La tormenta azotó cuando estaban a dos cuadras del edificio de Bryce y los empapó en cuestión de segundos. El dolor recorrió el antebrazo y hombro de Hunt cuando aterrizó en la azotea, pero se lo tragó. Bryce seguía temblando, su expresión era tan distante que él no la soltó de inmediato cuando la puso sobre las baldosas mojadas por la lluvia.
Ella lo miró al notar que su brazo todavía abrazaba su cintura.
Hunt no pudo evitar acariciarle las costillas con el pulgar. No pudo evitar hacerlo una segunda vez.
Ella tragó saliva y él registró cada uno de los movimientos de su garganta: la gota de lluvia que corría por su cuello, su pulso golpeando suavemente debajo.
Antes de que él pudiera reaccionar, ella se acercó y lo abrazó. Lo abrazó con fuerza.
—Esta noche fue muy mala —dijo y se recargó en su pecho empapado.
Hunt también la abrazó e intentó que su calor infundiera el cuerpo tembloroso de ella.
—Así es.
—Me alegra que no estés muerto.
Hunt rio y se permitió enterrar la cabeza contra el cuello de Bryce.
—A mí también.
Bryce le acarició la espalda, explorando con suavidad.
Cada uno de sus sentidos se enfocó en ese contacto. Despertaron por completo.
—Debemos protegernos de la lluvia —murmuró ella.
—Debemos —respondió él. Pero no se movió.
—Hunt.
Él no sabía si su nombre era una advertencia, una petición o algo más. No le importó y rozó su nariz contra la columna húmeda de su cuello. Carajo, olía bien.
Lo volvió a hacer, incapaz de contenerse o de tener suficiente de ese aroma. Ella levantó un poco la barbilla. Sólo lo suficiente para exponer más de su cuello para él.
Sí, demonios. Hunt casi gimió las palabras y se permitió acercarse a ese cuello suave y delicioso, con un ansia como un puto vampiro de estar ahí, de olerla, de probarla.
Renunció a todos sus instintos, todos los recuerdos dolorosos, todos los juramentos que había hecho.
Bryce le enterró los dedos en la espalda y luego empezó a acariciarlo. Él casi ronroneó.
No se permitió pensar, no mientras le pasaba los labios sobre el cuello. Ella se arqueó ligeramente hacia él. Hacia la dureza que le dolía detrás del cuero reforzado de su traje de batalla.
Tragándose otro gemido contra su cuello, Hunt apretó el abrazo alrededor de su cuerpo cálido y suave y bajó las manos hacia ese trasero dulce y perfecto que lo había torturado desde el primer puto día y…
Se abrió la puerta de metal de la azotea. Hunt ya tenía la pistola en la mano y apuntada hacia ella cuando Sabine salió y gritó furiosa:
—Hazte a un puto lado.