Impuestos afectados a fines específicos, campo minado

26 de junio de 2006

La cuestión es tan vieja como las finanzas públicas: ¿los impuestos deben estar destinados al financiamiento de gastos públicos específicos o tienen que alimentar el presupuesto general? En teoría, la doctrina tradicional es clara: las deducciones afectadas a gastos específicos son una puerta abierta a la demagogia y al populismo y deben ser excluidas. En la práctica, la realidad es más compleja.

Los impuestos que alimentan el presupuesto del Estado —impuesto al salario (IS), IVA, impuesto a las empresas (IE), etc., es decir, el 16% del PBI de Francia— respetan, es verdad, el principio de no afectación: los diputados no pueden decidir que el IS vaya a las escuelas, el IVA a las Fuerzas Armadas, etc., y sin duda es mejor así. Del mismo modo, los impuestos destinados a las administraciones locales (cerca del 5% del PBI) no están, por lo general, afectados a gastos particulares. Las deducciones, sobre todo las cargas sociales y la contribución social generalizada (CSG), que financian la seguridad social, en cambio, se ubican claramente en la lógica de las deducciones afectadas a fines específicos: ciertos aportes alimentan cajas dedicadas a la jubilación, a los subsidios de desempleo, al seguro de salud, a las prestaciones familiares, etc. Las deducciones afectadas de este modo a la seguridad social representan el 21% del PBI, es decir, el equivalente a todos los presupuestos del Estado y de las administraciones locales reunidos.

Este tipo de afectación está concebido para los aportes previsionales y de desempleo, que siguen una lógica contributiva: el derecho a la jubilación y a los subsidios para los desempleados se nutren de las contribuciones acumuladas por los asalariados, y estas cuentas deben permanecer separadas de otras deducciones. Pero la lógica es menos evidente en lo que concierne a los aportes de salud y las asignaciones familiares, que financian prestaciones universales desde hace mucho tiempo, como el reintegro de consultas y medicamentos, los subsidios familiares, los subsidios a los hogares monoparentales, etc. Estos gastos conciernen al conjunto de los ciudadanos y residentes franceses, independientemente de los aportes pagados, y se basan en una lógica de solidaridad nacional y de derechos fundamentales, al igual que numerosos gastos del presupuesto general del Estado, por ejemplo en el campo de la educación.

Por ello, los actores sociales están muy apegados a esa lógica de deducciones afectadas a un fin específico, pues consideran que solo ella permite que los franceses dispongan de un seguro de salud de calidad. En otras palabras, si el seguro de salud se financiara a partir del presupuesto general, como sucede en el Reino Unido y otros países, los franceses tendrían un sistema público de tan mala calidad como el de los británicos. El argumento es coherente y no puede descartarse con ligereza. Por ejemplo, es indudable que lo que vuelve imposible bajar la CSG es su condición de impuesto afectado a un fin específico: todo político que proponga su disminución debería explicar inmediatamente cómo hará para reducir los gastos de salud. Por suerte, nadie se arriesga a este peligroso ejercicio.

Pero esta misma lógica explica también las reducciones sucesivas de los impuestos de Estado, que solo financian un conjunto indistinto de gastos difícilmente identificables. Nadie se moviliza contra la disminución del IS y del IE, aunque estos impuestos contribuyen a financiar escuelas, universidades, etc. Dicho de otro modo, el hecho de sacralizar ciertos gastos tiene consecuencias negativas para otros, a veces igualmente indispensables.

El debate es complejo, pero podemos estar seguros de una cosa: la arquitectura global de nuestro sistema no está preparada para cambiar. Y, a partir del momento en que se conservan deducciones afectadas a las ramas de salud y familia, la solución correcta sería que las deducciones sacralizadas no solo se apoyaran en el trabajo, sino en una base fiscal lo más amplia posible. No tiene ningún sentido seguir haciendo pesar únicamente sobre el salario el financiamiento de los gastos que dependen de la solidaridad nacional, sobre todo en un momento en el que el trabajo se encuentra ya sobrecargado de impuestos y en el que se busca favorecer la creación de empleo. Por eso, más allá de las discusiones técnicas sobre sus modalidades (como, por ejemplo, una contribución patronal generalizada que gravite sobre los salarios y los beneficios —sin duda el mejor compromiso técnico y político—, una contribución sobre el conjunto del valor agregado, el denominado IVA social), la ampliación de la base de aportes patronales sería sin dudas una buena reforma. Se ubicaría en continuidad directa con la CSG, creada en 1991 para extender la base de aportes de salud y familiares de los salarios al conjunto de los ingresos. Y si, tal como piensan ciertos economistas, toda tentativa de gravar los beneficios está destinada al fracaso en el actual contexto internacional, siempre será posible bajar el impuesto sobre sociedades más rápidamente de lo previsto. Al menos habremos logrado sensibilizar a los actores sociales y a los ciudadanos sobre el problema central de la armonización fiscal europea y sobre el hecho de que el actual sistema de deducciones afectadas a un fin específico no hace más que exacerbar las tendencias que operan hoy en Europa (impuestos crecientes al trabajo, sobre todo al poco calificado, y desgravación progresiva del capital y del trabajo altamente calificado).