De Egipto al Golfo, un polvorín de desigualdades

17 de junio de 2014

Desde hace una semana, todas las miradas han vuelto a posarse sobre Irak. Ya en enero, la toma de Faluya por grupos rebeldes del Estado Islámico en Irak y en Levante (EIIL) y la incapacidad de las fuerzas regulares de retomar la ciudad, situada sin embargo a menos de 100 kilómetros de Bagdad, demostraron la fragilidad del actual régimen. Ahora todo el norte del país parece tambalear. El EIIL ahora parece estar preparado para unirse a los grupos sirios con el fin de constituir un nuevo Estado que reagrupe amplias partes de Irak y de Siria, transformando así las fronteras establecidas por las potencias occidentales en 1920.

Estos conflictos suelen ser pensados como guerras religiosas (sunitas contra chiitas). Pero esta grilla de lectura, indispensable, no debe hacernos olvidar las tensiones creadas por la desigualdad extrema en el reparto de las riquezas en esta región del mundo, sin duda la más desigual del planeta. Numerosos observadores notaron que la llegada del EIIL haría sobrevolar una pesada amenaza sobre Arabia Saudí y los emiratos petroleros (aunque tan suníes como el EIIL). En cierto modo, una repetición a mayor escala de la anexión de Kuwait por parte de Irak en 1991.

Sin llegar a esto, es evidente que el conjunto del sistema político y social de la región se encuentra sobredeterminado y fragilizado por la concentración de recursos petroleros en pequeños territorios sin población. Si se examina la región que va de Egipto a Irán, pasando por Siria, Irak y la Península Arábiga, es decir, cerca de 300 millones de habitantes, vemos que las monarquías petroleras concentran un 60% del PBI regional para apenas el 10% de la población. Hay que precisar además que una minoría de habitantes de las petromonarquías se apropia de una parte desproporcionada de este maná, mientras que amplios grupos (mujeres y trabajadores inmigrantes sobre todo) son mantenidos en una suerte de semiesclavitud. Se trata de regímenes sostenidos militar y políticamente por las potencias occidentales, demasiado felices al recuperar algunas migajas de estas riquezas para financiar sus clubes de fútbol. No es sorprendente entonces que nuestras lecciones de democracia y justicia social surtan tan poco efecto en la juventud de Medio Oriente.

Si hacemos algunas hipótesis mínimas, podemos concluir sin dificultad que la desigualdad de los ingresos en el seno de Medio Oriente es sensiblemente más elevada que en los países más desiguales del planeta (los Estados Unidos, Brasil y Sudáfrica incluidos[78]).

Otra manera de expresar esta realidad es la siguiente. En 2013, el presupuesto total del que disponen las autoridades egipcias para financiar el total de escuelas, colegios, liceos y universidades de este país de 85 millones de habitantes es inferior a 10 000 millones de dólares. Unos cientos de kilómetros más lejos, los ingresos petroleros alcanzan los 300 000 millones de dólares en Arabia Saudita, con sus 20 millones de habitantes, y superan los 100 000 millones de dólares en Catar y sus 300 000 cataríes. Al mismo tiempo, la comunidad internacional se pregunta si hay que renovar un préstamo de algunos miles de millones de dólares para Egipto, o si no habría más bien que esperar que el país aumentara las tasas sobre las bebidas gaseosas y los cigarrillos, como había prometido.

¿Qué hacer frente a este polvorín de desigualdades? Primero, demostrar a la población que nos preocupamos más por el desarrollo social y la integración política de la región que por la relación con los emires. Una política energética europea común nos permitiría hacer prevalecer nuestros valores y nuestro modelo de sociedad, y no nuestros estrechos intereses financieros nacionales, tanto en Medio Oriente como, por otra parte, en Ucrania o Rusia. La hegemonía estadounidense condujo al desastre iraquí que todos conocemos. La embriaguez de omnipotencia podría llevar nuevamente a un abuso de posición dominante, como acaba de recordarlo en una escala más modesta —aunque no despreciable— el caso BNP Paribas (las operaciones aparentemente inescrupulosas efectuadas con el régimen sudanés justifican claramente la expulsión de los dirigentes del banco, que en el pasado daban lecciones de buena gestión a todo el mundo, pero no el pago de un tributo exorbitante al Tesoro estadounidense, que implicaría un riesgo de desestabilización del sector bancario europeo). Para ocupar un verdadero lugar en la mundialización y transformar el planeta en un lugar más justo, Europa, hoy más que nunca, tiene que unirse políticamente.