Por alguna razón, Hunt había esperado un calabozo de piedra.
No sabía por qué, ya que había estado en estas celdas debajo del Comitium incontables veces para depositar a los pocos enemigos que Micah quería vivos, pero de alguna manera se había imaginado su captura similar a lo que había sucedido en Pangera: los calabozos oscuros y sucios de los asteri, tan similares a los del palacio de Sandriel.
No esta celda blanca, la magia vibraba en las barras de cromo para anular la suya. Una pantalla en el pasillo mostraba lo que sucedía en el atrio del Comitium: el cuerpo clavado en el crucifijo de hierro en el centro y la caja de vidrio, cubierta de sangre que le caía de arriba, a sus pies.
Justinian todavía gemía de vez en cuando, los dedos de sus pies o sus manos se movían mientras él se asfixiaba despacio, su cuerpo intentaba sin éxito sanar sus pulmones agotados. Ya le habían cortado las alas. Estaban en el piso de mármol detrás de él.
La esencia invisible de Viktoria en la caja de cristal estaba obligada a ver. A soportar la sangre de Justinian que caía en la tapa de su contenedor.
Hunt se sentó en el pequeño catre y vio cada segundo de lo que les habían hecho. Cómo gritó Viktoria cuando Micah la arrancó de ese cuerpo en el que llevaba atrapada tanto tiempo. Cómo había peleado Justinian, incluso cuando le sostuvieron el cuerpo brutalizado sobre el crucifijo, incluso cuando las estacas de hierro le perforaron el cuerpo. Incluso cuando levantaron el crucifijo y empezó a gritar de dolor.
Se escuchó el sonido de una puerta que se abría en el pasillo. Hunt no se levantó del catre para ver quién se acercaba. La herida de su sien ya había sanado, pero él no se había molestado en limpiarse la sangre que le manchaba la mejilla y la mandíbula.
Los pasos que venían por el pasillo eran firmes y sin prisa. Isaiah.
Hunt siguió sentado cuando su antiguo compañero se detuvo frente a las barras.
—Por qué.
No había nada encantador, nada cálido en la cara apuesta. Sólo rabia, agotamiento y miedo.
Hunt dijo, consciente de todas las cámaras y sin que le importara ya:
—Porque esto tiene que parar en algún momento.
—Terminará cuando estés muerto. Cuando toda la gente que amamos esté muerta —dijo Isaiah señalando la pantalla detrás de él, el cuerpo destrozado de Justinian y la caja empapada de sangre de Viktoria—. ¿Eso te hace sentir que estabas en el camino correcto, Hunt? ¿Valió la pena?
Cuando recibió el mensaje de Justinian de que iban a hacer el intercambio, cuando se metió a la cama, se dio cuenta de que no valía la pena. Ni siquiera con el antídoto de la medibruja. No después de estas semanas con Bryce. No después de lo que habían hecho en ese sillón. Pero Hunt dijo, porque seguía siendo verdad:
—Nada ha cambiado desde monte Hermon, Isaiah. Nada ha mejorado.
—¿Cuánto tiempo llevan ustedes tres planeando esto?
—Desde que maté a esos tres narcotraficantes. Desde que me dijeron sobre el sinte y todo lo que podía hacer. Desde que me dijeron qué tipo de poder le dio a Danika Fendyr cuando lo tomaba en las dosis adecuadas. Decidimos que había llegado el momento. Ningún otro puto trato con Micah. No más muertes por muertes. Sólo las que nosotros decidiéramos.
Los tres sabían que había un lugar, una persona, que podría conseguir el sinte. Él había visitado a la Reina Víbora unos días antes. La encontró en su madriguera de venenos y le dijo lo que quería. Vik tenía el oro, gracias a los cheques que llevaba siglos ahorrando.
No se le ocurrió que la serpiente estaría coludida con el arcángel. Ni que estuviera buscando estar en tratos con él.
Isaiah sacudió la cabeza.
—¿Y creíste que Vik, Justinian, tú y los idiotas que los estén siguiendo, podían usar el sinte y hacer qué? ¿Matar a Micah? ¿A Sandriel? ¿A todos?
—Ésa era la idea.
Habían planeado hacerlo durante la Cumbre. Y después, todos irían a Pangera. A la Ciudad Eterna. Y terminarían lo que habían empezado hacía tanto tiempo.
