Entre portugueses y polacos
30 de mayo de 2005
Cualquiera que sea la razón, la campaña en torno al plebiscito dejó un gusto amargo entre los partidarios de la integración europea[66]. No caben dudas sobre la razón principal que convenció a tantos asalariados franceses de votar «no»: se trata del miedo a los trabajadores de los nuevos países miembros y la idea de que la competencia con ellos —los estereotipos fueron el plomero polaco y la deslocalización de empresas en Rumania— conduciría irremediablemente a un deterioro de los salarios y de las condiciones del empleo en Francia.
Es legítimo que aquellos que sufren la realidad actual del mercado de trabajo y el estancamiento de los salarios desde hace veinte años expresen su cólera frente a su situación y al gobierno actuales, y no nos cansaremos de repetir que el texto propuesto a modo de Constitución no ofrece suficientes avances novedosos para evitar este riesgo. Sin embargo, el hecho es que las élites que respaldaron la idea de que este sufrimiento se debería a la Unión Europea y a sus nuevos ingresantes (o, peor aún, la idea de que un «no» atenuaría este sufrimiento) tienen una pesada responsabilidad ante la historia. Durante la campaña vimos a varios intendentes, incluso de izquierda, cazar trabajadores polacos instalados en sus comunas como en los peores tiempos de las topadoras antiinmigrantes del Partido Comunista Francés. Los partidarios del «no», tanto de derecha como de izquierda, no se cansaron de explicar que la integración de nuevos países conduciría a la regla según la cual «el menos caro gana» y a un deterioro global de la situación de los asalariados.
Estos temores no corresponden, de hecho, a ninguna realidad económica seria. Si los salarios reales progresaron a ritmos excepcionales, del orden del 5-6% en los nuevos países miembros estos últimos años, esto no se debe a que los salarios en Francia y en Alemania hayan bajado en la misma proporción. En verdad aumentaron, aunque muy poco. La razón es que aquellos comenzaron a producir más, lo que en contrapartida aumenta su poder adquisitivo y los conduce a importar nuestros productos. Es exactamente lo que sucedió a partir de la incorporación de España y Portugal a la Comunidad Europea en 1986: se enriquecieron y se acercaron a la media europea. Y esto no se hizo a expensas de Francia, sino más bien lo contrario. Sin embargo, ya en aquella época, una coalición heterogénea se oponía a esos ingresos, con el argumento de que los asalariados franceses iban a tener que pagar el precio de la competencia con los trabajadores españoles y portugueses, mucho más cercanos a Francia, por cierto, que los polacos, pero con distancias salariales equivalentes. Esta coalición agrupaba, como de costumbre, a la extrema izquierda, el Partido Comunista Francés, la derecha soberanista y la extrema derecha. ¿Quién puede afirmar hoy con seriedad que los trabajadores franceses padecieron la competencia de España y Portugal y que las tasas de desempleo en Francia habrían sido menores si los dejábamos fuera? Nada en la evolución del desempleo durante los últimos treinta años (5% en la década de 1970, 10% en 1986-1987, entre 8 y 9% en 1989-1990, 12% en 1994-1996, entre 8 y 9% en 2000-2001, 10% hoy) ni en el análisis de las tasas de desempleo regionales permite afirmar una tesis como esta. Creer que el sufrimiento de los trabajadores franceses se debería ahora a la llegada de los nuevos ingresantes polacos o rumanos es una monstruosidad. La verdad es que el desempleo francés es un problema complejo, que no tiene mucho que ver con todo esto, y la tasa de desempleo probablemente no sería muy diferente si la integración europea se hubiera terminado hace treinta años.
¿Esto quiere decir que todo anda bien en Bruselas y que la Constitución propuesta es perfecta? Por supuesto que no. A diferencia de los trabajadores, los capitales son hoy notablemente más móviles que en 1986, y la Unión Europea desempeña un rol clave en las luchas contra el dumping fiscal. El tratado constitucional ofrecería herramientas superiores a todas las precedentes para avanzar en esta dirección, pero los adelantos son a todas luces insuficientes. Para ir más lejos, habría que convencer a nuestros socios de que el dumping no solo es colectivamente dañino, sino absolutamente innecesario para asegurar el crecimiento y el buen funcionamiento de una economía de mercado. Es una ilusión imaginar que la mezcla de arrogancia, xenofobia y antiliberalismo sistemático que se expresó en Francia en estos últimos meses permitiría avanzar en este sentido. Utilizar la Unión Europea como chivo expiatorio de todos nuestros males nacionales es una tradición antigua. Ya en 1983 se explicaba el bloqueo de los salarios como una obligación impuesta por Europa, cuando en realidad este giro habría tenido lugar de todos modos, incluso si Francia se hubiese encontrado sola en el mundo: los bajos salarios habían progresado tres veces más rápido que la producción de 1968 a 1983, ritmo que no es sostenible eternamente ni en una economía abierta ni en una economía cerrada. La misma retórica de Europa como chivo expiatorio fue llevada a su paroxismo con esta campaña, y ahora pagamos el precio.