nombramos Reina de las Brujas de Valbara.

Hypaxia inclinó la cabeza, con expresión seria. La cara de Jesiba no revelaba nada. Ni una señal de pesar o rabia por el linaje del cual se había alejado. Así que Hunt se atrevió a ver a Ruhn, quien tenía el entrecejo fruncido.

Los asteri volvieron a inspeccionar la habitación, ninguno más engreído que Rigelus, la Mano Brillante. Ese cuerpo de adolescente delgado era una burla al poder monstruoso en su interior. Como uno, los asteri continuaron:

—Pueden iniciar. Que las bendiciones de los dioses y todas las estrellas del firmamento brillen sobre ustedes.

Las cabezas se inclinaron aún más, en agradecimiento por permitirles existir en su presencia.

—Esperamos que discutan una manera de terminar esta guerra inútil. La gobernadora Sandriel demostrará ser un testigo invaluable para su destrucción —una revisión lenta y horrible de la habitación siguió a esas palabras. Y Hunt sabía que su atención estaba puesta en él cuando dijeron—: Y hay otros aquí que también podrían proporcionar su testimonio.

Había sólo un testimonio que proporcionar: que los humanos eran desperdiciados y tontos y que la guerra era su culpa, su culpa, su culpa y que tenía que terminar. Que debía evitarse a toda costa. No habría compasión por la rebelión humana, no se escucharían los problemas de los humanos. Estaba el lado vanir, el lado bueno, y ningún otro.

Hunt miró directamente a Rigelus en la pantalla central. Sintió un golpe de viento helado por el cuerpo, cortesía de Sandriel, le advirtió que apartara la mirada. Él no lo hizo. Podría haber jurado que el Líder de los asteri había sonreído. La sangre de Hunt se heló, no sólo por el viento de Sandriel, y bajó la mirada.

Este imperio se había construido para durar una eternidad. En más de quince mil años, no había caído. Esta guerra no lo derrumbaría.

Los asteri dijeron en sintonía:

—Adiós.

El público volvió a sonreír, la sonrisa de Rigelus dirigida a Hunt era la peor de todas. Las pantallas se apagaron.

Todos en la habitación, incluidos los dos gobernadores, exhalaron. Alguien vomitó, por el sonido y el olor que llegó de una esquina lejana. Y dicho y hecho, un metamorfo de leopardo salió corriendo por las puertas con la mano sobre la boca.

Micah se recargó en su silla con la mirada en la mesa de madera frente a él. Por un momento, nadie habló. Como si todos necesitaran recuperarse. Incluso Sandriel.

Luego Micah se enderezo, agitó ligeramente las alas, y declaró con voz profunda y clara:

—Declaro iniciada la Cumbre de Valbara. Todo honor a los asteri y las estrellas que poseen.

La habitación hizo eco a sus palabras, aunque no de muy buena gana. Como si todos recordaran que incluso en estas tierras al otro lado del mar de Pangera, tan lejos de los lodosos campos de batalla y el brillante palacio de cristal en una ciudad de siete colinas, incluso aquí, no había escapatoria.