Beneficios, salarios y desigualdad

17 de marzo de 2009

En estos momentos de crisis brutal es una pena perder el tiempo en discusiones vanas. Pero a veces el debate sobre la distribución del valor agregado de las empresas entre los beneficios y los salarios adquiere dimensiones sorprendentes. Por otra parte, cuando alguien habla del equilibro de esta distribución, la izquierda lo acusa de querer decir que en Francia la desigualdad de los ingresos no progresa. Pero en realidad se trata de dos cuestiones totalmente distintas, y es fundamental comprenderlo si se quieren poner en marcha políticas de redistribución apropiadas. Dado que el verdadero desafío de estas discusiones es la cuestión de las desigualdades, digámoslo sin rodeos: estas explotaron en Francia a lo largo de los últimos diez años.

Un estudio de Camille Landais lo demuestra de manera inobjetable. Entre 1998 y 2005, se constatan progresiones de varias decenas en los porcentajes del poder adquisitivo entre los franceses más pudientes: 20% en promedio para el 1% más rico, y más del 40% para el 0,01% más rico, mientras que entre el 90% de los franceses menos pudientes la progresión fue de apenas el 4%. Todo indica que estas evoluciones continuaron, incluso se amplificaron, entre 2005 y 2008. Se trata de un fenómeno nuevo, desconocido en las décadas precedentes, y masivo: el trend es de una magnitud comparable a la observada en los Estados Unidos luego de los años ochenta, con la consecuencia de una transferencia del orden de 15 puntos del ingreso nacional hacia el 1% de la población más rica y el estancamiento del poder adquisitivo del resto de la población. ¿Cómo compatibilizar este primer hecho con el segundo, igualmente inobjetable, a saber, la estabilidad macroeconómica de la distribución entre beneficios y salarios?

Cualquiera que ingrese al apartado contabilidad nacional del sitio del Instituto Nacional de Estadísticas (Insee) podrá constatarlo por sí mismo. Si se suma el conjunto de los salarios (incluidos los aportes patronales) pagados por las empresas francesas en 2007, se obtiene una masa salarial total de 623 000 millones, contra 299 000 millones para los beneficios brutos (lo que les queda a las empresas después de haber pagado a empleados y proveedores), es decir, una distribución de 922 000 millones de «valor agregado» (igual por definición a la suma de la masa salarial y de las ganancias brutas) entre 67,6% de salarios y 32,4% de beneficios. En 1997 las cifras eran de 404 000 millones de masa salarial y 195 000 millones de beneficios brutos, es decir, un porcentaje de los salarios del 67,4 y de los beneficios, del 32,6. Esta misma estabilidad de alrededor del 67 o 68% para los salarios y del 32 o 33% para los beneficios se constata desde 1987. A menos que el Insee se haya equivocado en las sumas, parece claramente estable.

Igualmente conocida es la disminución de la parte de los salarios entre 1982 y 1987 (que había seguido al aumento observado en la década de 1970). Pero buscar en este fenómeno de los años ochenta la explicación de la explosión de las desigualdades observada a partir del fin de los años noventa no es muy serio y no ayuda demasiado a resolver los problemas actuales.

Entonces, ¿cómo explicar que desde el fin de los años noventa las desigualdades hayan aumentado tan fuertemente, a pesar de la estabilidad de la distribución entre beneficios y salarios? Primero, porque la estructura de la masa salarial se deformó necesariamente en favor de altísimos salarios. Mientras en su inmensa mayoría las progresiones salariales eran ampliamente absorbidas por la inflación, los salarios muy altos —sobre todo de más de 200 000 euros anuales— obtuvieron aumentos considerables de poder adquisitivo.

Asistimos al mismo fenómeno que en los Estados Unidos: los altos directivos tomaron el control y se votan a sí mismos salarios exorbitantes, sin relación con su productividad (por definición no verificable), alentados en este sentido por las repetidas facilidades fiscales. En el sector financiero, estas remuneraciones indecentes estimularon además comportamientos insensatos en términos de toma de riesgos, contribuyendo así claramente a la crisis actual.

Frente a una deriva de esta magnitud, la única respuesta creíble es una mayor carga impositiva sobre los ingresos muy altos, solución que comenzó en los Estados Unidos y el Reino Unido y acabará por llegar a Francia si Nicolas Sarkozy consigue entender que el denominado escudo fiscal es el error de su quinquenio.

El segundo factor explicativo es que la famosa estabilidad de la distribución entre beneficios y salarios no toma en cuenta ni el peso progresivo de las deducciones sobre el trabajo (sobre todo de las cargas sociales) ni la rebaja de las deducciones sobre el capital (sobre todo el impuesto a las ganancias). Si adoptamos el punto de vista de los ingresos que efectivamente reciben los hogares, podemos constatar que la parte de los ingresos del capital (dividendos, intereses, alquileres) no ha dejado de aumentar, mientras que la de los salarios netos ha bajado inexorablemente, reforzando aún más la progresión de las desigualdades. Sin contar con que las empresas, traccionadas por la burbuja bursátil y las plusvalías ilusorias (e insuficientemente gravadas), duplicaron sus pagos de dividendos respecto de lo que sucedía hace veinte años, a tal punto que su capacidad de autofinanciamiento se volvió negativa (los beneficios no distribuidos, es decir, una pequeña parte de los beneficios brutos, no permiten siquiera reubicar el capital utilizado). La respuesta es, también aquí, fiscal, y pasa por recuperar el equilibrio entre el capital y el trabajo, sometiendo por ejemplo los beneficios a las cargas sociales de salud y familia. Esta vasta tarea exigirá una fuerte coordinación internacional. Esperemos que la crisis permita al menos favorecer este cambio de rumbo.