Prefacio
Este libro reúne, sin correcciones ni reescritura, columnas mensuales que publiqué en el diario Libération entre septiembre de 2004 y enero de 2012[1]. Algunos textos pueden haber envejecido un poco, otros no tanto. Tomados en conjunto, pueden ser leídos como el intento de un investigador en ciencias sociales de comprender y analizar el mundo día a día y de comprometerse en el debate público, tratando de conciliar la coherencia y la responsabilidad del investigador con las del ciudadano.
El período que va de 2004 a 2012 estuvo marcado de manera decisiva por la crisis financiera mundial desencadenada entre 2007 y 2008, todavía vigente. Muchas de estas crónicas la tienen como protagonista. Intento, una y otra vez, comprender el nuevo rol que desempeñaron los bancos centrales para evitar la debacle de la economía mundial, o analizar las diferencias y las similitudes entre la crisis irlandesa y la griega. También me ocupo de temas clásicamente franceses, pero que siguen siendo claves para nuestro futuro común: la justicia fiscal, la reforma del sistema previsional o el porvenir de las universidades. Todos estos temas merecerían un lugar en el debate en torno a las elecciones presidenciales de 2012 en Francia. Sin embargo, hacia el final del período referido, un tema eclipsa todos los otros: ¿la Unión Europea estará a la altura de las esperanzas que muchos de nosotros depositamos en ella? ¿Podrá Europa transformarse en la potencia pública continental y en el espacio de soberanía democrática que nos permita retomar el control de un capitalismo mundializado y enloquecido? ¿O su papel se reducirá una vez más al de un instrumento tecnocrático de la desregulación, de la competencia generalizada y de la sumisión de los Estados a los mercados?
En primer lugar, la crisis financiera que comenzó en el verano de 2007 con el inicio del desmoronamiento de las subprimes en los Estados Unidos, y prosiguió en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers, puede considerarse como la primera crisis del capitalismo patrimonial globalizado del siglo XXI.
Resumamos. Desde principios de la década de 1980 una nueva ola de desregulación financiera y de fe desmedida en la autodisciplina de los mercados se expande en el mundo. El recuerdo de la depresión de los años treinta y de los cataclismos que le siguieron se diluyó. La «estanflación» de la década de 1970 (mezcla de estancamiento económico e inflación) demostró los límites del consenso keynesiano de las décadas de 1950 y 1960, construido en una situación de urgencia, en el contexto particular de la posguerra. Ante el fin de la reconstrucción y del crecimiento elevado que caracterizó las tres décadas doradas del capitalismo, naturalmente se ha puesto en tela de juicio el proceso de ampliación indefinida del rol del Estado y de las deducciones obligatorias que se aplicaron en las décadas de 1950 y 1960[2]. El movimiento de desregulación comenzó entre 1979 y 1980 en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde cada vez se toleraba menos que Japón, Alemania y Francia los hubiesen alcanzado (e incluso superado, en el caso del Reino Unido). Aprovechando este descontento, Reagan y Thatcher explicaron que el Estado era el problema y no la solución, y propusieron salir de ese Estado benefactor que había adormecido a los empresarios anglosajones y volver a un capitalismo puro, como el que imperaba antes de la Primera Guerra Mundial. El proceso se aceleró y se extendió por toda Europa continental a partir de 1990-1991. La caída de la Unión Soviética dejó al capitalismo sin rival y abrió una fase en la que se creía en el «fin de la historia» y en un «nuevo crecimiento» que se apoyaba en una perpetua euforia bursátil.
A comienzos de la década de 2000 las capitalizaciones bursátiles e inmobiliarias de Europa y los Estados Unidos alcanzaron, y luego superaron, los récords históricos precedentes, que databan de 1913. En 2007, en la víspera de la crisis, la totalidad de los patrimonios financieros e inmobiliarios (netos de deudas) que poseían los hogares franceses alcanzaba los 9,5 billones de euros, es decir, cerca de seis años de ingreso nacional. Y si bien la fortuna de los franceses disminuyó levemente en el bienio 2008-2009, volvió a subir a partir de 2010, y actualmente supera los 10 billones. Si ponemos estas cifras en una perspectiva histórica, comprobaremos que los patrimonios no habían crecido tanto desde hacía un siglo. El patrimonio neto privado representa en la actualidad el equivalente de cerca de seis años de ingreso nacional, contra menos de cuatro años en la década de 1980, y menos de tres en la década de 1950. Es preciso remontarse hasta la belle époque (1900-1910) para encontrar tal prosperidad de las fortunas francesas, con ratios patrimonio/ingreso que rondan el cociente 6/7[3].