—¿Qué tal si se hubieran pasado de la dosis, si hubieran tomado tanto que se hicieran pedazos a ustedes mismos?
—Yo estaba consiguiendo un antídoto —dijo Hunt encogiéndose de hombros—. Pero ya confesé todo, así que ahórrate el interrogatorio.
Isaiah golpeó los barrotes de la celda con la mano. El viento aulló en el corredor a sus espaldas.
—No podías superarlo, no podías servir y probar tu valor y…
—Traté de detenerlo, carajo. Estaba en ese barco porque me di cuenta… —negó con la cabeza— ya da igual. Pero sí lo intenté. Vi las grabaciones de lo que le hacía a quien lo tomaba e incluso con un antídoto, era demasiado peligroso. Pero Justinian y Vik se negaron a renunciar. Para cuando Vik le dio el oro a la Reina Víbora, yo sólo quería que cada quien se fuera por su lado.
Isaiah movió la cabeza, asqueado.
Hunt escupió.
—Tal vez puedas soportar la correa que traes al cuello, pero yo nunca lo haré.
—No lo soporto —siseó Isaiah—, pero tengo una razón para trabajar por mi libertad, Hunt —le brillaron los ojos—. Pensé que tú también.
Hunt sintió que el estómago se le hacía un nudo.
—Bryce no tuvo nada que ver en esto.
—Por supuesto que no. Le rompiste el puto corazón enfrente de todos. Era obvio que ella no tenía idea.
Hunt se encogió un poco y sintió dolor en el pecho.
—Micah no irá tras ella para…
—No. Tienes mucha puta suerte, pero no. No la va a crucificar para castigarte. Aunque serías muy ingenuo si pensaras que no lo contempló.
Hunt no pudo controlar el escalofrío de alivio.
Isaiah dijo:
—Micah sabe que intentaste detener el plan. Vio los mensajes entre tú y Justinian. Por eso ellos están ahora en el vestíbulo y tú estás aquí.
—¿Qué va a hacer conmigo?
—No lo ha declarado todavía —su rostro se suavizó un poco—. Vine a despedirme. Por si no podemos hacerlo después.
Hunt asintió. Había aceptado su destino. Había intentado y fallado, y pagaría el precio. Otra vez.
Era un mejor fin que la muerte lenta de su alma al ir tomando una vida tras otra bajo las órdenes de Micah.
—Dile que lo siento —dijo Hunt—. Por favor.
Al final del día, a pesar de Vik y Justinian, a pesar del brutal fin que le aguardaba, la expresión en la cara de Bryce era lo que lo atormentaba. Las lágrimas que él había provocado.
Le había prometido un futuro y luego le provocó ese dolor, desesperación y pesar a su cara. Nunca se había odiado más a sí mismo.
Isaiah levantó los dedos hacia los barrotes, como si quisiera tocar la mano de Hunt, pero luego la volvió a bajar.
—Lo haré.
—Han pasado tres días —dijo Lehabah—. Y el gobernador no ha anunciado lo que hará con Athie.
Bryce levantó la vista del libro que estaba leyendo en la biblioteca.
—Apaga esa televisión.
Lehabah no le hizo caso. Tenía el rostro pegado a la pantalla de la tableta. Los videos del vestíbulo del Comitium y el cadáver putrefacto del soldado triarii que estaba ahí crucificado. La caja de vidrio cubierta de sangre debajo. A pesar de las interminables especulaciones de los comentaristas y analistas, no se había filtrado información sobre por qué dos de los soldados más cercanos a Micah habían sido ejecutados con tal brutalidad. Un golpe fallido era todo lo que se había sugerido. No habían hecho ninguna mención de Hunt. Si vivía.
—Está vivo —susurró Lehabah—. Lo sé. Lo puedo sentir.
Bryce recorrió una línea de texto con el dedo. Era la décima vez que intentaba leerla en los veinte minutos desde que el mensajero se había ido. Había llegado para darle un frasco del antídoto que le enviaba la medibruja que le había sacado el veneno del kristallos de la pierna. Al parecer, había encontrado la manera de hacer que el antídoto funcionara sin que ella estuviera presente. Pero Bryce no se maravilló. No ahora que el frasco era un recordatorio silencioso de lo que ella y Hunt habían compartido ese día.
Ella consideró tirarlo, pero optó por guardar el antídoto en la caja fuerte de la oficina de Jesiba, junto a esa bala de oro de quince centímetros para el rifle Matadioses. Vida y muerte, salvación y destrucción, ahora encerrados ahí juntos.
