«Libé»: ¿qué significa ser libre?
25 de febrero de 2014
La crisis en el diario Libération («Libé[30]») tiene por lo menos el mérito de reavivar una pregunta clave: ¿qué significa ser libre cuando se está en manos de un accionista, más aún de un accionista con poder? ¿Qué formas de gobernanza alternativa deben inventarse en el siglo XXI para escapar a la dictadura del propietario todopoderoso y permitir por fin un control democrático y participativo del capital y de los medios de producción? Esta cuestión eterna, que algunos creyeron terminada después de la caída del antimodelo soviético, en realidad nunca dejó de plantearse.
Y se plantea sobre todo en el sector de la prensa y de los medios en general, donde las estructuras de propiedad mixta, bajo la forma de asociaciones o de fundaciones, volvieron a ganar interés en los últimos tiempos, pues permiten cumplir el doble objetivo de garantizar la independencia de las redacciones y promover modelos innovadores de financiamiento. En el contexto de crisis aguda en el que se encuentran actualmente los medios —amenazados por una competencia desenfrenada y un desmembramiento de las redacciones—, se hace necesario repensar todo el modelo (como lo demuestran muy bien los trabajos recientes de Julia Cagé).
Pero la cuestión de las formas alternativas de propiedad del capital se plantea también en el conjunto de los sectores culturales y educativos, en todos los continentes. Hasta donde sé, nunca nadie propuso transformar la Universidad de Harvard (cuyo presupuesto supera los capitales propios de los más grandes bancos europeos) en una sociedad anónima. Para tomar otro ejemplo, más modesto, los estatutos de la fundación «École d’Économie de Paris» prevén que el número de lugares de los fundadores privados en el consejo de administración aumente levemente en función de su aporte de capital, pero que siempre debe ser netamente inferior en todos los casos al número de lugares de los fundadores públicos y de los responsables científicos. Seamos claros: la tentación de abuso de poder puede hacer estragos tanto entre los simpáticos donantes privados de las universidades como en el seno de los generosos accionistas de los diarios, y es mejor estar advertidos de antemano.
A decir verdad, esta misma cuestión de la división del poder se plantea en todo tipo de actividades, tanto en los servicios como en la industria, donde coexisten numerosos modelos alternativos de gobernanza. Por ejemplo, los asalariados alemanes están mucho más implicados en la dirección efectiva de sus empresas que en Francia, lo que a todas luces no les impide producir buenos autos (como lo recordó muy oportunamente un libro reciente de Guillaume Duval).
En «Libé», el problema se plantea hoy con una intensidad especial. Su principal accionista, Bruno Ledoux, adepto al parecer a los paraísos fiscales y a las operaciones financieras que le permiten eludir el pago de impuestos, afirmó con desprecio que Libé «debe su salud a la mera acumulación de subvenciones públicas». Luego, explicó en los canales de televisión que quería que «todos los franceses, que les pagan a estos tipos, fueran testigos». Esta declaración increíble, de una violencia inaudita con los periodistas del periódico que dice querer salvar, puede parecer inexplicable. Sin embargo, es coherente con el denominado «proyecto» revelado ese mismo día, que busca «valorizar» la marca «Libé» echando a los periodistas.
Esta violencia verbal, esta violencia de «Don Dinero», que cree que todo le está permitido, incluso decir enormes estupideces, nos interpela a todos, como ciudadanos y como lectores de «Libé». A veces, podemos decepcionarnos con el contenido del diario, pero basta con mirar las cadenas informativas y su flujo incesante de noticias embrutecedoras para recordar que la democracia no puede funcionar sin la distancia que da lo escrito y la reflexividad de un diario de información general.
«Libé» tiene que vivir, y para eso hay que denunciar las mentiras diseminadas aquí y allá. No, los medios no viven de la caridad pública. Un medio como Libération paga mucho más de impuestos que lo que recibe de subsidios; a lo sumo puede considerarse que está sometido a una tasa global de deducciones un poco menos elevada que la media de las actividades económicas privadas.
Veamos la cuestión en un contexto más amplio. Nuestro modelo económico consiste en reunir —bajo la forma de tasas, impuestos y contribuciones diversas— cerca de la mitad de las riquezas que se producen cada año para financiar infraestructura, servicios públicos y coberturas colectivas con las que nos beneficiamos todos. No existen por un lado los que pagan y por otro los que reciben: todos pagan y todos reciben. En ciertos sectores de actividad, denominados puramente privados, se supone que los ingresos de las ventas cubren la totalidad de los gastos, pero esto no les impide beneficiarse de la infraestructura pública. En otros sectores, como la salud o la educación, los ingresos efectivamente pagados por los usuarios de servicios solo representan una pequeña parte de los costos. Esta elección se hizo para garantizar la igualdad de acceso a estos servicios, pero también porque nos hemos convencido a lo largo de la historia de que el modelo de competencia absoluta entre los productores que buscan maximizar su beneficio no es siempre el más adaptado, más bien lo contrario. Los sectores de la cultura y de los medios están en una situación intermedia. Estimulamos la independencia y el dinamismo que aportan los productores mediante la competencia de unos con otros, pero desconfiamos del accionista todopoderoso. Para construir un modelo viable, sin duda es necesario aceptar que la parte de los ingresos privados en el financiamiento total esté también en una posición intermedia: mucho más elevada que en la enseñanza superior, por ejemplo, pero netamente más baja que en la cosmética. Sin olvidar echar del sector a los pequeños marqueses que causan estragos.