Obama-Roosevelt: una analogía engañosa

20 de enero de 2009

¿Será Obama un nuevo Roosevelt? La analogía es tentadora, pero engañosa por varios motivos. El más evidente es la profunda diferencia de timing. Cuando Roosevelt fue investido presidente, en marzo de 1933, la situación económica parecía totalmente desesperante: la producción había caído más de un 20% desde 1929, el índice de desempleo alcanzaba el 25%, por no hablar de la alarmante situación internacional. Luego de la calamitosa presidencia de Hoover, que se enredó durante tres años en su estrategia «liquidacionista», que apuntaba a dejar que los bancos «malos» quebrasen uno tras otro, y en su dogmatismo anti Estado (excedentes presupuestarios hasta 1931, ninguna reactivación del gasto público), los norteamericanos querían un cambio fuerte y esperaban a Roosevelt como si fuera el mesías. Esta situación desesperada le permitió aplicar una política radicalmente nueva.

Para castigar a las élites financieras que se enriquecían al mismo tiempo que llevaban al país al borde del precipicio, y también para contribuir al financiamiento de una expansión gigantesca del Estado federal, decidió llevar en pocos años al 80-90% las tasas de imposición aplicables a los ingresos y a las sucesiones más elevadas, nivel en el que se mantuvieron durante casi cincuenta años.

Obama llega al poder pocos meses después del estallido de la crisis. Encara una situación por completo diferente y con un timing político netamente menos favorable. La recesión está todavía muy lejos de haber alcanzado el nivel apocalíptico de los años treinta, lo que limita los márgenes de maniobra de Obama para imponer medidas revolucionarias. Y si la recesión se agrava, corre el riesgo de ser considerado responsable, lo que no podía sucederle a Roosevelt. De hecho, menos confiado que Roosevelt en su legitimidad, Obama aplazó prudentemente sus proyectos de incremento fiscal para los ingresos elevados, y eligió al mismo tiempo dejar correr progresivamente las reducciones de la era Bush: la tasa aplicable a los ingresos más elevados subirá tímidamente del 35 al 39,6% a finales de 2010, y la tasa aplicable a la plusvalía pasará del 15 al 20%.

Sus partidarios ya le reprochan las insuficiencias de su programa de inversiones públicas y de su plan de reactivación, demasiado centrado en los beneficios fiscales a favor de la clase media, popular para los republicanos pero no demasiado ambicioso en términos de gasto público. La «depresión bipartidaria» nos acecha, escribía Paul Krugman hace algunos días en The New York Times. A favor de Obama, recordemos otra diferencia con la situación que enfrentaba Roosevelt. En cierto modo, era mucho más fácil ampliar el campo de intervención del Estado luego de la crisis de 1929, simplemente porque el gobierno federal casi no existía en aquella época. Hasta comienzos de los años treinta, el total de los gastos federales norteamericanos no superaba el 4% del PBI, nivel que Roosevelt llevó a más del 10% en 1934, antes de alcanzar el 45% durante la guerra y de estabilizarse en 18-20% en la posguerra, nivel en el que se mantiene hasta hoy.

Este incremento histórico del peso del Estado federal corresponde a las inversiones públicas y a las grandes infraestructuras promovidas en los años treinta y, sobre todo, a la creación de un sistema público de jubilaciones por reparto y del subsidio de desempleo. Al igual que en Europa, el gran salto cualitativo del Estado moderno ya sucedió; hoy es más bien tiempo de una racionalización del Estado de bienestar que de una tarea de construcción y de expansión indefinidas. Obama deberá convencer a sus conciudadanos de que la solución de la crisis y la preparación del futuro exigen una nueva ola de inversiones públicas, sobre todo energéticas y ecológicas, y de gastos sociales, en particular en el terreno del seguro de salud, pariente pobre del magro Welfare State estadounidense. Esperemos, por él y por el mundo, que lo logre sin que tengamos que atravesar una depresión de la magnitud de la de los años treinta.