—Violet Kappel dijo en las noticias de la mañana que podría haber más rebeldes…
—Apaga esa pantalla, Lehabah, antes de que la arroje al puto tanque.
Sus palabras duras hicieron un corte en la biblioteca. Las criaturas que se movían en sus jaulas se quedaron quietas. Incluso Syrinx despertó de su siesta.
Lehabah se apagó un poco y se puso color rosado claro.
—¿Estás segura de que no hay nada que podamos…?
Bryce cerró el libro de un golpe y se lo llevó hacia las escaleras.
No escuchó las siguientes palabras de Lehabah porque sonó el timbre de la puerta. El trabajo había estado más activo que lo normal, un gran total de seis compradores perdiendo su tiempo preguntando sobre cosas que no tenían interés en comprar. Si tenía que lidiar con un idiota más este día…
Miró los monitores. Y se quedó congelada.
El Rey del Otoño miró la galería, la sala de exhibición llena de artefactos invaluables, la puerta que llevaba a la oficina de Jesiba y la ventana que veía hacia todo el piso. Miró la ventana suficiente tiempo para que Bryce se preguntara si de alguna manera podía ver por el vidrio cromado y distinguir el rifle Matadioses montado en la pared detrás del escritorio de Jesiba. Si podría percibir su presencia mortal y la de la bala dorada en la caja fuerte en la pared a su lado. Pero el rey siguió mirando hacia la puerta de hierro sellada a su derecha y al fin, al fin a Bryce.
Nunca había venido a verla. En todos estos años, nunca había venido. ¿Por qué tomarse la molestia?
—Hay cámaras en todas partes —dijo ella y se quedó sentada detrás de su escritorio, odiando su aroma a ceniza y nuez moscada que la arrastraba doce años al pasado, a la niña de trece años que lloraba, la niña que había sido la última vez que había hablado con él—. En caso de que estés pensando robarte algo.
Él no hizo caso a la provocación y se metió las manos en los bolsillos de sus jeans negros, todavía estudiando la galería en silencio. Era hermoso, su padre. Alto, musculoso y con un rostro de una belleza absoluta debajo de ese cabello largo y rojo, de la misma tonalidad y textura sedosa que el de ella. Se veía apenas unos años mayor que ella también… vestido como joven, con los jeans negros y camiseta de manga larga a juego. Pero sus ojos color ámbar eran antiguos y crueles, y al final dijo:
—Mi hijo me contó lo que ocurrió en el río la noche del miércoles.
Cómo había logrado hacer que ese ligero énfasis en mi hijo se convirtiera en un insulto era algo que ella no lograba comprender.
—Ruhn es un buen perro.
—El príncipe Ruhn consideró necesario que lo supiera porque tú podrías estar… en peligro.
—¿Y esperaste tres días? ¿Estabas esperando que a mí también me crucificaran?
A su padre le brillaron los ojos.
—Vine a decirte que tu seguridad ha sido garantizada y que el gobernador sabe que tú fuiste inocente en el asunto y no se atreverá a lastimarte. Ni siquiera por castigar a Hunt Athalar.
Ella resopló. Su padre se quedó inmóvil.
—Eres muy tonta si piensas que eso no sería suficiente para quebrar al fin a Athalar.
Ruhn seguro le había dicho eso también. El desastre que había sido todo esto entre ella y Hunt. Lo que fuera que hubiera sido. Como se le pudiera llamar a cómo la había usado.
—No quiero hablar de esto.
No con él, no con nadie. Fury había vuelto a desaparecer y aunque Juniper le había enviado un mensaje, Bryce no quiso hablar mucho. Luego madre y Randall empezaron a llamarla. Y empezaron las grandes mentiras.
No supo por qué mintió sobre el involucramiento de Hunt. Tal vez para explicar su propia estupidez por dejar entrar a Hunt en su vida, por ser tan pinche ciega frente al hecho de que la había engañado cuando todos se lo habían advertido, incluso cuando él mismo le dijo que amaría a Shahar hasta el día de su muerte. La destrozaba saber que había elegido al arcángel y su rebelión por encima de ella, por encima de ellos… No podía hablar con su madre sobre eso. No sin perder por completo lo que le quedaba de su capacidad para funcionar.
