La carrera por el salario mínimo

23 de octubre de 2006

En gran medida, el debate entre presidenciables socialistas se reduce a una simple pregunta: ¿cuánto hay que aumentar el salario mínimo? Para Laurent Fabius[42] no hay duda: al respecto, piensa encarnar la línea «bien a la izquierda» gracias a la que espera ganar la apuesta. En un principio, la propuesta consistía en llevar el actual salario mínimo de alrededor de 1250 euros brutos por mes a 1500 euros antes del fin del próximo quinquenio legislativo, es decir, otorgar un 20% de aumento en cinco años. Pero como esta propuesta fue aceptada en el proyecto socialista que comparten todos los candidatos, tuvo que golpear más fuerte: Laurent Fabius se compromete ahora a aumentar el salario mínimo en 100 euros, es decir, un 8% «en los días siguientes a la elección», y le niega la condición de socialista a todo el que se oponga a su línea.

Dejemos de lado lo increíble de esa vuelta de tuerca política proveniente de un exministro de Finanzas que hace solo algunos años se jugaba todo a la reducción de impuestos para los salarios más altos, la exención fiscal para los altos ejecutivos extranjeros, etc. Más allá de la credibilidad de su autor, esta propuesta presenta problemas de fondo y muestra hasta qué punto fue nocivo aplazar la elección del candidato hasta último momento (mientras el líder no es elegido, la tentación demagógica impide todo debate de fondo).

Para comenzar, supongamos que se aumente el salario mínimo un 8% en 2007. ¿Qué habría que hacer al año siguiente? Con un crecimiento apenas superior al 2% anual será difícil lograr que los bajos salarios progresen indefinidamente un 8% anual: no se puede, por definición, distribuir más de lo que se produce. Aún más, lo cierto es que el salario mínimo progresó más rápido que los salarios más elevados en el curso de los últimos años, como consecuencia del pasaje a las treinta y cinco horas de trabajo semanales. Dicho de otro modo, no estamos en presencia de una desconexión estructural de los bajos salarios, contrariamente a lo que sucedía, por ejemplo, hace cuarenta años: en los años cincuenta y sesenta, el salario mínimo había progresado estructuralmente de manera más lenta que la producción, lo que permitió la fuerte recuperación del período 1968-1983, con una suba del 130% del poder adquisitivo del salario mínimo contra un 40% para la producción.

El nivel de los salarios bajos es insuficiente en términos absolutos, pero se encuentra ligado a los otros salarios, que están a su vez ligados al nivel de producción (contrariamente a una idea en boga, los beneficios no progresan más rápido que los salarios: las cuentas nacionales indican que la remuneración de los asalariados se sitúa siempre alrededor del 65 o 66% del valor agregado en el curso de los diez últimos años, contra el 34 o 35% para el excedente bruto de explotación que queda para las empresas). En un contexto como este, la responsabilidad de un político no es firmar cheques en blanco, sino encontrar caminos que permitan asegurar de manera durable el crecimiento de la producción y del poder adquisitivo de los más humildes, lo que exige rigurosidad y modestia.

Además, hoy existe una herramienta mucho más fina que el salario mínimo para revalorizar el poder adquisitivo de los trabajadores con bajos salarios: la prima por el empleo (PPE[43]). Introducida en 2000 bajo el gobierno de Jospin, fuertemente aumentada por la derecha desde 2002 (prueba de que la sensatez triunfa a veces sobre la manía de ruptura y de anulación), la PPE parece suscitar hoy poco entusiasmo entre los socialistas, más preocupados por la carrera del monto del aumento del salario mínimo. Ciertamente, es preciso mejorar esta herramienta desde el punto de vista técnico (su transferencia mensual no se encuentra todavía a punto); es necesario evitar que su progresión se vea acompañada por una desconexión del salario mínimo, lo que conduciría a una desresponsabilización de los empleadores. Pero, aplicada de un modo conveniente, la PPE tiene el inmenso mérito de permitir un reparto equilibrado de la suba del poder adquisitivo: su monto puede ser modulado en función de la situación familiar, del tiempo de trabajo, del nivel exacto del salario, etc. Se trata de una herramienta mucho más sutil que el aumento del salario mínimo, que, en la medida en que no permite estas sutilezas, conduce, por un lado, a gravar de manera uniforme las remuneraciones en este nivel, y por otro, a un bloqueo de las progresiones salariales.

Sobre todo, la lógica de redistribución de la PPE es profundamente innovadora. Su principio esencial consiste en conducir el esfuerzo de solidaridad a los bajos salarios, no solo a los empleadores de bajos salarios (que son principalmente pequeños empleadores, a menudo menos ricos que muchos altos ejecutivos) sino también al conjunto de la comunidad nacional, en función del salario de cada uno. No nos sorprende entonces que la focalización en el salario mínimo suscite más entusiasmo en una izquierda mal emancipada del marxismo, que ama creer que la única desigualdad verdadera en la sociedad capitalista es la que opone los asalariados a los «patrones», eternos pudientes en comparación con los asalariados, considerados como un bloque más o menos homogéneo, y que por lo tanto deberían ser los únicos que pagan. Una razón más para saldar este conflicto lo antes posible.