Cambiar de Europa para superar la crisis
18 de junio de 2013
Cinco años después del comienzo de la crisis financiera, los Estados Unidos volvieron a crecer, Japón está en el mismo camino y solo Europa parece encerrada en el estancamiento permanente y la desconfianza: nuestro continente no ha recobrado aún el nivel de actividad de 2007. Nuestra crisis de la deuda parece insuperable, incluso si nuestro nivel de endeudamiento público es más bajo que en el resto del mundo rico.
La paradoja no termina ahí. Nuestro modelo social es el mejor del mundo, y tenemos todas las razones para unirnos y defenderlo, mejorarlo y promoverlo. El total de los patrimonios (activos inmobiliarios y financieros, netos de toda deuda) que tienen los europeos es el más alto del mundo, mucho mayor que en los Estados Unidos y Japón, y todavía más que en China. Contrariamente a una leyenda tenaz, lo que los europeos poseen en el resto del mundo es mucho más que lo que el resto del mundo posee en Europa.
Entonces, ¿por qué nuestro continente, a pesar de todas estas ventajas sociales, económicas y financieras, no consigue superar la crisis? Porque seguimos divididos respecto a los detalles, y nos complacemos en seguir actuando como políticos enanos y coladores fiscales. Estamos gobernados por pequeños países que compiten salvajemente unos con otros (Francia y Alemania pronto serán minúsculos en la escala de la economía mundial), y por instituciones comunes totalmente inadaptadas y disfuncionales.
Después de la caída del Muro y del impacto de la unificación alemana, los dirigentes europeos decidieron en pocos meses la creación de la moneda única. Cinco años después del inicio de la crisis económica más grave desde 1930, seguimos esperando un acto de valentía equivalente. El desafío que hay que asumir es claro. Una única moneda, con 17 deudas públicas diferentes y 27 políticas fiscales que buscan ante todo rasguñar los ingresos del vecino, no puede funcionar. Pues bien, es necesario reformar la arquitectura política de Europa para unificar las deudas públicas y poner en marcha la unión presupuestaria y fiscal.
El corazón mismo del problema es el Consejo de Jefes de Estado y sus declinaciones a nivel ministerial (Consejo de Ministros de Finanzas, Eurogrupo, etc.). Queremos creer que puede funcionar como cámara parlamentaria soberana en Europa: una Cámara que represente a los Estados, al lado del Parlamento Europeo, que representa a los ciudadanos.
Esta ficción no funciona, y no va a funcionar nunca, por una simple razón: no se puede organizar una democracia parlamentaria pacífica, pública y contradictoria con un único representante por país. Una instancia de este tipo conduce naturalmente al enfrentamiento de los egoísmos nacionales y a la impotencia colectiva. Va más allá de las personas: el Merkhollande no funciona mejor que el Merkozy.
El Consejo es útil para establecer las reglas generales o para negociar cambios en los tratados. Pero para manejar todos los días una verdadera unión fiscal y presupuestaria, para votar en forma soberana el nivel del déficit público y adaptarlo a la evolución de la coyuntura (a partir del momento en que se mutualizan las deudas, no es posible seguir eligiendo el déficit por separado), para fijar democráticamente la base fiscal y la tasa de impuestos que deben aplicarse en forma conjunta (empezando por el impuesto sobre sociedades, hoy eludido masivamente por las multinacionales), necesitamos un verdadero Parlamento Presupuestario de la zona euro.
Lo más natural sería construirlo a partir de Parlamentos nacionales, por ejemplo, uniendo los diputados de las Comisiones de Finanzas del Bundestag, de la Asamblea Nacional, etc., que podrían reunirse una semana por mes para tomar decisiones comunes. Así, cada país estaría representado por 30 o 40 personas y no por una sola. Los votos no se reducirían a enfrentamientos nacionales: los diputados del Partido Socialista francés votarían a menudo con los del Partido Socialdemócrata alemán, y los de la Unión por un Movimiento Popular con los de la Unión Demócrata Cristiana alemana. Y, sobre todo, los debates serían públicos y conflictivos, y generarían decisiones mayoritarias claras y trasparentes.
De esta forma, terminaríamos con la fachada de unanimidad de los Consejos de Jefes de Estado, que nos anuncian regularmente a las 4 de la mañana que salvaron a Europa, antes de que nos demos cuenta, al día siguiente, de que ni ellos mismos saben lo que decidieron. El premio a la irresponsabilidad se lo llevan sin duda las decisiones que en forma unánime tomaron el Eurogrupo y la «troika» respecto de Chipre, que nadie quería asumir públicamente durante los días siguientes.
El problema es que los gobiernos de turno parecen aferrados a este sistema. En el fondo hay un consenso bastante amplio, que va de los liberales alemanes a los socialistas franceses, en cuanto a que el poder político europeo debe permanecer en el Consejo de Jefes de Estado.
¿Por qué esta actitud pusilánime? La explicación oficial es que los franceses no desean el federalismo y que sería suicida lanzarse a cambiar los tratados. Extraño argumento: a partir del momento en que se eligió, hace veinte años, compartir nuestra soberanía monetaria, y que se fijan reglas extremadamente puntillosas sobre los déficit públicos (como el piso de 0,5% y las penalidades automáticas fijadas por el nuevo tratado adoptado el año pasado), somos de hecho un sistema federal.
La pregunta es simple: ¿nos encaminaremos sin cuestionamientos hacia un federalismo tecnocrático o estamos por fin maduros para apostar por un federalismo democrático?