Vemos también que la actual prosperidad patrimonial no es tan solo consecuencia de la desregulación. Es también, y sobre todo, un fenómeno de recuperación a largo plazo, luego de los violentos impactos sufridos a comienzos del siglo XX, y un fenómeno ligado al crecimiento débil de las últimas décadas, que conduce de manera mecánica a ratios patrimonio/ingreso extremadamente altas. El hecho es que, en el período histórico actual, en los países ricos los patrimonios prosperan mientras que la producción y los ingresos crecen a ritmos menguados. Durante la Edad de Oro del capitalismo se tenía la idea equivocada de que habíamos pasado a otra etapa, a una suerte de capitalismo sin capital. No se trataba, en realidad, más que de una fase transitoria: un capitalismo de reconstrucción. En el largo plazo, solo puede existir el capitalismo patrimonial.
De cualquier modo, la desregulación iniciada en las décadas de 1980 y 1990 creó una dificultad suplementaria: hizo que en este comienzo de siglo XXI el sistema financiero y el capitalismo patrimonial se volvieran particularmente frágiles, volátiles e imprevisibles. Vastos sectores de la industria financiera se desarrollaron sin ningún control, sin una regulación prudente, sin una rendición de cuentas digna de ese nombre. Incluso las más elementales estadísticas financieras internacionales están impregnadas de incoherencias sistemáticas. Por ejemplo, a escala mundial, las posiciones financieras netas son globalmente negativas, lo que por lógica es imposible, a menos que supongamos que en parte nos controla el planeta Marte… Es más probable que, como demostró recientemente Gabriel Zucman[4], esta incoherencia indique que una parte no desdeñable de los activos financieros, que se encuentran en paraísos fiscales y en manos de no residentes, no está registrada correctamente como tal. Esto afecta sobre todo la posición neta exterior de la zona euro, que es mucho más positiva que lo que sugieren las estadísticas oficiales. Por una simple razón: los europeos con fortuna tienen interés en ocultar una parte de sus activos, y la Unión Europea no hace por el momento lo que debería —y podría— para disuadirlos.
En términos más generales, la fragmentación política de Europa y su incapacidad para unirse fragilizan especialmente a nuestro continente frente a la inestabilidad y la opacidad del sistema financiero. Es evidente que el Estado-nación europeo del siglo XIX ya no tiene el peso necesario para imponer reglas fiscales y prudenciales apropiadas a las instituciones financieras y a los mercados globalizados.
Europa sufre además una dificultad extra. Su moneda, el euro, y su banco central, el Banco Central Europeo (BCE), fueron concebidos a finales de los años ochenta y comienzos de los noventa (los billetes en euros entraron en circulación en enero de 2002, pero el Tratado de Maastricht fue ratificado por referéndum en septiembre de 1992), en un momento en el que se imaginaba que los bancos centrales tenían como única función mirar pasar el tren, es decir, garantizar que la inflación permaneciera baja y que la masa monetaria aumentase grosso modo al mismo ritmo que la actividad económica. Después de la «estanflación» de los años setenta, tanto los gobernantes como la opinión pública se dejaron convencer por el discurso que sostiene que los bancos centrales deberían, ante todo, ser independientes del poder político y tener como único objetivo reducir la inflación. Así, se llegó a crear, por primera vez en la historia, una moneda sin Estado y un banco central sin gobierno.
En el camino, se olvidó que en el momento de crisis económicas y financieras profundas los bancos centrales constituyen una herramienta indispensable para estabilizar los mercados financieros y evitar tanto las quiebras en cadena como la depresión económica generalizada. Esta rehabilitación del rol de los bancos centrales es la gran lección de la crisis financiera de estos últimos años. Si los dos bancos centrales más grandes del mundo, la Reserva Federal estadounidense (Federal Reserve; en adelante, Fed) y el BCE, no hubieran impreso cantidades considerables de billetes (muchas docenas de puntos del PBI de cada uno en 2008 y 2009) para prestarlos a una tasa baja (0%-1%) a los bancos privados, es probable que la depresión hubiera alcanzado dimensiones comparables con la de los años treinta, con tasas de desempleo mayores al 20%. Felizmente, tanto la Fed como el BCE supieron evitar lo peor y no reprodujeron los errores «liquidacionistas» de los años treinta, época en la que se dejó caer a los bancos uno tras otro. El poder infinito de creación monetaria que tienen los bancos centrales debe estar sujeto a controles estrictos. Pero, ante crisis profundas, sería suicida no utilizar una herramienta de este tipo y su rol de prestamista de último recurso.
