Bloqueos alemanes

10 de octubre de 2005

Sea cual sea el resultado de las negociaciones en curso sobre la «gran coalición» entre la Unión Demócrata Cristiana (CDU) y el Partido Socialdemócrata (SPD), las elecciones alemanas del 18 de septiembre tendrán el valor de informarnos con precisión sobre el estado de la opinión en materia fiscal[67]. Ni en Alemania, ni probablemente tampoco en Francia y en otros países europeos, los electores están dispuestos a aceptar cualquier cosa en nombre del pragmatismo y de la competencia fiscal europea. Todas las encuestas y estudios de opinión lo confirman con claridad: mientras Angela Merkel llevaba 20 puntos de ventaja en las encuestas, lo que contribuyó de manera decisiva a hacer caer la CDU fue la irrupción en la campaña del jurista Paul Kirchhoff y sus propuestas radicales de reforma fiscal. De hecho, en cuanto se conocieron los resultados, Merkel desplazó al hombre a quien pensaba confiar el Ministerio de Finanzas y que hasta poco antes describía como un «visionario». El mencionado jurista anunció entonces que retornaría a su cátedra, y hoy está claro que su reforma nunca verá la luz.

¿Qué proponía exactamente Kirchhoff? La medida más espectacular consistía en instituir un impuesto a los ingresos con solo dos franjas: una del 0% para los ingresos más bajos y una del 25% para la casi totalidad de los ingresos. Se trataba pues, a grandes rasgos, de volver a los impuestos casi proporcionales que se aplicaban en el siglo XIX, y borrar así la principal innovación del siglo XX en materia fiscal: la progresividad. A Gerhard Schröder le resultó sencillo estigmatizar a quienes consideraban la posibilidad de «cobrar la misma tasa al gerente de una empresa y a su empleada doméstica», un mensaje que fue retomado por el SPD en los debates televisivos y que claramente rindió sus frutos. Los alemanes, por lo tanto, permanecen ligados a cierta forma de progresividad fiscal y de redistribución.

Es importante advertir que las posturas de Kirchhoff, por extremas que puedan parecer, constituyen de alguna manera el marco natural de los próximos debates fiscales en Europa. En Alemania, en Francia y un poco en todas partes la lógica implacable de la competencia fiscal condujo a lo largo de los últimos veinte años a bajar alrededor del 25-30% la tasa del impuesto a las ganancias de las empresas. Al mismo tiempo, la progresividad del impuesto al salario de las personas se redujo fuertemente, con tasas superiores al 40% en la mayoría de los grandes países. No es casual que en 2005 Kirchhoff haya propuesto pasar a un impuesto casi proporcional con una tasa única del orden del 25%. Se trata, de alguna manera, de la etapa siguiente a una progresión lógica, y todos los países corren el riesgo de vérselas con ella, como ya sucede en Europa del Este y en los Estados Unidos. Tendrá consecuencias para el futuro fiscal de Europa el hecho de que los electores alemanes se hayan opuesto con tanta claridad a esta nueva etapa, al punto de que se negaron a dar plenos poderes a la CDU, a pesar de la impopularidad y el desgaste de Schröder (cinco millones de desempleados luego de siete años de gobierno de la alianza SPD-Verdes). Tal vez, este rechazo anuncie una pausa prolongada en el proceso que apunta a la baja desde hace veinte años. En Francia, en particular, donde la reforma anunciada por el actual gobierno conducirá a reducir la tasa superior en alrededor del 40% en 2007, es muy posible que un candidato que procure ir más lejos en esta dirección, proponiendo una nueva baja importante de la progresividad fiscal para el período legislativo 2007-2012, suscite la misma reacción de rechazo que en Alemania.

A pesar de esta interesante enseñanza, es cierto que las elecciones del 18 de septiembre desembocaron en un gobierno inestable, dotado de un mandato y de una legitimidad política ambiguos. En lo que se refiere a temas importantes, como la reforma previsional, la del sistema de salud y la de la enseñanza superior, es probable que la gran coalición tenga menos capacidad para avanzar con serenidad que gobiernos más homogéneos bajo la dirección del SPD o bien de la CDU. La sensación de haber perdido una oportunidad es más rotunda dado que estas elecciones desperdiciadas llegan después de las de 2002, en las que Schröder había ganado in extremis al poner de relieve su activismo durante las inundaciones en Alemania del Este y su oposición a la guerra en Irak, y al haber evitado el anuncio de las reformas dolorosas de la seguridad social que se aprestaba a realizar, y que finalmente llevaron a los bloqueos de los últimos tres años y a la disolución en 2005. Algunos ya culpan al sistema electoral alemán, que no se adaptaría al paisaje político diversificado como consecuencia de la unificación (con la irrupción de la extrema izquierda y en menor medida de la extrema derecha), y notan que, con un sistema de tipo mayoritario, una coalición entre la CDU y el Partido Demócrata Liberal (FDP), que reúne el 45% de votos (contra el 42% del SPD-Verdes), habría obtenido con comodidad la mayoría de los escaños. El argumento en parte es correcto, pero olvida que con otro sistema los electores hubieran votado sin duda de manera diferente: buscaban generar un resultado ambiguo y probablemente lo hubieran conseguido aun con un escenario diferente.