Repensar los bancos centrales

15 de junio de 2010

¿Podrán salvarnos los bancos centrales? No, no por completo. Pero tienen una parte de la solución para la crisis actual. Comencemos por el principio. Desde siempre el Estado ha tenido dos maneras de obtener dinero: el cobro de impuestos o la emisión monetaria. De modo general, es infinitamente preferible el cobro de impuestos. Las planchas de billetes se pagan con inflación, cuyas consecuencias distributivas no son manejables (aquellos cuyos ingresos están menos revalorizados que los de otros pagan el precio más alto), y que además desorganiza los intercambios y la producción. Una vez desatado, el proceso inflacionario es difícil de detener y no aporta ningún beneficio.

En la década de 1970, la inflación alcanzaba entre el 10 y el 15% anual, y esto no impidió el estancamiento económico y el crecimiento del desempleo. Este episodio durable de «estanflación» convenció a los gobernantes y a la opinión pública de que los bancos centrales debían ser «independientes» del poder político, en el sentido de que debían contentarse con hacer progresar lenta y regularmente la masa monetaria a fin de mantener una inflación débil (del 1 o 2%). Nadie llegó a proponer que los bancos centrales fuesen privatizados (hasta 1936, el Banco de Francia era propiedad de accionistas privados). En Europa como en los Estados Unidos los bancos centrales siguen siendo controlados íntegramente por los Estados, que establecen sus estatutos, nombran sus directores y recaudan sus eventuales ganancias. Simplemente, los Estados dieron a los bancos centrales un mandato que se limitaba a mantener una inflación baja. La era de los préstamos masivos a los Estados y al sector privado parecía estar definitivamente superada. Los bancos centrales nunca debían intentar intervenir en el funcionamiento de la economía real.

La crisis financiera mundial de 2008-2010 hizo volar en pedazos esta concepción pasiva de los bancos centrales inspirada en la estanflación de los años setenta. Entre septiembre y diciembre de 2008, tras la quiebra de Lehman Brothers, los dos grandes bancos centrales del mundo duplicaron su tamaño. Los activos totales prestados por la Fed y el BCE pasaron, grosso modo, de 10 a 20 puntos del PBI estadounidense y europeo. En algunos meses, a fin de evitar una sucesión de quiebras, se prestaron cerca de 2 billones de euros en fondos frescos al 0% a los bancos privados, con vencimientos cada vez más largos. ¿Por qué esta operación masiva de emisión de billetes no se tradujo en más inflación? Sin duda, porque la economía mundial estaba al borde de una depresión deflacionista. Los bancos centrales permitieron evitar el bloqueo completo del crédito y el desmoronamiento de los precios y de la actividad económica. Recordaron al mundo su rol irreemplazable. Para terminar, nadie pagó el precio de la intervención: ni los consumidores, ni los contribuyentes.

Nadie pagó el precio, solo que al mismo tiempo los Estados acumularon déficits que ahora tendrán que pagar. Estos déficits no son la consecuencia de los préstamos hechos a los bancos (que fueron pocos en comparación con los que otorgaron los bancos centrales), sino de la caída de los ingresos fiscales que produjo la recesión. Para aligerar el fardo, la Fed, y ahora el BCE, comenzaron a comprar títulos de deuda pública, y por lo tanto a prestarlos directamente a los Estados.

Pero esta transformación mal encarada se hace de manera mucho más lenta. Visiblemente, luego de muchas décadas de denigración del poder público, parece más natural imprimir billetes para salvar a los bancos que para salvar a los Estados. El riesgo inflacionario es, sin embargo, igualmente bajo en los dos casos y puede ser manejado. El BCE podría asumir por su cuenta y a una tasa baja buena parte de los veinte puntos de PBI de deuda pública creados por la recesión, y anunciar al mismo tiempo que aumentará sus tasas si la inflación supera el 5%. Esto no dispensará a los Estados europeos de manejar sus finanzas públicas y, sobre todo, de unirse para emitir finalmente una deuda europea común y en conjunto beneficiarse de tasas bajas. Pero si apuestan todo a políticas de rigor drástico, el riesgo de conducirnos a un desastre es grande. Las crisis financieras son consustanciales al capitalismo. Y, en las grandes crisis, los bancos centrales constituyen un instrumento irreemplazable. Su poder infinito de creación monetaria requiere, por supuesto, un marco de seriedad. Pero no utilizar plenamente este instrumento en el contexto actual constituye una estrategia suicida e irracional.