Sobre el buen uso de la competencia escolar
25 de septiembre de 2006
El debate sobre las virtudes de la competencia escolar se está difundiendo en Francia. Para Nicolas Sarkozy, el asunto es muy claro: hay que suprimir la asignación de escuelas a los alumnos de acuerdo con el mapa escolar[59] y reemplazarlas «por nada». La pura y simple competencia entre escuelas y colegios permitirá aumentar la calidad de todos los establecimientos, cada uno podrá desarrollar su proyecto pedagógico y encontrar su nicho en el mercado educativo.
Un debate en estos términos es totalmente legítimo. No hay ninguna actividad en la que las fuerzas de la competencia no tengan alguna virtud. La idea de que algunos sectores (educación, salud, cultura, etc.) podrían estar al margen de ella es una aberración. ¿Qué sería de la creación literaria o artística si prohibiéramos la competencia entre editoriales y galerías de arte y si transformáramos a la totalidad de esos sectores en bienes públicos? En el ámbito escolar la competencia existe sin duda, y la presión que ejercen los padres sobre los maestros y directores de escuela tiene efectos positivos.
Pero hay que analizar las fuerzas y los límites del juego de la competencia. Para simplificar, podemos decir que el primer criterio es el grado de complejidad y sobre todo de diferenciación del bien o servicio considerado. Cuando se trata de producir un bien o servicio que puede y debe adoptar una multitud de formas para adaptarse a la infinita diversidad de gustos y necesidades de los clientes y usuarios, entonces la competencia entre productores libres y responsables es la única manera de obtener el resultado deseado. Es evidente en el caso de la creación artística y literaria: ¿qué autoridad centralizada sería capaz de decidir qué novelas merecen ser publicadas? A la inversa, cuando el bien o servicio producido es relativamente homogéneo y uniforme, entonces las virtudes de la competencia son limitadas. Tomemos el caso de la educación primaria: a partir del momento en que la comunidad nacional convino el currículo que todos los niños deben cumplir, los márgenes de diferenciación son reducidos. Son un poco mayores en el nivel secundario (distinta oferta de idiomas, etc.) pero todavía limitados. Además, las innovaciones plebiscitadas por los padres no son nunca deseables: en ocasiones, en los consejos escolares estadounidenses los padres promueven reformas curriculares muy peculiares.
Esto explica por qué las experiencias de competencia generalizada de escuelas primarias y secundarias a partir del sistema de vouchers (cheques de educación que los padres dan a la escuela elegida) que promovió la administración Bush produjo resultados decepcionantes en términos de mejora de la calidad del servicio educativo y de los resultados escolares.
En cambio, los costos a pagar al generar esa competencia pueden ser claros e inmediatos, en particular para las escuelas desfavorecidas que se hundirán aún más en la «guetización» social. Imaginar que las modestas ventajas en materia de eficacia que podemos obtener con la competencia generalizada entre escuelas primarias puede compensar tales desventajas es poco serio. Varios estudios (algunos discutibles, por cierto —la economía de la educación no es una ciencia exacta—, pero todos serios) sugieren que una política de orientación selectiva a favor de las escuelas desfavorecidas podría tener efectos tangibles. Por ejemplo, reducir a 17 el número de alumnos por aula en los primeros dos grados en las zonas de educación prioritaria (ZEP) en lugar de los actuales 22 y contra los 23 fuera de las ZEP permitiría disminuir cerca de un 45% la disparidad en los exámenes de matemática al comienzo del tercer grado, en las ZEP y fuera de ellas.
Pero sobre todo, este legítimo debate sobre la competencia en el campo de la educación perderá completamente su norte si continúa focalizándose en el nivel primario y el secundario, que funcionan bastante bien en Francia. Ya bajo el gobierno de Jospin, el entonces ministro Claude Allègre había desperdiciado inútilmente su capital político emprendiendo una guerra contra lo que denominó «el mamut», cuando la prioridad debería haber sido la reforma de la educación superior. Por una razón muy simple: a diferencia del primario, y en gran medida también del secundario, el nivel superior se compone de una diversidad infinita de carreras en perpetua renovación, que se corresponden con las necesidades de los estudiantes, las transformaciones del mercado de trabajo o los avances de la investigación, imprevisibles por naturaleza. La educación superior se parece más al sector de la creación artística y se adecua mal a las estructuras «sovietoides» y a las relaciones pueriles y burocráticas actualmente vigentes entre el Estado y este tipo de establecimientos. Solo organizando una competencia regulada entre establecimientos responsables y autónomos podremos tener una educación superior envidiada por el resto del mundo, como sucede con nuestro sistema de salud, sector que supimos sostener, pero de manera inteligente, en las fuerzas de la competencia (si la medicina liberal hubiera corrido en 1945 la misma suerte que en Inglaterra, la situación no sería la misma). El camino será largo, pero es tiempo de que este tema forme parte del debate presidencial.