Lamentablemente, si bien este pragmatismo monetario permitió evitar lo peor en 2008 y 2009 y apagar el incendio de manera provisoria, condujo también a no preguntarse lo suficiente por los motivos estructurales del desastre. La supervisión financiera progresó tímidamente desde 2008 y pretendió ignorar los orígenes de la crisis vinculados a la desigualdad: el estancamiento de los ingresos de las clases populares y medias y el aumento de la desigualdad, en particular en los Estados Unidos (donde el 1% de los más ricos absorbió cerca del 60% del crecimiento entre 1997 y 2007), contribuyeron de manera evidente a la explosión del endeudamiento privado[5].
Sobre todo, este salvataje de los bancos centrales a los bancos privados que tuvo lugar en 2008 y 2009 no impidió que la crisis entrara en una nueva fase en 2010 y 2011, con el colapso de las deudas públicas de la zona euro. El punto importante a destacar aquí es que esta segunda parte de la crisis, que nos preocupa hoy, solo concierne a la zona euro. Los Estados Unidos, el Reino Unido y Japón están más endeudados que nosotros (100, 80 y 200% del PBI en deuda pública respectivamente, contra el 80% para la zona euro), pero no sufren una crisis de la deuda. Por una razón muy simple: la Fed, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón les prestan a sus gobiernos respectivos a una tasa baja —menos del 2%—, lo que permite calmar los mercados y estabilizar las tasas de interés. Por su parte, el BCE prestó muy poco dinero a los Estados de la zona euro —de allí la crisis actual—.
Para explicar esta actitud específica del BCE, se suelen evocar los traumatismos ancestrales de Alemania, que tendría miedo de recaer en la hiperinflación de la década de 1920. Esta pista no me parece muy convincente. Todos sabemos que el mundo no está amenazado por la hiperinflación. Lo que nos amenaza hoy es más bien una recesión deflacionista, con una disminución o un estancamiento de los precios, los salarios y la producción. De hecho, la enorme creación monetaria de 2008 y 2009 no provocó una inflación significativa. Los alemanes lo saben tan bien como nosotros.
Una explicación potencialmente más satisfactoria sería que, luego de varios decenios de desprestigio del poder público, finalmente nos resulta más natural pedir ayuda a los bancos privados que a los gobiernos. Aunque en los Estados Unidos y en el Reino Unido, donde este desprestigio alcanzó su cenit, los bancos centrales pudieron por fin mostrarse pragmáticos y no dudaron en comprar deuda pública en forma masiva.
En realidad, el problema específico que debemos afrontar, y la explicación principal de nuestras dificultades, es, lisa y llanamente, que la zona euro y el BCE fueron mal concebidos desde el comienzo y, por lo tanto, resulta difícil refundar las reglas en plena crisis. El error fundamental ha sido imaginar que se podía tener una moneda sin Estado, un banco central sin gobierno y una política monetaria común sin política presupuestaria común. Una moneda común sin deuda común no puede funcionar. En rigor, puede funcionar en tiempos de calma pero, a largo plazo, nos lleva a una explosión.
Al crear la moneda única se prohibió la especulación sobre los 17 valores de cambio de las monedas de la zona euro: ya no se puede apostar a la caída de la dracma con relación al franco, o a la caída del franco con relación al marco. Pero no se anticipó que esta especulación sería reemplazada por una especulación sobre las 17 tasas de interés de las deudas públicas de la zona euro. Pues bien, esta segunda especulación es, a largo plazo, todavía peor que la primera. Cuando se ataca el valor de cambio, siempre es posible tomar la delantera y devaluar la moneda, lo que permite al país al menos volverse más competitivo. Con la moneda única, los países de la zona euro perdieron esta posibilidad. En principio, deberían haber ganado a cambio estabilidad financiera, pero claramente no ha sido el caso.
La especulación sobre las tasas de interés a la que nos enfrentamos hoy es además particularmente perversa, pues vuelve imposible reorganizar con serenidad el equilibrio de nuestras finanzas públicas. Las masas en juego son en efecto considerables. Pagar una tasa de interés del 5% en lugar del 2% con una deuda pública que ronda el 100% del PBI hace que la carga anual de los intereses de la deuda sea del 5% del PBI en lugar del 2%. ¡Pues bien, la diferencia, 3% del PBI (60 000 millones de euros en Francia), representa la totalidad del presupuesto para educación superior, investigación, justicia y empleo! Si no se sabe si la tasa de interés en un año o dos será del 2% o del 5%, entonces es sencillamente imposible instaurar un debate democrático sereno sobre los gastos que deben reducirse y las deducciones que deben aumentarse.
