Contrato de trabajo: el ministro Borloo no da pie con bola
13 de diciembre de 2004
¡Vaya simplificación del derecho laboral la que nos acaba de proponer Jean-Louis Borloo[37]! Esperábamos que el ministro de Trabajo se inspirara en las propuestas del informe sobre la seguridad social para los profesionales presentado por Pierre Cahuc y Francis Kramarz[38], que preconiza, sobre todo, la fusión de los dos contratos de trabajo más importantes —CDD (contratos de duración determinada) y CDI (contratos de duración indeterminada)— en un único contrato por tiempo ilimitado, así como la implementación de un sistema de «ventanilla única», que reúne en un mismo lugar y con un mismo interlocutor los diferentes servicios de reubicación, formación e indemnización para los desempleados (actualmente dispersos entre diferentes agencias: la Agencia Nacional de Empleo, la Asociación para la Formación Profesional de Adultos, la Unión Nacional para el Empleo en la Industria y el Comercio, etc.). Pues bien, he aquí que el ministro propone la creación de un tercer tipo de contrato de trabajo (aplicable durante un período de transición a las personas despedidas por motivos económicos) además de los otros dos, y una quinta agencia de empleo (las «agencias locales de empleo»), que se agregaría a las cuatro existentes.
Nadie esperaba, claro está, que las drásticas medidas preconizadas por Cahuc-Kramarz, ya esbozadas en el informe Blanchard-Tirole [sobre la protección del empleo y los procedimientos de despido], se aplicaran en forma inmediata; estas ameritarían como mínimo un verdadero debate. Los dos economistas parten de la constatación de un fracaso conocido: a pesar de los engorrosos procedimientos de despido (en relación con otros países europeos), Francia es el país industrializado cuyos empleados sienten mayor inseguridad respecto de la estabilidad en sus empleos. La razón es simple: de las 30 000 supresiones de empleo cotidianas en el país (compensadas por casi 30 000 contrataciones diarias), menos del 5% corresponden a despidos económicos, y la inmensa mayoría proviene de la finalización de los CDD. El estatuto relativamente protector de los CDI tuvo como consecuencia una utilización masiva de los CDD por parte de las empresas y el consecuente refuerzo del sentimiento de precariedad entre los asalariados. De allí la propuesta de suprimir esta dualidad perversa entre CDD y CDI, y de crear un contrato único de trabajo, más protector que los actuales CDD, porque sería de duración indeterminada (ya no más espada de Damocles sobre las cabezas de millones de CDD luego de dieciocho meses), pero menos protector que los actuales CDI, en la medida en que las empresas deberían pagar un impuesto nuevo en el momento del despido pero no tendrían obligación de reubicar al trabajador.
Este último aspecto es el que producirá, evidentemente, las controversias más fuertes, pues muchos sindicatos ya denuncian en este «derecho a despedir» (similar al «derecho a contaminar») una merma en la responsabilidad social de las empresas. Estas reacciones son comprensibles, pero olvidan un hecho esencial: la función de redactar informes de evaluación del desempeño de los trabajadores, proponer nuevas capacitaciones para los asalariados despedidos y además reubicarlos en nuevos sectores y nuevos empleos es una tarea en sí misma, que exige habilidades y una organización particular, y las empresas no son, qué duda cabe, las más indicadas para garantizarlas. Además, la obligación de reubicación es a menudo fuente de incertidumbres jurídicas prolongadas, y los jueces no suelen tener las competencias necesarias para apreciar correctamente la situación económica de la empresa y los esfuerzos de reubicación implementados. Es necesario utilizar las empresas para lo que saben hacer: producir riquezas y pagar impuestos (llegado el caso, impuestos altos). Si estos últimos se utilizan para reorganizar y mejorar la eficacia del servicio público del empleo, en el marco de un sistema de «ventanilla única», donde el Estado se haría cargo de ofrecer a los desempleados un servicio de capacitación y de ubicación de gran calidad, entonces una reforma de ese tipo podría ser beneficiosa para todos, empresas y asalariados. Pero si nos contentamos con restarles responsabilidad social a las empresas, sin hacerles pagar más y sin reorganizar profundamente el servicio público del empleo, entonces se corre un fuerte riesgo de diseñar una reforma perjudicial para los asalariados. Lo que sería además muy mal recibido por los franceses, que por supuesto están muy aferrados a la protección relativamente fuerte de los actuales CDI (incluso si se tarda mucho tiempo en acceder a este tipo de contrato de trabajo). El sentimiento de precariedad que sienten se explica, en primer lugar, por el escepticismo general respecto del mercado (por ejemplo, los franceses figuran entre los más preocupados respecto de la globalización) y no por el fracaso de nuestro modelo de derecho laboral en cuanto tal.
La alternativa posible es difícil, pero amerita el intento o al menos un debate. Sin embargo, Borloo no parece ir en ese sentido. A veces, es verdad, la simplificación toma vías complejas y no podemos excluir que Borloo tenga en la cabeza una estrategia sutil que permita alcanzar en diferentes etapas un objetivo más ambicioso (en el que, por ejemplo, las nuevas agencias locales terminarían englobando a las demás). En este momento, la impresión que deja es que está contribuyendo a la superposición de capas administrativas que nos condujo al sistema actual.