Una decisión errada para la investigación
10 de enero de 2005
El mensaje presidencial al país nos lo recordó el martes pasado: el futuro de la investigación es el tema del momento. Retomando rápidamente las conclusiones del Informe Beffa (presidente de Saint-Gobain[57]), Jacques Chirac pretende demostrar que 2005 se desarrollará bajo el signo de la modernización de nuestro sistema de investigación, y que nadie se preocupa más que él por el retraso de Europa en este campo. Anunció que «dentro de cuatro meses» se creará una Agencia de Innovación Industrial (AII) que estará dotada, desde este año, de 500 millones de euros (y en tres años, «de al menos 2000 millones de euros», es decir, el equivalente del 20% del presupuesto para educación superior) y que se abocará a financiar programas tecnológicos innovadores que reunirán, gracias a un gran esfuerzo, a las pymes y los centros de investigación públicos.
Los datos que fundamentan el informe son escalofriantes y nos preocupan. Las inversiones europeas en investigación y desarrollo son equivalentes a las inversiones norteamericanas en los sectores tradicionales (químico, automotor, etc.) y en aquellos que son objeto de grandes programas públicos (aeroespacial), pero son diez veces menores en lo que respecta a las nuevas tecnologías (biotecnologías, informática, etc.). El objetivo de la nueva agencia sería pues descubrir los Ariane y los Airbus del mañana, e invertir masivamente en estos programas. La hipótesis de base es que se necesita el apoyo público para facilitar que los actores privados asuman riesgos de muy largo plazo, lo cual en teoría puede justificarse aún más por el hecho de que muchos de los proyectos contemplados (autos ecológicos, energías renovables, etc.) tienen un valor que los mercados no pueden internalizar completamente y que, además, las innovaciones tecnológicas más importantes tienen a menudo repercusiones y efectos de rebote en áreas imprevistas.
Antes de celebrar una nueva estrategia de política industrial, se impone un verdadero debate. En primer lugar, es llamativa la visión industrialista que anima el proyecto, en particular por el rol de pivote otorgado a las grandes empresas. Eso es sorprendente, en la medida en que estas tienen a menudo más dinero que el que pueden gastar y que las dificultades en el mercado del crédito afectan con intensidad a las nuevas y pequeñas empresas, cuyo dinamismo y tasa de supervivencia son notoriamente insuficientes en Europa. El proyecto descansa además en un acto de fe: la supuesta capacidad de los expertos de la futura agencia para indicar al resto del país cuáles son los grandes proyectos tecnológicos innovadores que es preciso acompañar durante los próximos diez o quince años. En el escenario más pesimista, el proyecto puede volverse fácilmente una pesadilla soviético-pompidouniana, como el «plan cálculo» y otros desastres de los años setenta. Y, como si esto fuera poco, podría generar nuevas ventajas para las grandes empresas.
Pero fundamentalmente, y teniendo en cuenta que los presupuestos públicos no son ilimitados en los tiempos que corren, no hay duda de que esta manera de encarar la modernización de la investigación se opone a una estrategia fundada en el fortalecimiento de los establecimientos de educación superior y de investigación, y juega más bien la carta de la atomización de las estructuras (con grandes empresas que crean redes de equipos específicos para un proyecto y una duración determinadas). Esto es tanto más lamentable en cuanto, más allá de las discusiones comprensibles —aunque contraproducentes— entre los diferentes tipos de establecimientos (universidades, escuelas, organismos), todos los actores universitarios están de acuerdo en que el futuro pasa por la constitución de establecimientos autónomos y responsables, capaces de generar la credibilidad y eficacia necesarias para atraer los financiamientos públicos y privados que tanto necesitan para salir de la actual miseria colectiva. Grandes universidades como Harvard, Princeton o el MIT construyeron una identidad y una reputación que les permiten establecer una relación de confianza con quienes las financian tanto desde el sector público como desde el privado. Un socio capitalista que invierte, por ejemplo, en estas universidades sabe que el dinero no será utilizado para contrataciones localistas y científicamente dudosas, o para apoyar programas de investigación inexistentes o desfasados. En contrapartida, los profesores-investigadores de esas casas saben que esa reputación colectiva es su bien más preciado y que sus recursos dependen de ella, e incluso rechazan compromisos que la pongan potencialmente en riesgo. Como en el caso de las empresas privadas, ese proceso de constitución de una marca puede llevar muchos años, incluso décadas, y solo puede conseguirse a escala de establecimientos autónomos y reforzados. Francia se encuentra claramente atrasada en este terreno (la mayoría de las universidades tienen una identidad difusa y una reputación dudosa); este es el primer freno al desarrollo de las inversiones privadas indispensables en la educación superior y en la investigación. Sin duda mucho mayor que la ausencia de una AII.