Así que Bryce regresó al trabajo porque ¿qué más podía hacer? No había recibido respuesta de los lugares donde había enviado sus solicitudes de trabajo.
—No voy a hablar de esto —repitió.
—Hablarás de esto. Con tu rey.
Las brasas de su poder hicieron parpadear las lucesprístinas.
—Tú no eres mi rey.
—Legalmente, lo soy —dijo su padre—. Estás registrada como ciudadana mitad hada. Bajo mi jurisdicción en esta ciudad y como miembro de la Casa de Cielo y Aliento.
Ella hizo sonar sus uñas.
—¿Entonces de qué quieres hablar, Su Majestad?
—¿Ya dejaron de buscar el Cuerno?
Ella parpadeó.
—¿Eso importa todavía?
—Es un artefacto mortífero. Sólo porque averiguaste la verdad sobre Danika y Athalar no significa que quien lo quiera usar ya terminó.
—¿No te dijo Ruhn? Danika robó el Cuerno por diversión. Lo tiró en alguna parte cuando estuvo drogadísima. Era un callejón sin salida —al ver la expresión molesta de su padre, explicó—. Danika y los demás que usaron sinte invocaron a los kristallos por accidente, gracias a la sal negra que contiene. Nos equivocamos al buscar el Cuerno. Nadie lo está buscando.
No podía decidir a quién odiaba más: a Hunt, Danika o a ella misma por no ver sus mentiras. Por no querer ver nada de eso. La atormentaba cada paso, cada respiración, ese odio. Le quemaba el interior.
—Aunque ningún enemigo lo esté buscando, vale la pena asegurarse de que el Cuerno no caiga en las manos equivocadas.
—¿Sólo en manos de hadas, verdad? —dijo ella con una sonrisa fría—. Pensé que tu hijo El Elegido estaba buscándolo.
—Está ocupado en otras cosas.
Ruhn debió haberlo mandado al carajo.
—Bueno, si puedes pensar dónde lo tiró Danika en su estupor, soy toda oídos.
—No es un asunto trivial. Incluso si el Cuerno ya no sirve, sigue teniendo un lugar especial en la historia de las hadas. Recuperarlo significará mucho para mi gente. Creo que con tu experiencia profesional esa búsqueda podría ser de tu interés. Y del de tu jefa.
Ella miró la pantalla de su computadora.
—Como sea.
Él se detuvo un momento y luego su poder vibró y deformó todo el audio que se escuchaba cuando dijo:
—Yo amaba mucho a tu madre, sabes.
—Sí, tanto que le dejaste esa cicatriz en la cara.
Ella podría haber jurado que él se encogió un poco.
—No creas que no he pasado cada momento desde entonces arrepentido de mis actos. Viviendo en la vergüenza.
—Me tenías engañada.
Su poder retumbó por toda la habitación.
—Te pareces tanto a ella. Más de lo que sabes. Ella nunca perdonó a nadie por nada.
—Lo tomaré como un cumplido.
Ese mismo fuego ardía en su cabeza, en sus huesos.
Su padre dijo en voz baja:
—La hubiera hecho mi reina. Tenía listos los documentos.
Ella parpadeó.
—Qué poco elitista de tu parte. Me sorprende —su madre nunca lo había sugerido ni implicado—. Ella hubiera odiado ser reina. Hubiera dicho que no.
—Me amaba lo suficiente para decir que sí.
Certeza absoluta en sus palabras.
—¿Crees que de alguna manera borra lo que hiciste?
—No. Nada borrará jamás lo que hice.
—Ahorrémonos esta mierda de cuánto sufres. ¿Viniste aquí después de todos estos años para decirme estas estupideces?
Su padre la vio un largo rato. Luego se dirigió a la puerta y la abrió en silencio. Pero antes de salir a la calle, su cabello rojo brilló bajo la luz del atardecer y dijo:
—Vine aquí después de tantos años para decirte que tal vez seas como tu madre pero que también te pareces más a mí de lo que te das cuenta —le brillaron los ojos color ámbar, iguales a los de ella—. Y no es bueno.
La puerta se cerró y la galería se oscureció. Bryce se quedó mirando la pantalla de la computadora frente a ella y luego escribió unas palabras.
Seguía sin saber nada de Hunt. No lo mencionaban en las noticias. Ni un comentario sobre si el Umbra Mortis estaba en prisión, o torturado o vivo o muerto.
Como si él nunca hubiera existido. Como si ella lo hubiera soñado.