Viva Milton Friedman
20 de noviembre de 2006
Milton Friedman, personaje antipático si los hay, falleció la semana pasada a los 94 años (Libération del viernes). Como suele suceder en estos casos, su adhesión al liberalismo económico a ultranza (fe ciega en el mercado y denigración sistemática del Estado) iba de la mano de cierto antiliberalismo político (Estado autoritario, incluso fascistoide, para reprimir a los perdedores del mercado). Así lo confirman sus visitas de cortesía al régimen de Pinochet en los años setenta. Y la llamada sociedad «liberal» de Mont-Pèlerin, que presidió después de Hayek, nunca se privó de mantener relaciones con algunos mediocres generales sudamericanos hasta las décadas de 1990 y 2000.
Pero el fallecimiento del premio Nobel de Economía de 1976 reviste cierta importancia porque no era solo un ideólogo más. Más allá de que se compartan o no sus análisis económicos, por no hablar de sus posiciones políticas, es difícil negar que Friedman era un verdadero investigador. Su considerable influencia se basa sobre todo en la precisión y el rigor de los que supo —a veces— dar prueba en sus trabajos universitarios.
Para comprobarlo, es útil sumergirse en su Historia monetaria de los Estados Unidos, 1867-1960, una obra monumental y clásica, publicada en 1963, en los inicios de la revolución monetarista. Friedman recorre allí un siglo de capitalismo estadounidense y desentraña para cada período de recesión y de expansión económicas los mecanismos que conducen a estos giros coyunturales. Presta una meticulosa atención a los movimientos cortos de la política monetaria que lleva adelante la Reserva Federal (o Fed, el Banco Central de los Estados Unidos), a los que estudia sobre todo a través de los archivos y las actas de sus diferentes comités. No es sorprendente que el foco de la investigación se concentre en los años negros que siguieron a la crisis de 1929, terrible deflagración que se extendió hasta Europa y favoreció el ascenso del nazismo, y que constituye el punto de partida de toda la reflexión macroeconómica contemporánea. Para Friedman, no hay duda: fue la política groseramente restrictiva de la Fed la que transformó la quiebra bursátil en una crisis del crédito, y sumergió la economía en la deflación y en una recesión inusitada, con una caída de la producción de más del 20% y un desempleo cercano al 25%. La crisis habría sido ante todo monetaria, y no tendría mucho que ver con la crisis de subconsumo rápidamente descripta por la vulgata keynesiana (los salarios progresaban al mismo ritmo que la producción en los años veinte).
De este análisis erudito y técnico, Friedman extrae conclusiones políticas claras: para asegurar un crecimiento pacífico y sin obstáculos en el marco de las economías capitalistas, es necesario y suficiente seguir una política monetaria apropiada que permita asegurar una progresión regular del nivel de los precios. Para Friedman, el New Deal y su florilegio de empleos públicos y transferencias sociales aplicado por Roosevelt y los demócratas luego de la crisis de los años treinta y de la Segunda Guerra Mundial son una gran mentira costosa e inútil. Dicho de otro modo, para salvar el capitalismo no hace falta un Estado de bienestar ni un gobierno tentacular, basta con una buena Fed. En los Estados Unidos de los años sesenta y setenta, donde la izquierda soñaba con darle mejor forma al New Deal, pero donde la opinión comenzaba a inquietarse por la caída relativa de los Estados Unidos respecto de una Europa en pleno crecimiento, este mensaje político simple y fuerte tuvo el efecto de una bomba. Los trabajos de Friedman y de la escuela de Chicago contribuyeron sin ninguna duda a desarrollar un clima de desconfianza frente a la extensión indefinida del rol de Estado y a forjar el contexto intelectual que condujo a la revolución conservadora de Reagan-Thatcher de los años 1979 y 1980, con las consecuencias generalizadas que ya conocemos en el resto de los países.
Es cierto, las conclusiones políticas que Friedman sacaba de sus investigaciones no estaban exentas de ideología: una buena Fed es, sin duda, algo bueno, pero una buena Fed y un buen Estado de bienestar probablemente sean algo mejor. De todos modos, el mensaje no habría tenido tanta influencia si no se hubiera apoyado en una verdadera investigación, que condujo a un profundo cuestionamiento del consenso, entonces dominante, sobre la crisis económica más grave del siglo XX. Hoy, los debates sobre la crisis de 1929 y el rol que desempeñó la política monetaria distan de haber concluido, pero es imposible ignorar los trabajos de Friedman.
Este personaje antipático, pero trabajador, demuestra también que para el debate económico es sano contar con universitarios con convicciones ultraliberales, pero serios en su tarea como investigadores. Una lección para tener en cuenta en Francia, donde los escasos economistas que se declaran ultraliberales son investigadores mediocres y sin ningún reconocimiento internacional, lo cual solo contribuye a alimentar la pereza intelectual y el conformismo a veces también presente en sus opositores.