¿Hay que salvar a los banqueros?
30 de septiembre de 2008
¿Implicará la crisis financiera un regreso forzado del Estado en la escena económica y social? Es muy pronto para decirlo. Pero al menos sería útil disipar algunos malentendidos y precisar los términos del debate. Los salvatajes de bancos y las reformas del sistema de regulación financiera orquestados por el gobierno de los Estados Unidos no constituyen un cambio histórico. La rapidez y el pragmatismo con que el Tesoro y la Reserva Federal de ese país adaptan cada día sus doctrinas y lanzan nacionalizaciones temporarias de sectores del sistema financiero son ciertamente impresionantes. Y si bien se necesitará tiempo para conocer el costo final neto para el contribuyente, es posible que la amplitud de las intervenciones en curso supere los niveles alcanzados en el pasado. Se habla de montos que van de los 700 000 millones a los 1,4 billones de dólares, es decir entre 5 y 10 puntos del PBI norteamericano, mientras que la debacle de Savings and Loans de los años cuarenta había costado alrededor de 2,5 puntos del PBI.
De todos modos, este tipo de intervención en el sector financiero se sitúa en cierta medida en continuidad con doctrinas y políticas ya aplicadas en el pasado. Las élites estadounidenses están convencidas de esto desde los años treinta: si la crisis de 1929 tomó tal magnitud y llevó al capitalismo al borde del precipicio, fue porque la Reserva Federal y las autoridades públicas dejaron que los bancos se hundiesen, negándose a inyectarles la liquidez necesaria para restablecer la confianza y el crecimiento regular de la economía real. Para algunos liberales estadounidenses, la fe en el intervencionismo de la Reserva Federal va de la mano con el escepticismo respecto del intervencionismo estatal fuera de la esfera financiera: para salvar el capitalismo necesitamos una buena Fed, ágil y con capacidad de reacción, y sobre todo, el Estado de bienestar debilitado que los rooseveltianos quisieron imponer en los Estados Unidos. Si olvidamos este contexto histórico, corremos el riesgo de sorprendernos por la rapidez de la intervención de las autoridades financieras de ese país.
¿La cosa va a detenerse ahí? Depende de las elecciones presidenciales norteamericanas: un presidente Obama podría aprovechar esta oportunidad para reforzar el rol del Estado en otros dominios además de la esfera financiera, como por ejemplo en lo que se refiere al seguro de salud y la reducción de las desigualdades. Teniendo en cuenta el precipicio presupuestario legado por la administración Bush (gastos militares, salvatajes financieros), los márgenes de maniobra en salud corren el riesgo de ser limitados: el consentimiento de los norteamericanos para pagar más impuestos no es infinito. El debate en curso en el Congreso sobre la limitación de las remuneraciones en el mundo de las finanzas ilustra, por otra parte, las ambigüedades del contexto ideológico actual. Es perceptible la exasperación creciente de la opinión pública estadounidense frente a la explosión de los supersalarios de directivos y traders en los últimos treinta años. Pero la solución prevista, que consiste en instituir una remuneración máxima de 400 000 dólares (el salario del presidente de los Estados Unidos) en las instituciones financieras que los contribuyentes sacaron a flote, es una respuesta parcial; y sobre todo, fácil de eludir: basta transferir el pago de los salarios más elevados a otras sociedades.
Luego de la crisis de 1929, como reacción al enriquecimiento de las élites económicas y financieras que habían conducido al país a la crisis, la respuesta de Roosevelt fue más brutal, aunque en otro sentido. La tasa del impuesto federal a las ganancias, aplicable a los ingresos más altos, fue llevada del 25 al 63% en 1932, al 79% en 1936, al 91% en 1941, para luego ser reducida al 77% en 1964, y finalmente al 30-35% durante las décadas de 1980 y 1990 por la administración Reagan-Bush. Obama, por su parte, propone subirla al 45%. Durante cerca de cincuenta años, entre los años treinta y los ochenta, la tasa superior no solo no se redujo nunca por debajo del 70% sino que fue, en promedio, de más del 80%. En el contexto ideológico actual, en el que el derecho de percibir bonos e indemnizaciones doradas de varias decenas de millones de euros sin tener que pagar más del 50% de impuestos se vio promovido al rango de derecho humano, muchos considerarán que esta política es primaria y expoliadora. Sin embargo, fue aplicada durante cincuenta años en la democracia más grande del mundo, y ello, visiblemente, no impidió que la economía estadounidense funcionase. Sobre todo, tuvo el mérito de desincentivar drásticamente a los directivos de las empresas a servirse de la caja más allá de cierto límite. Con la globalización financiera, sin duda esos mecanismos no podrían implementarse sin refundar las reglas de transparencia contable y sin ejercer una acción implacable contra los paraísos fiscales. Lamentablemente, faltan aún muchas crisis para llegar a este punto.