¿Hay que aplicar un impuesto al valor agregado?
30 de enero de 2006
Al anunciar su voluntad de reformar las contribuciones patronales a partir de 2006, Jacques Chirac logró sorprender a todos y preocupar a algunos, sobre todo en el seno de su propia mayoría y de la organización patronal (el Movimiento de Empresas de Francia MEDEF).
En el fondo, los argumentos esgrimidos para justificar el recurso al valor agregado de la base tributaria para financiar las cargas de salud y las asignaciones familiares son clásicos e irrefutables. Tales cargas financian prestaciones (reembolsos de prestaciones de salud, subsidios familiares) que desde hace mucho tiempo se han vuelto universales: conciernen al conjunto de los ciudadanos y residentes franceses y no tienen nada que ver con el «salario extra» acordado a los empleados que eran jefes de familias numerosas en 1945. No tiene sentido seguir financiando solo con los salarios tales prestaciones, que deberían depender de la solidaridad nacional, sobre todo en un momento en el que el trabajo se encuentra sobregravado y en el que se busca favorecer la creación de empleos. Como señalaron Chirac y el ministro de Seguridad Social Philippe Bas, esta reformulación de los aportes patronales mediante una «contribución sobre el valor agregado» (CVA) es la prolongación directa de la contribución social generalizada (CSG) que creó Michel Rocard en 1991[9]. Rocard había extendido entonces la base tributaria de las deducciones salariales de salud y familiares hacia el conjunto de los ingresos. Esta filiación rocardiana, de pronto reivindicada, puede sorprender: pero demuestra que ciertos procesos prolongados pueden imponerse a la manía de anulación y ruptura cíclica, lo cual resulta más bien tranquilizador.
Lamentablemente, en cuanto nos enfrentamos a las cuestiones prácticas que surgen con la CVA, el asunto se vuelve más complicado. Anunciada por Lionel Jospin en 1997, esta reforma fue enterrada con rapidez luego de que el Informe Malinvaud[10] denunciara los riesgos de un aumento de la presión fiscal sobre las empresas. De hecho, el valor agregado de una empresa se define como la diferencia entre el valor de sus ventas y el valor de los insumos intermedios comprados a otras empresas. Por definición, es igual a la suma de la masa salarial y del «excedente bruto de explotación», que es el beneficio bruto restante de la empresa luego de pagar los salarios. El pasaje de un aporte patronal basado solo en los salarios a un aporte basado en el valor agregado conduce necesariamente a un aumento de las deducciones impuestas a los beneficios de las empresas, y debe ser asumido como tal: se trata precisamente, tal como ocurría con la CSG, de extender la base tributaria de las cargas sociales con el fin de detener (parcialmente) la gradual destrucción de los impuestos directos que pesan sobre los ingresos del capital. Pero tampoco hay que exagerar los riesgos económicos ligados a tales transferencias. En promedio, la masa salarial (incluidas las contribuciones) representa dos tercios del valor agregado de las empresas. Si se reemplaza 1 punto de la contribución basada en los salarios por 0,6 o 0,7 punto del valor agregado (nadie espera que esta reforma, si se produce en 2006, vaya más allá de 1 punto), las empresas ganadoras serán las que tengan una mano de obra más intensiva que la media, y las perdedoras, las de los sectores más capitalistas, como el de la energía. En la práctica, esta grilla abarca de manera imperfecta el carácter más o menos innovador de las empresas: por ejemplo, existen numerosas sociedades de servicios que son igualmente intensivas en salarios (altos). En cualquier caso, más allá de este efecto en los salarios, todas las empresas verán bajar el costo relativo del trabajo y es poco verosímil que el efecto en el empleo sea globalmente negativo.
Otra fuente de confusión tiene que ver con el hecho de que las deducciones agregadas son percibidas de manera muy diferente según se deduzcan directamente de la suma de los salarios y de los beneficios (el MEDEF se queja entonces por las empresas) o bien indirectamente de la diferencia entre el valor de las ventas y el de los insumos intermedios, como lo hace la CVA (la Confederación General del Trabajo se preocupa entonces por los consumidores). Sin embargo, la incidencia final de la CVA y del IVA es claramente la misma: en los dos casos, la deducción repercutirá parcialmente sobre los precios (lo cual permite, como es deseable, que contribuyan los jubilados); y parcialmente también en el capital y en el trabajo en tanto factores de producción. La única diferencia clara es que el IVA permite gravar a las empresas extranjeras que venden en Francia, mientras que la CVA grava a las empresas francesas que venden en el extranjero. La otra ventaja de la opción IVA social es que la base tributaria ya existe. Si se abandona esta alternativa, la única solución viable consiste entonces, sin duda, en introducir una CVA basada, grosso modo, en la suma de los salarios y de los beneficios netos sometidos al impuesto sobre las sociedades. El principal riesgo que amenaza una reforma de estas características es la necesidad de inventar una base fiscal completamente nueva y difícil de controlar, lo que conduciría a grandes creaciones de empleo en las consultoras fiscales encargadas de evadirla así como a resultados lamentables.