¡Basta de impuestos imbéciles!
3 de noviembre de 2009
Es muy fácil denunciar la estupidez de un impuesto. Por una simple razón: todos los impuestos son más o menos estúpidos, ya que gravan personas y actividades que, en sí mismas, sería deseable no gravar. Pero las cosas se complican cuando, después de anunciar con orgullo la supresión de un impuesto estúpido, los responsables políticos buscan otros ingresos para financiar los gastos que cada uno considera deseables: educación, salud, rutas, jubilaciones. El ejercicio puede resultar peligroso, sobre todo porque en materia de impuestos siempre hay alguien más imbécil que uno mismo. Los debates recientes sobre la tasa profesional (TP) son perfecto ejemplo de esta cruda realidad.
Recapitulemos. En la actualidad, la TP se apoya en el valor del capital (inmuebles, máquinas, equipamientos) que utilizan las empresas. Hasta 1999, se basaba también en la masa salarial; pero luego Dominique Strauss-Kahn suprimió la parte salarial de la TP en un intento por reequilibrar nuestro sistema fiscal, que, como demostraron varios informes, se basaba excesivamente en el trabajo. Recordemos que, en general, todos los impuestos se basan en los factores de producción (capital o trabajo) o en el consumo. Cuando se basan en el capital, pueden gravarse el stock de capital (como la TP) o bien el flujo de ingresos provenientes de ese capital (beneficios, dividendos, intereses, alquileres), como por ejemplo el impuesto a los beneficios, lo cual tiene ventajas e inconvenientes.
Recordemos también que no existen impuestos que paguen las empresas: en última instancia, son siempre los hogares los que pagan, euro por euro, todos los impuestos. En este bajo mundo, lamentablemente las únicas personas que existen para pagar impuestos son las personas físicas, de carne y hueso. Que las empresas estén técnicamente obligadas a pagar algunos, es decir, a enviar un cheque a la administración fiscal, no dice nada sobre su incidencia final. Sin excepción, las empresas trasladan el peso de todo lo que pagan a sus asalariados (lo que reduce los salarios) o a sus accionistas (lo que reduce los dividendos o implica menos acumulación de capital en su nombre) o a los consumidores (lo que aumenta los precios). La descomposición final no siempre se aprecia a simple vista pero, de una manera u otra, todos los impuestos acaban por repercutir sobre los factores de producción o sobre el consumo. Por ejemplo, las empresas pagan las cargas sociales calculadas a partir de la masa salarial. Se admite, sin embargo, que esta deducción es principalmente pagada por los salarios, que serían más elevados en su ausencia.
Otro ejemplo: todos los trimestres las empresas emiten cheques en concepto del impuesto al valor agregado (IVA), calculado sobre el valor total de las ventas menos el valor total de las compras a otras empresas. Esta diferencia, llamada «valor agregado», es igual a aquello de lo que disponen las empresas para pagar el trabajo (salarios) y el capital (beneficios). Sin embargo, a veces se piensa que el IVA repercute integralmente en los precios. Falso: como todos los impuestos, al IVA lo pagan en parte los factores de producción y en parte los consumidores, en proporciones que varían con el grado de competencia del sector considerado y el poder de negociación de unos y otros, como lo demuestra la disputa reciente en el sector de la hotelería-gastronomía. Volvamos a la TP. En la reforma propuesta, la TP se basaría a partir de ahora en el valor agregado (salarios y beneficios) y ya no únicamente en el capital.
Estos cambios representarían un alivio para el capital y un nuevo incremento de las deducciones fiscales que pesan sobre el trabajo y el consumo, a contramano de la reforma de 1999. Se habría justificado más conservar la base actual, que tenía además la ventaja de ser más fácil de localizar y menos volátil que los beneficios. A condición de revisar por fin los valores de los inmuebles y equipamientos de las empresas, valores que, como sucede con los otros impuestos locales, no han sido ajustados desde los años setenta. En el pequeño juego de la demagogia fiscal, pocas veces ganan los más débiles.