El suplicio de las treinta y cinco horas
17 de diciembre de 2007
Nicolas Sarkozy tiene una estrategia: obligar a la izquierda a beber el cáliz de las treinta y cinco horas[44] hasta el final. No se equivoca. Ganó su elección, en buena parte, por su propuesta «trabaje más para ganar más», eslogan que encarnó inmediatamente después de las elecciones en la exención de las horas suplementarias. Las nuevas medidas anunciadas para relanzar el poder adquisitivo (compra de días francos, etc.) muestran que el suplicio aún no ha terminado.
Esta estrategia es comprensible. Si bien una reforma de tal magnitud incluye necesariamente aspectos positivos, en particular reorganizaciones del trabajo mutuamente beneficiosas en algunas empresas, la aplicación de las treinta y cinco horas en el bienio 1997-1998 fue un gran error de la política económica y social. Esto no significa que toda intervención pública en la duración del trabajo esté destinada necesariamente al fracaso y que haya que dejar a los empleados y a las empresas por completo libres para negociar de manera individual la división de la ganancia de la productividad entre el aumento del poder adquisitivo y el aumento del tiempo libre. La experiencia prueba que esta teoría liberal pura es insuficiente, sobre todo porque descuida el rol clave de las normas sociales en la determinación de la duración del tiempo libre. Sin las múltiples leyes sobre licencias pagas (de las dos semanas de 1936 a las cinco de 1982), es probable que los trabajadores franceses hubieran «elegido» —como sus homólogos anglosajones— dejar que aumentara su poder adquisitivo sin tomar vacaciones. Sin duda, tal «elección» no habría sido óptima en términos de bienestar, como lo muestra por ejemplo el hecho de que los no asalariados se hayan aumentado ellos mismos sus licencias en 1982. El mismo razonamiento se aplica a la duración semanal del trabajo.
Se ve con claridad hasta qué punto la concepción de las políticas públicas sobre la duración del trabajo es parte de una «relojería de precisión». Los responsables políticos y sindicales deben percibir cuáles son las aspiraciones no realizadas de los empleados en materia de tiempo libre, teniendo en cuenta sobre todo sus aspiraciones contradictorias en términos de poder adquisitivo; todo esto dejando la flexibilidad suficiente para que la infinita diversidad de aspiraciones individuales pueda desarrollarse. Desde ese punto de vista, las treinta y cinco horas dan cuenta de un error manifiesto de timing. La reducción del tiempo de trabajo solo puede hacerse a partir de un período de crecimiento sostenido del poder adquisitivo y no, claro está, en medio del gran estancamiento salarial que los franceses sufren desde el comienzo de los años ochenta.
Este estancamiento presenta ciertas razones estructurales que no tienen nada que ver con las treinta y cinco horas: disminución del crecimiento luego de las tres décadas doradas del capitalismo; absorción del poco crecimiento por la progresión inevitable de los gastos en jubilación y en salud; innovaciones que favorecen el descenso de los precios de la alta tecnología y no de artículos de primera necesidad; aumento de los alquileres inducido por las transformaciones demográficas y reajuste histórico de los aportes de los activos; y muchas otras más. Pero las treinta y cinco horas no ayudaron: no es sorprendente en un contexto como este que los electores hayan apreciado la idea de «trabajar más para ganar más».
En realidad, los socialistas de 1997 tendrían que haber releído a los de 1936. Si bien las dos semanas de vacaciones pagas fueron un éxito, no nos cansaremos nunca de repetir que las cuarenta horas decretadas por el Frente Popular debieron esperar a las décadas de 1960 y 1970 para poco a poco hacerse realidad. Por una razón muy simple: solo después de varias décadas de crecimiento de la productividad y del poder adquisitivo, los empleados y sus representantes aceptaron reducir los volúmenes de horas extra.
Como las treinta y cinco horas de 1997, las cuarenta de 1936 fueron una medida concebida totalmente a destiempo (no se combate el estancamiento económico con propuestas malthusianas). Y en la medida en que los socialistas de 2007 rechacen todo mea culpa sobre las treinta y cinco horas (Ségolène Royal lo intentó al comienzo de la campaña, antes de ser llamada al orden), serán inaudibles en este tema, como también en lo que atañe a las jubilaciones. Esto es muy lamentable porque le despeja el camino a Sarkozy para hacer lo que quiera. Gastar más de 10 000 millones de euros por año (¡el equivalente del presupuesto de todas las universidades juntas!), para eximir a los trabajadores de las horas extra es una aberración económica en la que ningún país se aventuró nunca.
Esperemos que el debate francés deje de enfocarse en el tiempo de trabajo y se concentre de inmediato en la inversión masiva en educación e innovación, la única respuesta posible a los desafíos planteados por la globalización.