Duelo Clinton-Obama sobre la salud, esa herida norteamericana
10 de marzo de 2008
El duelo Obama-Clinton se ha reavivado, y sería útil examinar un punto destacado del debate: la cuestión de la creación de un seguro de salud universal en los Estados Unidos. Sobre todo porque los ejes de la polémica pueden parecer incomprensibles vistos desde Francia y Europa.
En su ya famoso discurso «Shame on you Barack Obama» («Qué vergüenza, Barack Obama»), que circuló profusamente por cables e internet, Hillary Clinton respondía con vehemencia a su rival, quien le había reprochado querer obligar a los norteamericanos sin recursos a comprar un seguro de salud. Acusación indigna de un demócrata, respondió Hillary: ¿no debería el partido unirse para realizar por fin el sueño de Harry Truman de un seguro de salud universal para todos? De hecho, si Clinton propone un seguro obligatorio, en el plan de Obama este es opcional, de manera tal que una parte de los 50 millones de estadounidenses que actualmente no cuentan con cobertura de salud seguirán sin tenerla. Hipocresía, retruca Obama: la cuestión no es que el seguro de salud sea obligatorio sino que sea barato; es lo que propone el plan de Obama, que ha inyectado tanto dinero en el sistema de salud como el plan de Clinton.
¿Por qué tantas dificultades para terminar con esta herida norteamericana? Herida tan sangrante que, a pesar de lo que se cree, las personas sin cobertura no tienen siquiera atención de urgencia en los hospitales de los Estados Unidos. Un estudio reciente y muy difundido demostró que los pacientes admitidos en la guardia de urgencias pocos días antes de cumplir los 65 años (por tanto, sin la cobertura de Medicare, el programa público creado en 1965 para las personas de edad, ni la de Medicaid, destinada a personas sin recursos) recibían menos atención y tenían una probabilidad de muerte un 20% más alta que los admitidos algunos días más tarde con las mismas patologías.
¿Por qué los candidatos no se ponen de acuerdo sobre un seguro obligatorio para todos, financiado con contribuciones o con un impuesto? El problema no es tan simple, porque los Estados Unidos fueron demasiado lejos en cuanto a dejar la cobertura de salud a cargo de vastas redes de seguros privados, y ahora es difícil volver atrás. Es cierto que, sobre una población de 300 millones de norteamericanos, 50 millones no tienen ninguna cobertura, más de 40 millones de personas mayores dependen de Medicare y más de 50 millones de pobres, de Medicaid, pero existen también 160 millones que gozan de una cobertura de alto nivel gracias a sus seguros de salud privados (generalmente financiados por sus empleadores) y con la que están globalmente satisfechos (nunca conocieron otra cosa).
Si el gobierno federal decidiera súbitamente extender el beneficio de Medicare o de un programa público equivalente al conjunto de la población, lo que requeriría un fuerte aumento de las cargas sociales correspondientes (actualmente solo el 2,9% del salario bruto se destina a financiar Medicare, contra un 12,4% que se destina al sistema público de jubilaciones y el 6,2% al seguro de desempleo), es probable que numerosos empleadores se nieguen a pagar dos veces y dejen de ofrecer una cobertura privada a sus empleados. En el mediano plazo, sin embargo, la situación sería sin duda mejor para todos, ya que la competencia entre las compañías de seguros de salud privadas funciona mal y genera una inflación desigual de los costos.
Pero en lo inmediato, esta retirada de los empleadores y de las compañías privadas, y de las decenas de miles de redes de hospitales y médicos que los acompañan, provocaría un caos duradero que aterra no solo a los aseguradores (recordemos los spots publicitarios de 1994 y 1995 que agitaban el espectro de una burocracia federal que impondría una salud nivelada para abajo a todos los norteamericanos —no muy diferente de lo que dice McCain en 2008—) sino sobre todo a los 160 millones de asegurados privados, que no quieren perder el sistema que garantiza su salud desde hace años. Por esta razón, tanto Obama como Clinton deben encontrar maneras indirectas y progresivas de asegurar a los 50 millones de estadounidenses sin cobertura (a menudo empleados de pequeñas empresas o con empleos intermitentes), obligando por un lado a los empleadores a contratar seguros subvencionados para sus empleados y, por otro, a las personas que viven de empleos intermitentes a adquirir un seguro subvencionado (lo cual constituye el desafío más delicado).
Una buena noticia, sin embargo, es que los dos candidatos prometen anular la reducción de impuestos de la era Bush para inyectar nuevos recursos en la salud e iniciar una nueva etapa, trabajosa pero real, del sistema estadounidense.