El proteccionismo: un arma útil… si no hay otra mejor
20 de diciembre de 2012
¿Por qué la inmensa mayoría de los economistas cree en el libre comercio? Porque aprendieron en la universidad que en principio es más eficaz dedicarse a producir la mayor cantidad de riqueza posible, apoyándose en los mercados libres y competitivos, y así utilizar al máximo las ventajas comparativas de unos y otros. A condición de repartir de manera equitativa, en un segundo momento, las ganancias del intercambio, a través de impuestos y transferencias transparentes dentro de cada país. Esto es lo que se aprende en la facultad de economía: la redistribución eficaz es la redistribución fiscal; hay que dejar que los mercados y los precios hagan su trabajo, distorsionarlos lo menos posible (la famosa «competencia libre y sin trampas»); pero conservar la posibilidad de redistribuir luego, «en un segundo momento».
No todo es falso en esta bella historia, ni mucho menos. Pero nos plantea un problema mayor. En el curso de los últimos treinta años, los intercambios de bienes y servicios fueron liberalizados casi sin trabas, principalmente en nombre de esta misma lógica. Pues bien, la segunda fase, la del incremento de la redistribución fiscal, no llegó nunca. Al contrario, la competencia fiscal diluyó los impuestos progresivos que se habían construido con paciencia durante las décadas precedentes. Los más ricos se beneficiaron con grandes reducciones de impuestos, aunque ya eran los primeros beneficiarios de la liberalización de los intercambios y de la globalización. Los más modestos tuvieron que contentarse con los aumentos de las contribuciones sociales y de los impuestos sobre el consumo, todo en un contexto de estancamiento del empleo y de los salarios. Lejos de compartir más equitativamente las ganancias de la liberalización, la redistribución fiscal, al contrario, tendió a acentuar los efectos de desigualdad.
Algunos dirán: es una pena, pero ¿qué le vamos a hacer? Si las preferencias políticas del electorado llevaron a elegir menos redistribución fiscal, no queda otra opción que lamentarlo. Eso no basta para restablecer las barreras aduaneras, que solo debilitarían un crecimiento ya demasiado débil.
Es verdad. Salvo que, si miramos bien, la liberalización incondicional de los intercambios y el dumping fiscal tienen bastante que ver en todo esto. Se desarmó el poder público sin obtener nada a cambio. Con la prohibición de tasas sobre las importaciones y los subsidios a las exportaciones, se impulsó incluso a los Estados a desarrollar otras herramientas para promover la producción nacional, en particular desgravando las inversiones extranjeras y el trabajo altamente calificado (todo de manera perfectamente autorizada, claro está). Sin contar con que la liberalización de los servicios financieros y de los flujos de capitales facilitó directamente la evasión fiscal, tanto de las empresas como de los individuos. La ausencia de una coordinación adecuada entre países limitó fuertemente la capacidad de los Estados para impulsar una política fiscal autónoma.
Un ejemplo entre otros: la directiva sobre fiscalidad del ahorro, que se implementó en 2005, estaba destinada a facilitar los intercambios automáticos de información entre administraciones fiscales europeas, de manera que cada país pudiera conocer en tiempo real las inversiones de sus residentes en el extranjero y los intereses correspondientes. Salvo que todavía no se aplica en Luxemburgo o en Suiza (por otra parte, esta última acaba de negociar de manera independiente una prolongación de su régimen de excepción, que le permite, de manera legal, no revelar la identidad de los titulares de cuentas en sus bancos). Además, la directiva solo afecta al ahorro bancario y a las obligaciones, y excluye lo esencial de las inversiones financieras importantes que se poseen en el extranjero (sobre todo las cuentas de títulos en acciones).
Para que esto cambie de verdad hace falta algo más que amables cumbres del G20 y declaraciones de buenas intenciones. Para hacer retroceder a los paraísos fiscales y, más aún, para poner en marcha las regulaciones financieras, sociales y medioambientales necesarias para retomar el control de un capitalismo mundializado que se volvió loco, el arma comercial será sin dudas indispensable. Si Europa habla con una única voz y deja de comportarse como un enano político, podremos incluso evitar la ejecución de las amenazas de embargos y protecciones. Lo que sería preferible, pues el proteccionismo —como la policía— es un arma disuasiva esencial que los Estados deben tener a mano, pero no constituye en sí mismo una fuente de prosperidad (contrariamente a lo que imaginan algunos «desglobalizadores» entusiastas). Pero, si se elige profundizar la construcción europea sin un avance real en esta dirección, se corre el riesgo de provocar repliegues nacionalistas en extremo violentos.