Es tanto más lamentable cuanto que resulta evidente que los Estados de bienestar europeos deben ser reformados, modernizados, racionalizados, pero no solo para restablecer el equilibrio presupuestario y asegurar la estabilidad financiera, sino primero y ante todo para que garanticen un mejor servicio público, una mayor reacción ante las situaciones individuales, y el respeto de los derechos. La izquierda debe retomar la iniciativa en estos temas, a saber, la modernización de nuestra fiscalidad (a la vez compleja e injusta, que debe ser refundada a partir del principio «a igual ingreso, igual impuesto», de la deducción en origen y del impuesto con base imponible más amplia y tasa baja como la contribución social generalizada —CSG[6]—), la refundación de nuestro sistema previsional (actualmente dividido en múltiples regímenes, lo que lo vuelve también incomprensible para los ciudadanos e imposible de reformar con consenso y equidad[7]), o aun la autonomía de nuestras universidades (tercer tema clave que, como la reforma fiscal y la reforma previsional, no hay que dejar en manos de la derecha).
Ahora bien, en la medida en que estemos a merced de grandes movimientos de especulación sobre las tasas de interés, ¿cómo impulsar este tipo de debates con cierta calma? Seamos claros: lo que sucede en la actualidad en España e Italia, donde las tasas de interés superan el 5-6%, puede suceder perfectamente en Francia en los próximos meses. Si tuviéramos que pagar a largo plazo una tasa de interés de este orden, o incluso solo del 4%, mientras que el Reino Unido, con el mismo endeudamiento inicial que el nuestro, no paga más que el 2% gracias a su banco central, entonces en poco tiempo se haría muy difícil defender el euro en Francia. Si una situación de ese tipo se prolongara, aunque fuera uno o dos años, la moneda común se volvería rápidamente impopular.
¿Qué hacer? Para poner fin a la especulación sobre las 17 tasas de interés de la zona euro, la única solución durable es mutualizar nuestra deuda, crear una deuda común (los «eurobonos»). Es también la única reforma estructural que permitirá al Banco Central Europeo desempeñar plenamente su rol de prestamista de último recurso. Es cierto que el BCE podría comprar más deuda soberana en los mercados ahora mismo, y esta solución de urgencia probablemente desempeñe un rol crucial en los meses que vienen. Pero, mientras el BCE tenga que enfrentar 17 deudas soberanas diferentes, tendrá un problema imposible de resolver: ¿qué deuda comprar? ¿A qué tasa? Si la Fed debiera elegir cada mañana entre la deuda de Wyoming, la de California y la de Nueva York, tendría muchos problemas para sostener una política monetaria coherente.
Pues bien, para tener una deuda común, es necesario crear una autoridad política federal fuerte y legítima. No se pueden crear eurobonos para dejar que cada gobierno nacional decida cuánto emitir de deuda común. Y esta autoridad política federal no puede ser el Consejo de Jefes de Estado o el Consejo de Ministros de Finanzas. Debemos dar un paso enorme hacia la unión política de los Estados Unidos de Europa o, en caso contrario, tarde o temprano daremos un inmenso paso atrás, a saber, el rechazo al euro. La solución más simple sería asignar finalmente un verdadero poder presupuestario al Parlamento Europeo. Sin embargo, el problema es que este último comprende a los 27 países de la UE, es decir, mucho más que la mera zona euro. Otra solución, que planteé en mi crónica del 22 de noviembre de 2011, consistiría en crear una suerte de «Senado Presupuestario Europeo», que reuniera a los diputados de las comisiones de finanzas y de asuntos sociales de los Parlamentos nacionales de los países que desearan mutualizar su deuda. Este Senado tendría poder real sobre las decisiones de emisión de deuda común (lo que no impediría a cada país emitir deuda nacional si lo desea, pero esta no estaría garantizada colectivamente). El punto importante es que este Senado tomaría sus decisiones con mayoría simple, como todos los Parlamentos, y sus debates serían públicos, transparentes y democráticos.
Esta es la gran diferencia con los Consejos de Jefes de Estados, que tienden al statu quo y a la inercia, porque se apoyan en la unanimidad (o cuasiunanimidad) y se limitan en esencia a conciliábulos privados. Por lo general, no se toma ninguna decisión, y cuando por milagro emerge una decisión unánime es casi imposible saber por qué se la tomó. Es en definitiva lo contrario de un debate democrático en un recinto parlamentario. Hoy en día negociar un nuevo tratado europeo que consista en permanecer en una lógica intergubernamental pura (con la única y simple modificación de pasar de una regla de decisión del 100% a una del 85% en el seno de los Consejos de Jefes de Estado) no está a la altura de las circunstancias. Y, evidentemente, no permite crear eurobonos, lo cual requiere mucha más audacia en el plano de la unión política, audacia a la que los alemanes parecen mucho más dispuestos que el presidente francés (que acaba de alabar una vez más la lógica intergubernamental pura, mientras que la Unión Demócrata Cristiana alemana propuso la elección de un presidente europeo por sufragio universal). Habría que tomarlos en serio en este tema y formular propuestas precisas. En esto consiste el gran desafío.